domingo, 14 de junio de 2020

EL MEJOR EMBAJADOR DE ESPAÑA

No sé qué es peor. Si que un rey, jefe de Estado, se dedique a cobrar comisiones o que siempre haya tenido a su disposición una ilimitada cobertura en una opinión pública que miraba hacia otro lado. Ya se verá qué es lo que da de sí el procedimiento jurisdiccional que ahora ocupa a la fiscalía del Tribunal Supremo y a la fiscalía suiza, pero parece fuera de toda duda que el abdicado Juan Carlos ha estado cobrando coimas allá donde ha podido alargar la mano. La decisión de Felipe VI de eliminarlo de la nómina de Casa Real es constatación bastante para que podamos asumir que, en efecto, hemos tenido en la cumbre institucional española a un desvergonzado. Pero sin olvidar que para serlo se ha valido de la infinita anuencia de tantos como ahora dicen que eran cosas que tal vez se podían sospechar, pero que no estaban demostradas. Tampoco se investigaban, en la hipócrita coartada de no debilitar a la institución. Apenas unos pocos periodistas han escrito en las décadas pasadas sobre la desmedida ambición del emérito por el dinero y su habilidad para conseguirlo valiéndose del salvoconducto regio y de esa imagen de campechanía que tan hábilmente ha cultivado. En su ocaso vital, ahora que ya casi no puede valerse por sí mismo, es cuando se empiezan a conocer con más detalle las trapacerías de su última etapa, que no las únicas atribuibles en su prolija biografía, tal que un Pujol cualquiera. Como en el caso del catalán, lo penoso no es tanto el monto de sus cuentas en el extranjero cuanto el servilismo de quienes permitieron la corrupción. Aquí, en la Ciudadela de Pamplona y atendiendo una recepción oficial, hubo un día en el que Juan Carlos dijo que un espárrago era cojonudo, y esa expresión, propia de un gañán, quedó cincelada como ejemplo de admirable espontaneidad. Tanto, que del basto epíteto se ha hecho marca. Ese juego tan intencionado consistente en mantener en la bruma la institución pero al mismo tiempo pasar por un personaje peculiar en su espontaneidad –lindante con la idiocia, hay que decirlo– ha sido el salvoconducto necesario para que se alabara su papel de rey y se ocultara, por sistema, cualquier desviación carnal o pecuniaria. Convendría ahora recordar esos lugares comunes que el séquito mediático y político empleaba para hacernos ver la suerte que teníamos con el Borbón. Se decía que era un rey sin corte, cuando era notorio que existía una corte de negociantes que siempre encontró acogida en Palacio y franquicia para usar el nombre del soberano a cambio de regalos. Se decía que era un rey republicano –estupidez que sólo pudo generar Zapatero, obvio–, sustentado en su gran respeto a las normas democráticas, cuando todo ha consistido en un juego de supervivencia, contemporizar la manera de adaptar a un modelo constitucional la anacronía de la monarquía. Se decía que era un rey que representaba la frugalidad en la jefatura del Estado, que mucho más caras son las repúblicas, cuando ya se está viendo que no tuvo escrúpulos en cobrarlo por otra parte. Pero lo que más gracia me hizo siempre fue cuando se le atribuía el papel de ser el mejor embajador de España, nuestro más cualificado representante para conseguir unas olimpiadas o el contrato del AVE a La Meca. Serviles, tantos cuantos han hablado de Juan Carlos como ese gran activo internacional, lo mismo políticos que periodistas, encuentran hoy la razón de su interesado papel en algunos asuntos. Había maletines de por medio, y eso es todo. Pero aun salvado la ignorancia, culposa o no, de sus palmeros, lo que nadie parece haber contrapuesto es la idea de por qué somos un país necesitado de comisionistas para vender lo que sea. Nos podríamos preguntar quién es el mejor embajador de California para que ese territorio norteamericano exporte todo cuanto nos rodea, transformando el mundo con la tecnología. No hay tal embajador californiano, lo que hay es innovación, vivacidad y capacidad para hacer cosas nuevas. Aquí, vendiendo cemento y vías de tren, hemos tenido que echar mano del perillán. Cortesanos y serviles de espíritu han flanqueado su lucro personal por décadas.

Termine como termine lo del Supremo, lo que nadie puede dudar ya es que la jefatura del Estado la ha ejercido un disoluto ante el silencio culposo de muchos. El gran problema no es tanto el monto de las comisiones, sino cómo la corrupción emanante ha permeado hacia abajo como un miasma. Si la cumbre de la pirámide estaba podrida, de ahí hacia abajo se gangrena todo lo demás. Ese es el coste de las trapacerías del campechano. Esa es la razón por la que la regeneración profunda del Estado no se puede hacer sin un cabal tránsito hacia su desmonarquización.

Santiago Cervera, en Diario de Noticias

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