Si después de leer el título sigue adelante con el artículo, ha caído usted en uno de los más viejos (y fecundos) trucos de la publicidad: llamar la atención por medio de un titular polémico. Es parecido a cuando tal o cual marca trata de vendernos sus galletas o sus automóviles colocando el producto en manos de una joven atractiva. Si continúa usted leyendo descubrirá que lo que se pretende aquí, en la medida de nuestras modestas posibilidades, es precisamente lo contrario: que ETA se quede para siempre en el oscuro rincón de la memoria en el que se metió hace un lustro. Ya de paso, que se reúnan allí con esta milicia todos los que portan armas (y las utilizan) en nombre de cualquier bandera, ideología, patria, club deportivo, religión o el subterfugio que sea.
Un deseo encomiable y también muy difícil de conseguir en una civilización saturada de violencia (la primera y mayor, la que ejercen los gobiernos) y más complicado aún en el Estado español, donde algunos parecen añorar aquellos tiempos en los que ETA campaba más o menos a sus anchas. Por eso el título de este artículo va entre comillas: para algunos, aunque no lo reconozcan abiertamente, es como si fuera un lema.
ETA cometió su último asesinato el 16 de marzo de 2010. El 5 de septiembre de ese año anunció un alto el fuego unilateral. Y no mucho después, en octubre de 2011, decretó el cese definitivo de su actividad armada. Un final lógico, por desgracia muy retardado en el tiempo, para una organización que era, desde hacía décadas, una de tantas reliquias tristes heredadas de la dictadura franquista.
Lo que tendría que haber sido motivo de celebración nacional pasó sin pena ni gloria. No sólo eso, sino que unos cuantos políticos profesionales, pesebristas y plumillas a sueldo a duras penas disimularon el fastidio que les produjo esta retirada sin victoria. Un estado de ánimo despreciable, pero que se mantiene hoy, al cabo de los años, cada vez que alguien impetra a los residuos de la organización independentista. ¿Por qué este empeño de algunos, pocos pero significativos, en reanimar el cadáver de ETA?
Una actitud mezquina, pero no tan extraña en realidad. ETA fue durante años un problema de orden público que causó dolor y sufrimiento a muchas personas, pero jamás representó una amenaza para la integridad territorial del Estado español. En particular tras la muerte del dictador F. Franco, y sobre todo después de los atentados de 1987 en Zaragoza y Barcelona, cuando la organización abertzale perdió por completo el apoyo con el que aún contara entre la izquierda (que durante años celebró la muerte de policías y militares franquistas), cada atentado etarra no sólo no acercaba la independencia de Euskal Herría (un objetivo político tan legítimo en sí mismo como cualquier otro si se persigue por medios pacíficos), sino que la dificultaba más y más. Por supuesto, no hay que pedirle lógica al nacionalismo en general, como demostré en un artículo anterior («Por qué hay que estar orgulloso de ser español?»), pero lo cierto es que al nacionalismo contrario, el españolista, le venía de perlas contar con un enemigo de una debilidad extrema, fácil de controlar, repleto de infiltrados, pero capaz de hacer el daño suficiente para justificar toda una serie de políticas.
ETA, en cierto sentido, era muy española: pequeña, de poca monta, mal organizada, chapucera. Y por suerte era así. ¿Qué habría ocurrido si la organización abertzale hubiera mostrado una beligerancia equivalente a las FARC o, sin ir tan lejos, al IRA? ETA, con su actividad errática, dañina pero en absoluto decisiva, constituyó un subterfugio excelente para legitimar tribunales represivos, leyes de excepción encubiertas y un Estado policial cada vez menos disimulado dentro del raquítico parlamentarismo español.
