Es imposible entender lo que está pasando en Estados Unidos si no somos capaces de aquilatar cómo se ha formado la mentalidad mayoritaria de los habitantes de aquella nación, la más rica y poderosa de la tierra, también una de las más desiguales y, probablemente, la que más dolor y muerte ha repartido por el planeta en los últimos setenta y cinco años.
Aunque parezca mentira, fue un mediocre filósofo inglés de la época victoriana, Herbert Spencer, quien probablemente más contribuyó a conformar la personalidad de un país edificado sobre el exterminio de la población autóctona y la llegada de millones de migrantes provenientes de todas las partes del mundo. Herbert Spencer fue un ingeniero apasionado por las teorías de Malthus, según las cuales, dado que la población crecía más que los alimentos, era necesario mantener unos niveles altos del mortandad en las clases más pobres para que el resto pudiese vivir mejor. Atraído por las previsiones apocalípitcas de Malthus, que tanto sirvieron al desarrollo del capitalismo inicial, Spencer comenzó a indagar sobre la evolución de las especies cuando se encontró con el famoso libro de Darwin que demostraba lo que él andaba buscando. La adaptación al medio y la selección natural eran las bases sobre las que se asentaban las teorías evolutivas de Darwin, a las que Spencer añadió la “supervivencia del más apto”: “Esta supervivencia del más apto, que aquí busco expresar en términos mecánicos, es la que el Sr. Darwin ha llamado selección natural, o la preservación de las razas favorecidas en la supervivencia”. El éxito de Spencer en la Inglaterra victoriana y en los Estados Unidos posteriores a la guerra civil, fue de tal envergadura que nunca antes ningún libro había llegado a capas tan distintas de la población. Principios de biología, editado por primera vez en Londres en 1864, se imprimió decenas de veces por la casa autorizada, pero al mismo tiempo surgieron cientos de ediciones piratas y folletos que explicaban lo más sensible de sus teorías.
Estados Unidos se expandía hacia el Oeste, robando tierras a los nativos y a México, mientras en el Este comenzaba a desarrollarse una industria pesada siguiendo, en cierto modo, patrones anglosajones europeos. El primer Rockefeller, John D., diría: “El crecimiento de un gran negocio es simplemente la supervivencia del más apto”. La expansión yanqui hacia el Pacífico causaría millones de muertos, fue al fin y al cabo el triunfo de los más aptos. Luego, en décadas venideras, las mismas teorías se aplicarían a España en Cuba, Puerto Rico y Filipinas, en México, país al que arrebataron más de tres millones de kilómetros, en el resto de América, en Europa, en Corea, Vietnan, Camboya, África y los países árabes del petróleo.
El darwinismo social, que estuvo también en el origen del nazismo, negaba la cooperación como forma de desarrollo de los individuos y las sociedades, otorgando toda virtud en ese sentido a la competencia entre personas, sentando las bases para las teorías que defendían, y defienden, la superioridad de unas razas sobre otros o las prácticas eugenésicas. No todos los animales subsisten en la selva, son los leones más fuertes quienes dominan el territorio, luego, entre las gacelas, los búfalos o los ñus, sobreviven los que corren más, son capaces de pasar desapercibidos o han desarrollado más los sentidos del gusto y el olfato. Pues con el hombre sucede igual, domina el más cruel, el más astuto, el que menos enfermedades padece, el que carece de remordimientos y problemas de conciencia, el que no se preocupa lo más mínimo por sus vecinos. Es decir, triunfa el psicópata, aquel que carece de empatía, que es incapaz de valorar el sufrimiento, los problemas y el dolor de los demás, porque los demás sólo valen en tanto en cuanto se les pueda sacar algo.
Pues bien, Donald Trump es hijo de ese mundo, de esa América, de esa manera de concebir al hombre como un animal más pero carente, por ejemplo, de la capacidad de amar que tienen elefantes, delfines, perros, gatos, caballos o sardinas. Descendiente de emigrantes, se hizo a si mismo gracias a su padre que también se hizo a si mismo aprovechando que había otros que no tenían la más mínima voluntad de aprovecharse de sus semejantes. Es millonario, mucho, pero no inteligente, cuando se tiene ambición material desmedida la inteligencia en los seres humanos se puede sustituir por la crueldad, que es la capacidad de que disponemos para infringir daño a los demás, a uno a millones, en nuestro propio beneficio. Si a una sociedad cegada por el brillo, el oropel, la ostentación, se la educa durante décadas en los principios de la insolidaridad, de que el triunfo sólo se mide en términos de riqueza visible con la ayuda de Dios, del castigo severo para el díscolo, o sea el excluido, el que no ha llegado al éxito por distintos motivos y se rebela, si esa sociedad llega a admitir mayoritariamente que el saber ocupa mucho lugar y que sólo deben saber aquellos que investigan en cosas que pueden producir dinero, si acepta que la ignorancia y las armas son sus señas de identidad, que Chomsky es el débil y Warren Buffett el fuerte y admirable, que la política es una mierda sin parar de hacer política destructiva en las redes sociales y en los bares, entonces es cuando un personaje demencial como Donald Trump puede llegar a presidir el país más poderoso de la Tierra.
