El Gobierno ha conseguido un balón de oxígeno in extremis que le permite ganar cierto tiempo y esquivar un par de golpes ante la agitación en las calles de estas últimas semanas. El acuerdo en Bruselas que permite a España no vincular los precios del gas con los de la electricidad ha permitido, al menos por un instante, que Pedro Sánchez vuelva a parecer un tipo hábil capaz de conseguir un buen trato para el país que gobierna. Justo cuando la derecha sacude de nuevo las pancartas y se mimetiza con reivindicaciones en muchos casos legítimas de determinados sectores, ahogados por los altos precios de las energías y el desabastecimiento.
La derecha emprendió la estrategia de la agitación callejera constante hace ya muchos años, principalmente cuando Aznar perdió las elecciones tras tratar de colarnos el bulo del 11M y las armas de destrucción masiva en Irak. Fue entonces cuando la revuelta neocón empezó a hacer tambalear los cimientos de la casa común de las derechas que había sido hasta entonces el PP. Y lo que cristalizaría años más tarde en el nacimiento de una extrema derecha capaz de competir de verdad con el principal partido conservador, en el seno del cual se había gestado.
Si entonces las derechas movilizaron al sector más involucionista, teloneadas por la Conferencia Episcopal en su festival contra la ley del matrimonio igualitario, la reforma de la ley del aborto o la ley de memoria histórica, hace tiempo que se salen del repertorio y se atreven con otros temas. Esto es una señal que indica que se sienten cómodos y confiados para interpretar nuevos papeles e incluso improvisar, adaptándose a la coyuntura con extrema facilidad y con la complicidad del autotune de los medios, que, si desafinan, allí están ellos para poner esa nota en su sitio si hace falta. Ahora se esconden tras supuestas reivindicaciones sociales, se disfrazan de sindicato y te dicen que madrugan. Y a más de uno se la cuelan. Aún así, estos días hemos vuelto a ver las movilizaciones de la pandilla neocón una vez más enarbolando sus viejas banderas: una nueva marcha ‘por la vida y la familia’, otra contra ETA, que desapareció hace 10 años, y, en sus madrigueras habituales, a los neonazis de siempre juntando a sus homólogos griegos, alemanes, serbios e italianos en Madrid.
El problema no es ya que la ultraderecha esté sobreexcitada tomando las calles y sobrerrepresentada en los medios, sino que gran parte de la izquierda no lo está. Algunos temen que reivindicar que el Gobierno haga políticas que protejan a los más vulnerables, los servicios públicos y los derechos humanos es contribuir al descontento que capitalizará la derecha. A pesar de que, cuando hay que retratarse, la derecha siempre vota en contra de los intereses de la mayoría de los que secundan esas protestas y se reivindican como obreros.
Otros, sin embargo, no han dejado en ningún momento de protestar y pedir no solo ese giro progresista que algunos le suponían al gobierno, sino que, al menos, cumpla sus promesas. Desde la paralización de los desahucios, el refuerzo de la sanidad pública, la derogación de la Ley Mordaza o una reforma laboral valiente, hasta sus compromisos con el Sáhara.
Sin embargo, ni estas ni otras movilizaciones, como las de los obreros en Cádiz, las limpiadoras del Guggenheim o estos días los trabajadores de Nordex, tienen tanta benevolencia ni siquiera visibilidad en la mayoría de medios. Es obvio que estos colectivos no son capaces de paralizar o sacudir al país como sí lo han sido los transportistas estos días, pero no por ello sus causas deberían ser más invisibles o menos atendidas.
La derecha sabe que cualquier carencia y fallo de este gobierno le va a acabar beneficiando. Y el Gobierno cree que tan solo agitando el fantasma de la ultraderecha conseguirá poner de nuevo firmes al resto y lo mantendrá en el poder. Y que posiblemente el único que salga desgastado de esta falta de valentía sea su socio a la izquierda. Por lo tanto, que la ultraderecha de desgañite en las calles, ni tan mal. Toda protesta podrá ser presentada como una quinta columna reaccionaria.
La falta de valentía del Gobierno para dar respuesta a la precariedad y a los abusos de las grandes compañías no puede ser capitalizada por la derecha. Si la izquierda no está a la altura por miedo al desgaste de lo que cree única opción progresista, está renunciando a sus principios. Que pijos armados con palos de golf, cazadores que ahorcan a sus perros cuando no les sirven, y empresarios del transporte que liquidan sus empresas y no pagan a sus trabajadores sean hoy quienes agitan las calles no es solo consecuencia de la pasta que invierten los ultras en fletar autobuses o del foco de las principales cadenas. Es culpa también de quienes deberían hacer de contrapeso social, también en las calles, para no regalar las banderas de la indignación a quienes se pasean a caballo por la capital como el señorito que pasa revista a sus lacayos en el cortijo.
Miquel Ramos, en Público
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