Como el villorrio de Gibraltar, ETA sirvió a los sucesivos gobiernos de incompetentes que ha sufrido el Estado español para distraer la atención de los problemas reales de una nación fallida: economía débil, desempleo sistémico, explotación laboral, corrupción generalizada, desequilibrio territorial, insignificancia internacional, dependencia total del exterior, ausencia de soberanía… Recurrir a la malvada ETA generaba cohesión en torno al gobierno de turno, fuera de derechas (UCD, PSOE) o de ultraderecha (PP) y, al menos mientras duraba caliente la sangre de los muertos, la población no pensaba en otra cosa. Esto, como enseñar teta para vender chocolate, forma parte del abc de la política básica: a los Estados Unidos también les vino fatal el hundimiento de la URSS y tuvieron que buscar con prisas un nuevo enemigo común, Al-Qaida y sus copias, menos presentable, pero suficiente. Al menos de momento.
Por cierto, que al españolismo la sustitución de ETA por el fanatismo de algunos grupos islámicos no le valió para compensar la escapada de aquel enemigo común/hijo pródigo tan útil y en realidad manejable. Pese a barbaridades como la del 11-M en Madrid, los islamistas no tocan la fibra sensible del patrioterismo; Su supuesto mensaje religioso deja indiferente a una nación sociológicamente harta de templos al cabo de décadas de nacionalcatolicismo; y además tampoco actúan tan a menudo como lo hacía ETA. Así que no valen como sustituto para una población, la española, que ni de lejos considera que el islamismo sea un peligro efectivo, y mucho menos algo propio, cercano o familiar.
Hay que decirlo: la retirada de ETA del escenario político fue para algunos desalmados una mala noticia. ¿Cómo, si no, se explica la recurrencia constante a los fantasmas etarras hasta hoy mismo, a principios de 2015? Cabe admitir el deseo de venganza (poco cristiano, pero muy humano) de las víctimas y sus familiares, pero no tanto el empeño de muchos políticos turnistas y sus medios de prensa afines por resucitar el problema. Las referencias son constantes: hay personajes más o menos retirados que, al empezar sus disertaciones, recuerdan al oyente cómo acudieron a tal o cual entierro de una víctima de ETA, años atrás. Otros presumen de sus victorias en la lucha antiterrorista, como oficiales viejos que echaran de menos el campo de batalla. Y los hay que acusan a sus rivales electorales de ser amigos de ETA o de formar parte de extraordinarios contubernios en los que se mezcla a la organización armada con «potencias extranjeras» (como en las películas de James Bond). Nada extraño, por otra parte, en un país en el que los gobiernos turnistas jamás se han preocupado de otra cosa que de sus intereses partidistas y personales e incluso han conseguido dividir y enfrentar a las víctimas del terrorismo, cosa, hasta donde sabemos, inédita en el mundo. España siempre es diferente. Para peor.
No está muy claro que sacar a ETA de su tumba genere réditos claros a la hora de las elecciones, pero por si acaso se intenta. A fin de cuentas los políticos profesionales no son personas demasiado inteligentes: tan sólo entes ambiciosos y sin escrúpulos. Reabrir casos cerrados, solicitar penas de cárcel ilegales o simplemente negar que ETA es ya sólo una sigla olvidada por la mayoría, entra en la misma línea que la miserable gestión gubernamental de los atentados del 11-M. (Como nota informativa: el último Barómetro del CIS de 2014 señalaba que apenas un 0,1% de los encuestados consideró que el terrorismo fuera un problema relevante para España; en septiembre de 1986 la valoración al respecto era del 66,5%.)
En definitiva, los que no saben gobernar necesitan pretextos, excusas, enemigos comunes para envolver al pueblo en la bandera y ocultar tras el trozo de tela su incompetencia. La inactividad, ojalá definitiva, de ETA dificulta mucho el trabajo a una caterva de políticos gañanes como pocas veces los ha habido en la entidad territorial llamada Estado español. Así que, en efecto, la retirada de ETA fue una mala noticia para muchos, pero no necesariamente para los abertzales. Los demás, mientras tanto, esperamos que ETA no resucite jamás, a pesar del esfuerzo en contrario de algunos.
José Manuel Lechado, en Iniciativa Debate
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