En ocasiones, a las sociedades les cuesta mucho aceptar las nuevas realidades. A las del presente, entre otras cosas, les resulta muy difícil asimilar que, en el próximo futuro, les tocará pagar aún más impuestos. La dificultad para aceptarlo se explica también por el empeño de muchos políticos en prometer constantemente rebajas, especialmente cuando están en la oposición o presiden una Comunidad autónoma dopada por un gasto del Estado que no se les factura a sus presupuestos, como es el caso de Isabel Díaz Ayuso.
Bajar impuestos es el punto número uno de cualquier programa populista digno de tal nombre. Cargar contra la administración pública, por costosa e innecesaria, forma parte del manual de cualquier aspirante a captar la atención pública. !Qué bonito es bajar impuestos!
Ahora que, afortunadamente, lo peor de la pandemia parece haber quedado atrás, esa música empieza a repicar con más fuerza. En pleno fragor del combate contra el virus habría sido una provocación cuestionar el papel de los servicios básicos prestados por el Estado.
Es llamativa esa tendencia a plantearse imposibles. Basta con un somero repaso a la realidad del mundo y de la economía. Los grandes Estados, desde EE.UU. a China y la mayoría de la Unión Europea, acumulan enormes masas de deuda pública, resultado de una década larga de emisión de liquidez por los grandes bancos centrales.
Es cierto que una parte sustancial de esa deuda está en manos de los bancos centrales. En el caso español, más de un tercio la ha comprado el Banco Central Europeo. Y podría ser una hipótesis razonable afirmar que no tuviera que devolverse nunca. Regalo que, sin embargo, no se aplicaría a los intereses, ni, por supuesto al 70% restante. Y respecto a los primeros, estos aumentarán si el BCE puede normalizar algún día su política monetaria. En algún momento, llegará la factura. Esto es lo que explican durante sus bolos por todo el país, el vicepresidente del BCE, Luis de Guindos y el gobernador del Banco de España, Pablo Hernández de Cos.
Al mismo tiempo, la presión para mejorar la prestación de servicios básicos por el Estado no deja de crecer. Obviamente, en primer lugar, los sanitarios, que además son especialmente costosos, tanto en el ámbito de la atención como de la investigación. Pero, asimismo, desde otros ámbitos como los de la igualdad, la asistencia social o las infraestructuras, también se producirá un incremento notable del gasto público. Finalmente, el coste del cambio de modelo ambiental, que no será posible sin la financiación pública, directa o indirecta.
Es irracional creer que, en estas circunstancias, los Estados van a poder aventurarse a políticas de rebajas fiscales sin provocar su propia bancarrota o, aún peor, una crisis social de enormes dimensiones.
El mundo llegó a la pandemia muy desequilibradamente favorable para los ricos y en contra de los pobres. Y el sentido común apunta a que sin la intervención correctora de los Estados, dejar seguir esa tendencia, sería apostar por un infierno en la Tierra.
John Maynard Keynes vaticinó hace muchas décadas que gracias a las mejoras tecnológicas, en el futuro, la gente trabajaría mucho menos y pese a ello sería mucho más rica, pero de forma más igualitaria. El famoso economista no debió ni imaginar una milésima parte del avance técnico y productivo que se ha producido desde que el lanzara sus prospectivas.
La política habría de resolver la paradoja de que en una sociedad más rica, más eficiente, tecnológicamente más avanzada, la riqueza se concentra cada vez más, en lugar de redistribuirse. La desigualdad creciente.
Y mientras no se invente otra salida, este reparto solo puede venir incrementado los ingresos de los de abajo, reduciendo el número de horas destinadas a trabajar y aplicando impuestos más elevados a las grandes fortunas que ahora se benefician de la economía globalizada. Como ha venido sucediendo durante los dos últimos siglos, por cierto, ese ha sido el camino del progreso hacia la sociedad del bienestar. La perspicacia política reside en conseguir hacerlo sin someter a las sociedades a procesos que resulten traumáticos.
A los megarricos, estilo Elon Musk o Mark Zuckerberg, por buscar conocidos y lejanos ejemplos y no herir así alguna susceptibilidad más próxima, se les puede recordar, citando a Keynes, que “El amor al dinero como posesión - a diferencia del amor al mismo como un medio para gozar de los placeres de la vida- será reconocido como lo que realmente es, una morbidez algo repugnante.”
Los que alimentan insensatamente el discurso de que el buen gobernante solo lo es cuando baja los impuestos, están activando una bomba social que destruirá la convivencia social. Estimulando la avaricia de los ricos y el resentimiento de los abandonados por el progreso. Es el camino hacia la distopía trumpista permanente.
Manel Pérez, en La Vanguardia
No hay comentarios:
Publicar un comentario