domingo, 10 de enero de 2021

DESPUÉS DEL CHOQUE

 El asalto de los manifestantes trumpistas al Capitolio de Washington forma parte de esas escenas que difícilmente se olvidarán en la historia. La indignación ha sido absoluta y, aunque ha dejado desahuciado a Donald Trump en su huida hacia adelante, no termina lógicamente con el movimiento del trumpismo sociológico, apoyado por 70 millones de votantes a los que el presidente aún en ejercicio ha inoculado un discurso reiterado de odio, desprecio del adversario y deslegitimación de los resultados electorales. Las consecuencias de esta profunda herida social aún no se han visto del todo aunque sí se intuyen algunas señales de la catástrofe.

Lo peor que podríamos hacer es minimizar la gravedad de lo ocurrido. La escisión es honda y la burda y dramática estridencia de este episodio constituye un antídoto para atajar el problema, si es posible aún hacerlo teniendo en cuenta que han fallado estrepitosamente los mecanismos de prevención previa. La extrema derecha norteamericana ha llegado a tensar tanto la cuerda que la ha terminado por romper y los lamentables sucesos del Capitolio marcarán un antes y un después que puede tener su recorrido también en otros lugares. En concreto, en la política española, en donde la simplificación de los problemas, las filias y fobias y los prejuicios previos deforman muchas veces los debates y los conflictos hasta hacerlos irreconocibles.

Así, la caída en desgracia de Trump y lo que significa puede implicar una reorientación del centro-derecha español. Supondrá un mayor aislamiento de Vox y un fortalecimiento del Partido Popular como espacio conservador moderado y convencional, que, eso sí, tendrá que disputar al ultrapopulismo de Santiago Abascal la bandera del nacionalismo español en una coyuntura en la que resaca de la crisis económica por la Covid deja elocuentes secuelas a pesar de las barreras de protección social establecidas. En todo caso, el debate se va a hacer más laico, menos identitario, y la campaña electoral catalana será un termómetro revelador de ese cambio de táctica que debilita a los sectores más patrioteros y radicalizados, que siempre terminan por retroalimentarse. Ambos bloques explotan el sentimiento nacional y capitalizan el choque. La apuesta por Salvador Illa como candidato a la Generalitat pretende situar el centro de gravedad de la discusión alejado de la hoguera de la identidad, que tan buenos resultados ofrece a todos los nacionalismos de distinto signo. Algunas de las primeras encuestas apuntan a que esa apuesta puede ser eficaz. La pretensión, en sí misma, va a cambiar el terreno de juego del debate, lo que ya de entrada supone un primer síntoma de reorientación de la política catalana.

¿Vuelve el centro político a la escena? Aún es pronto para pronosticarlo. Es verdad que la llegada de Biden a la Casa Blanca puede inyectar oxígeno a las corrientes centristas que habían perdido fuelle en los últimos tiempos en beneficio de una dinámica de confrontación que cultivaba los desencuentros y penalizaba los consensos. En ese marco mental de resentimiento, los viejos partidos democristianos y socialdemócratas navegaban perdidos en la niebla de la confusión, con nuevas generaciones a las que se les ofrece productos-exprés de la política líquida. La simplificación de los problemas y de las soluciones encaja en esta espiral que deja herida a las democracias liberales. Pero el problema es más estructural porque afecta a una parte cada vez más importante de la sociedad que prefiere ‘sentir’ a ‘pensar’ y que actúa sobre todo en base al principio acción-reacción. Es decir, cuando va a las elecciones, vota emocional y visceralmente una ‘idea’, no tanto un balance de gestión.

La política española lleva atrapada en los últimos tiempos en estas redes de infantilización de las posiciones. La tendencia hacia los extremismos más pueriles se produce en un entorno internacional de crisis y de inseguridad pero tiene algunos ingredientes propios. Incluso cuando se desfigura lo que fue la Transición, con sus luces y sombras, y se intenta aplicar la mirada de hoy a un proceso histórico, condicionado por su contexto social y político, y del que, querámoslo o no, todos somos herederos.

Alberto Surio, en El Diario Vasco

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