Donald Trump, como en España y el resto de Europa la ultraderecha, es el hombre elegido para liderar el mundo por quienes nada dijeron cuando los patriotas se llevaron las industrias al lejano Oriente para maximizar beneficios, por quienes dijeron que en Irak y otros países había armas de destrucción masiva, por quienes quisieron cargarse los derechos de los trabajadores sustituyéndolos por esclavos, por quienes niegan el cambio climático y lo achacan a invenciones comunistas, por quienes ven al extranjero como un enemigo que viene a quitar trabajos que hace tiempo casi ningún nativo quiere realizar, por las llamadas clases medias que nunca se consideraron trabajadoras y ahora ven peligrar su modo de vida, por quienes echan la culpa de todo a los impuestos y no a los evasores fiscales o al antipatriotismo de los ricos y sus paraísos fecales. Como en su tiempo Hitler, Franco y Mussolini,
Donald Trump es el triunfo de una sociedad miedosa y resentida que cree en la superioridad de su raza y su bandera, de una sociedad que ha despreciado la cultura para encumbrar la ignorancia y a los ignorantes. Donald Trump, al fin y al cabo, es uno de los nuestros, un tipo que habla y grita como nosotros, incapaz para la reflexión y la concordia, capaz de cualquier atrocidad por imposible que la consideremos en nuestros días. Donald Trump, que debiera ser sinónimo de estúpidez humana, es el peor hombre que podía presidir Estados Unidos en este tiempo, un iletrado soberbio, un mentecato primario que está dando alas a la barbarie en todo el mundo, que está incendiando su propio país amenazando con enviar el ejército a disparar contra los que protestan contra un asesinato racista. Donald Trump simboliza y es un tiempo de ignorantes rabiosos criados durante décadas en el egoísmo y la brutalidad, en la incapacidad de aprender del sabio, de amar como el poeta. Es la amenaza más seria para la civilización democrática desde la desaparición del nazi-fascismo del siglo XX.
Aunque parezca mentira, fue un mediocre filósofo inglés de la época victoriana, Herbert Spencer, quien probablemente más contribuyó a conformar la personalidad de un país edificado sobre el exterminio de la población autóctona y la llegada de millones de migrantes provenientes de todas las partes del mundo. Herbert Spencer fue un ingeniero apasionado por las teorías de Malthus, según las cuales, dado que la población crecía más que los alimentos, era necesario mantener unos niveles altos del mortandad en las clases más pobres para que el resto pudiese vivir mejor. Atraído por las previsiones apocalípitcas de Malthus, que tanto sirvieron al desarrollo del capitalismo inicial, Spencer comenzó a indagar sobre la evolución de las especies cuando se encontró con el famoso libro de Darwin que demostraba lo que él andaba buscando. La adaptación al medio y la selección natural eran las bases sobre las que se asentaban las teorías evolutivas de Darwin, a las que Spencer añadió la “supervivencia del más apto”: “Esta supervivencia del más apto, que aquí busco expresar en términos mecánicos, es la que el Sr. Darwin ha llamado selección natural, o la preservación de las razas favorecidas en la supervivencia”. El éxito de Spencer en la Inglaterra victoriana y en los Estados Unidos posteriores a la guerra civil, fue de tal envergadura que nunca antes ningún libro había llegado a capas tan distintas de la población. Principios de biología, editado por primera vez en Londres en 1864, se imprimió decenas de veces por la casa autorizada, pero al mismo tiempo surgieron cientos de ediciones piratas y folletos que explicaban lo más sensible de sus teorías.
Estados Unidos se expandía hacia el Oeste, robando tierras a los nativos y a México, mientras en el Este comenzaba a desarrollarse una industria pesada siguiendo, en cierto modo, patrones anglosajones europeos. El primer Rockefeller, John D., diría: “El crecimiento de un gran negocio es simplemente la supervivencia del más apto”. La expansión yanqui hacia el Pacífico causaría millones de muertos, fue al fin y al cabo el triunfo de los más aptos. Luego, en décadas venideras, las mismas teorías se aplicarían a España en Cuba, Puerto Rico y Filipinas, en México, país al que arrebataron más de tres millones de kilómetros, en el resto de América, en Europa, en Corea, Vietnan, Camboya, África y los países árabes del petróleo.
