martes, 28 de noviembre de 2017

REVOLUCIÓN

Estuvimos en Moscú en el centenario de la Revolución, otero mágico para recordar qué supuso aquella gesta para los pobres del mundo, qué queda de ella y qué futuro nos espera.
La manifestación que otrora congregara millones de personas apenas reunió tres mil almas cándidas, la mitad extranjeras. Pasamos dos veces por detectores y caminamos por aceras valladas entre manadas de policías. No fue eso lo más desgarrador, sino escuchar desde la tribuna, frente a la Plaza Roja, una sola reivindicación: ¡el derecho a trabajar ocho horas diarias! Lo logrado hace cien años y reducido a siete horas en 1936 (junto a la jubilación a los 60 años, 55 las mujeres y 50 en casos especiales, como tener 5 hijos), hoy día es un sueño en la selva del mercado laboral.
Nuestros abuelos también soñaron con esas condiciones cuando salían pautri, jornaleros, a la plaza del pueblo; nunca tuvieron vacaciones ni cobraron paro. A la vejez, beneficencia. América como recurso. De Rusia les vino toda esperanza: el derecho al descanso, la jubilación, la Seguridad Social, vacaciones pagadas, casas baratas para obreros, sanidad pública, educación general. De muetes creíamos que las chicas no sabían ni correr, hasta que comenzamos a ver a las soviéticas en las primeras televisiones: hacían atletismo, trabajaban de camioneras, torneras o astronautas; llenaban las universidades; se divorciaban y controlaban su natalidad. Aunque nos decían que el comunismo las hacía machorras, a nosotros nos parecían igual de hermosas y además, luego lo supimos, eran la vanguardia del feminismo.
Un espectro recorrió Europa, aterrorizando a los viejos poderes. La Iglesia comenzó a sacar encíclicas sociales que evitaran el socialismo. El fascismo inventó el socialnacionalismo para cortar el derrape de las masas hacia la izquierda. La derecha inventó la democracia cristiana, el ceder algo para que no les quitaran todo. Los tibios se agarraron a la socialdemocracia para impulsar el estado de bienestar. Creció el cooperativismo como fórmula intermedia; el sindicalismo, los frentes populares… Visitar la URSS y hacerse comunista era todo uno. Solo entendiendo esa fascinación se comprende que muchos de los fusilados en 1936 gritaran ¡Viva Rusia! y que vivan entre nosotros octogenarios de nombre Lenin.
La estrella roja alcanzó su cénit cuando se desangró derrotando al nazismo. Incapaces de vencerla, los países capitalistas comenzaron la guerra fría, con un ojo puesto en los avances de la URSS, y con el otro reconociendo las demandas de su ciudadanía, para que el incendio rojo no se propagara. Y temblaban cuando nuevos países se descolonizaban o pasaban a la órbita socialista, incentivados por la utopía soviética, la Universidad de cuadros Patricio Lumumba o los eficaces AK-47, el mágico fusil de asalto, icono de todas las revoluciones del siglo XX. Gracias a ese miedo del capitalismo fuimos la generación que mejor ha vivido.
Malherida por la burocracia, la corrupción y la rutina, era evidente que aquella madre del cordero mundial necesitaba cambios y libertades profundas, y por ellas apostamos, incluso editando algunos libros ingenuos, confundiendo reformas con derrumbes.
La caída de la URSS supuso el fin de la guerra fría y el comienzo de la caliente. Desenfrenado, el imperialismo impera. Hay más guerras, más refugiados, más diferencias sociales que nunca. Con la piñata de lo público en la URSS, comenzó el desmantelamiento de lo público en Europa. Sin competencia tecno-ideológica, hasta las cosas comenzaron a ser más obsolescentes: la fábrica rusa que hacía bombillas de larga duración fue la primera que cerraron.
Aquí ya están vaciando los fondos de la Seguridad Social mientras regalan 40.000 millones a la banca. ¿Por qué nos van a dejar a nosotros lo que se pueden llevar ellos? Así, la esperanza de jubilación se aleja, la sanidad empeora, el trabajo se precariza. La emigración que conocieron nuestros abuelos vuelve para nuestros hijos, sodomizados en unas condiciones de trabajo que nosotros ni conocimos ni hubiéramos aceptado. Los desplazamientos provocados de millones de refugiados rebajarán las condiciones de vida de todos. Privatizan hasta los asilos, para trincar los pocos ahorros que nos queden. Siempre nos quedará Cáritas. Y el cielo.
Sin modelos revolucionarios, sin países socialistas, sin armas estratégicas, la izquierda y los sindicatos son incapaces de frenar el proceso de acumulación de plusvalías, la sucesión de guerras, la opresión de los pueblos, la desertización del planeta. Además, el discurso falaz de la no-violencia, dirigido siempre a los de abajo, castra los debates. Jamás el pacifismo de los corderos hizo vegetariano al lobo.
¿Qué hacer? Se preguntan hoy muchos jóvenes, como en su día se preguntara Lenin. Y a fuer de sinceros, solo les podemos decir una cosa: haced la Revolución. Pacífica, violenta, cibernética o como sea, pero Revolución. O conquistando hegemonías, como descubre en los vascos el alemán Raul Zelik en su reciente libro La izquierda abertzale acertó. Pero siempre Revolución. Porque si no surgen revolcones y nuevas victorias que ilusionen a la gente, que la anime a la toma del poder, que asusten a los poderosos y les obligue a repartir la gallina…, que nadie dude que mañana nuestros descendientes volverán a ser siervos y, pasado mañana, esclavos.
Ya sé que no era necesario ir a Moscú para llegar a esta evidencia, pero qué quieren que les diga, desde la Plaza Roja se veía todo más claro.

Jose Mari Esparza

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