La Conferencia Episcopal Española (CEE) ha reconocido ante el Gobierno que, entre 1998 y 2015, registró a su nombre al menos un millar de inmuebles que no le correspondían. Sin título ni certificado alguno. Al margen de los templos de culto (unos 34.000), el elemento más controvertido del fenómeno conocido popularmente como “las inmatriculaciones” recae sobre unos 14.000 bienes en forma de terrenos de labranza, bosques, prados, comunales y fincas urbanas que ayuntamientos, concejos y comunidades de vecinos tienen derecho a reclamar y del que se desconoce su valor de mercado. Algunas de estas propiedades han sido ya vendidas.
En realidad, estamos ante un problema que va más allá de una causa jurídica sobre los derechos de propiedad que dirimirán los tribunales. Toca resolver qué prácticas han sido legítimas y cuáles ilegitimas. Resulta básico indagar sobre los orígenes de este proceso y, así, despejar la incógnita de por qué los obispos españoles han estado tan obsesionados con jugar al Monopoly.
La Economía institucional, la Economía de la Empresa y la Historia Económica pueden ayudarnos a proporcionar una mirada diferente al proceso. Recurramos a Adam Smith. Sus ideas sobre la libertad de mercado le llevaron a condenar las medidas que intentan favorecer a un sector de la sociedad a expensas de los demás. En particular, el pensador escocés crítica duramente a los capitalistas y su inclinación al monopolio, es decir, los grupos económicos (y sociales) que consiguen privilegios del Estado sobre la base de fingir que representan amplios intereses de la sociedad.
En mi opinión, este axioma liberal encaja como tiara en cabeza episcopal. La historia de la jerarquía católica española en la época contemporánea ha sido la de una institución monopólica que logró de casi todos los regímenes políticos privilegios especiales alegando una supuesta representatividad social mayoritaria. Y si aplicamos a esta institución el teorema del “principal y el agente”, tampoco sale bien parada. El comportamiento de la CEE registrando bienes que no le correspondían sintetiza los peligros del abuso por los ejecutivos (los obispos) de la responsabilidad que les confieren los accionistas (los fieles). Y en este caso puede haber habido información imperfecta y asimétrica dejando fuera a terceros (las instituciones locales y los vecinos). En términos de Responsabilidad Social Corporativa (la RSC), hay quien sostiene que las inmatriculaciones han tenido un elevado coste reputacional de la jerarquía católica.
“¡Qué barbaridad! Estás equiparando a la Iglesia con una empresa”, dirá un lector ecuánime. Me limito a seguir al gran economista William Baumol. Esta institución multisecular es una empresa que establece relaciones contractuales, gestiona un patrimonio, provee de servicios a su mercado, actúa dentro de un marco de normas, instituciones y leyes y cuyas actuaciones tienen consecuencias sociales y económicas, a veces productivas (las que benefician a la firma y a la sociedad), otras improductivas (las que benefician al empresario a costa de la sociedad) y finalmente destructivas (empeoran la situación de ambos).
Pero, ¿cuándo comenzó todo esto de las inmatriculaciones? La respuesta está en cómo se resolvieron las relaciones entre el Estado liberal y la Iglesia desde mediados del siglo XIX. Bajo los efectos de las leyes desamortizadoras, la Ley hipotecaria de 1861 (y sus reformas de 1863, 1909, 1915, 1946 y 1998) favoreció la inscripción de bienes de la Iglesia. Con el Concordato de 1851 se blindaba que la católica debía ser la religión oficial de España, se le eximía del pago de determinados impuestos y se le otorgaba la fiscalización de la educación pública y privada.
La II República buscó reformar ese estatus de privilegio, pero el golpe de Estado y la Guerra Civil lo impidieron. La dictadura militar y clerical de Franco legisló a favor de la Iglesia, restituyendo bienes, financiación y exenciones fiscales, además del control de la enseñanza primaria y secundaria. Bastaba un simple certificado de un funcionario eclesiástico para registrar una propiedad de la que se careciera de título demostrativo.
Ese estatus del Concordato de 1953 no fue alterado con la restauración de la democracia. La jerarquía eclesiástica logró que la Constitución de 1978 y el Concordato de 1979 definiesen un modelo favorable a sus intereses, aunque rompiese el monopolio religioso. Y el RD 1867/1998 del gobierno Aznar lo culminó. Este mecanismo de primera inscripción por certificado de parte, en distintas versiones, ha estado en vigor durante siglo y medio y seguimos sin saber su alcance real.
La única comunidad autónoma en la que se ha identificado este fenómeno en el largo plazo es Navarra, con datos desde 1900 hasta la actualidad, gracias al activismo de la asociación Defensa del Patrimonio Navarro-Nafarroako Ondarearen Defentsarako Plataforma, el mandato del Parlamento foral y la gestión del actual Gobierno de Navarra. Han aflorado anotaciones desconocidas hasta ahora. La sorpresa es que si agrupamos la información en el ciclo largo el resultado revela que el cénit de las inmatriculaciones se alcanzó en la última etapa. Fue escaso en el primer tercio del siglo XX (un 5,2 por 100 del total), se duplicó a lo largo del franquismo (un 12%), y eclosionó con el advenimiento de la democracia (nada menos que el 83%). Sin esperar a la reforma de 1998, se desató la fiebre de las apropiaciones en el arzobispado de Pamplona, en un 96% con simple certificado eclesial (es decir, sin título de propiedad que aclare si se trata de herencias o legados, de derechos de patronato, o de bienes gestionados y mantenidos secularmente por las comunidades locales y que permanecían mal identificados hasta que llegó el obispo a inscribir bienes a mansalva).
Si algo parecido ha sucedido en el conjunto de las administraciones eclesiásticas, estamos ante la ironía de que fue en el marco institucional democrático de un Estado aconfesional cuando se perpetró el asalto a esa masa de bienes. Una auditoría a la empresa concluiría que la Iglesia católica española de finales del siglo XX debería haberse comportado de otro modo.
Joseba de la Torre (laicismo.org)
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