El darwinismo social, que estuvo también en el origen del nazismo, negaba la cooperación como forma de desarrollo de los individuos y las sociedades, otorgando toda virtud en ese sentido a la competencia entre personas, sentando las bases para las teorías que defendían, y defienden, la superioridad de unas razas sobre otros o las prácticas eugenésicas. No todos los animales subsisten en la selva, son los leones más fuertes quienes dominan el territorio, luego, entre las gacelas, los búfalos o los ñus, sobreviven los que corren más, son capaces de pasar desapercibidos o han desarrollado más los sentidos del gusto y el olfato. Pues con el hombre sucede igual, domina el más cruel, el más astuto, el que menos enfermedades padece, el que carece de remordimientos y problemas de conciencia, el que no se preocupa lo más mínimo por sus vecinos. Es decir, triunfa el psicópata, aquel que carece de empatía, que es incapaz de valorar el sufrimiento, los problemas y el dolor de los demás, porque los demás sólo valen en tanto en cuanto se les pueda sacar algo.
Pues bien, Donald Trump es hijo de ese mundo, de esa América, de esa manera de concebir al hombre como un animal más pero carente, por ejemplo, de la capacidad de amar que tienen elefantes, delfines, perros, gatos, caballos o sardinas. Descendiente de emigrantes, se hizo a si mismo gracias a su padre que también se hizo a si mismo aprovechando que había otros que no tenían la más mínima voluntad de aprovecharse de sus semejantes. Es millonario, mucho, pero no inteligente, cuando se tiene ambición material desmedida la inteligencia en los seres humanos se puede sustituir por la crueldad, que es la capacidad de que disponemos para infringir daño a los demás, a uno a millones, en nuestro propio beneficio. Si a una sociedad cegada por el brillo, el oropel, la ostentación, se la educa durante décadas en los principios de la insolidaridad, de que el triunfo sólo se mide en términos de riqueza visible con la ayuda de Dios, del castigo severo para el díscolo, o sea el excluido, el que no ha llegado al éxito por distintos motivos y se rebela, si esa sociedad llega a admitir mayoritariamente que el saber ocupa mucho lugar y que sólo deben saber aquellos que investigan en cosas que pueden producir dinero, si acepta que la ignorancia y las armas son sus señas de identidad, que Chomsky es el débil y Warren Buffett el fuerte y admirable, que la política es una mierda sin parar de hacer política destructiva en las redes sociales y en los bares, entonces es cuando un personaje demencial como Donald Trump puede llegar a presidir el país más poderoso de la Tierra.
Donald Trump, como en España y el resto de Europa la ultraderecha, es el hombre elegido para liderar el mundo por quienes nada dijeron cuando los patriotas se llevaron las industrias al lejano Oriente para maximizar beneficios, por quienes dijeron que en Irak y otros países había armas de destrucción masiva, por quienes quisieron cargarse los derechos de los trabajadores sustituyéndolos por esclavos, por quienes niegan el cambio climático y lo achacan a invenciones comunistas, por quienes ven al extranjero como un enemigo que viene a quitar trabajos que hace tiempo casi ningún nativo quiere realizar, por las llamadas clases medias que nunca se consideraron trabajadoras y ahora ven peligrar su modo de vida, por quienes echan la culpa de todo a los impuestos y no a los evasores fiscales o al antipatriotismo de los ricos y sus paraísos fecales. Como en su tiempo Hitler, Franco y Mussolini,
Donald Trump es el triunfo de una sociedad miedosa y resentida que cree en la superioridad de su raza y su bandera, de una sociedad que ha despreciado la cultura para encumbrar la ignorancia y a los ignorantes. Donald Trump, al fin y al cabo, es uno de los nuestros, un tipo que habla y grita como nosotros, incapaz para la reflexión y la concordia, capaz de cualquier atrocidad por imposible que la consideremos en nuestros días. Donald Trump, que debiera ser sinónimo de estúpidez humana, es el peor hombre que podía presidir Estados Unidos en este tiempo, un iletrado soberbio, un mentecato primario que está dando alas a la barbarie en todo el mundo, que está incendiando su propio país amenazando con enviar el ejército a disparar contra los que protestan contra un asesinato racista. Donald Trump simboliza y es un tiempo de ignorantes rabiosos criados durante décadas en el egoísmo y la brutalidad, en la incapacidad de aprender del sabio, de amar como el poeta. Es la amenaza más seria para la civilización democrática desde la desaparición del nazi-fascismo del siglo XX.
Pedro Luis Angosto, doctor en Historia (en Nueva Tribuna)
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