Se hace siempre difícil escribir sobre una guerra en un país africano, aunque se trate de uno de los más grandes, influyentes y poblados del continente. La desatención informativa por África contribuye no poco a esto. La percepción de que allí el conflicto es algo inevitable, debido a las condiciones pavorosas de pobreza, ausencia de valores democráticos, bajos niveles de civilidad, ambiciones sin freno y otros tópicos al uso crean una pereza en el ciudadano occidental y obligan a un esfuerzo mayor del acostumbrado.
En noviembre las tensiones étnicas persistentes en Etiopía terminaron por desbordarse en un episodio bélico de resolución engañosamente rápida. Los rebeldes del Frente de Liberación del Pueblo del Tigré culminaron una campaña de escaramuzas y hostigamientos menores con el asalto al principal cuartel del ejército federal en la región.
La respuesta del gobierno central fue contundente. En una campaña de apenas tres semanas, con apoyo aéreo y sin contemplaciones, las fuerzas federales conquistaron Mekelle, la capital del Tigré, y sofocaron la revuelta. La paz se ha ahogado en sangre. Un millón de personas se han visto obligadas a abandonar sus hogares y decenas de miles se han refugiado en el vecino Sudán. Una agencia de la ONU ha advertido del intento de limpieza étnica y se han registrado denuncias de violaciones de derechos humanos en las zonas de hostilidades.
La guerra ha destrozado la buena imagen internacional del primer ministro etíope, Abiy Ahmed, que recibió el año pasado el Premio Nobel de la Paz, más por sus intenciones que por sus hechos, como viene siendo habitual en las decisiones del Comité noruego.
Abiy es un joven dirigente oromio, uno de los principales grupos étnicos del país, donde también se registran tensiones nacionalistas y separatistas. Al inicio de su mandato, el nuevo líder estatal proclamó su intención de conciliar unidad y diversidad. La cuadratura del círculo. Este empeño junto a la liberación de miles de presos políticos, unas maneras democráticas, la promesa de elecciones genuinamente libres, un programa de liberalización económica, la paz formal con Eritrea y un discurso conciliador le valieron el reconocimiento internacional .
Con casi cien millones de habitantes, Etiopía es el tercer país más populoso de África (después de Nigeria y Egipto) y el séptimo por volumen de producción. Sin embargo, en cuanto al PIB per cápita, desciende al puesto 35. Las guerras, expresas o larvadas, la sequía y ciertas prácticas agrícolas erróneas han provocado ciclos de hambruna y mortalidad pavorosos.
Abiy Ahmed ha incurrido o se ha visto atrapado, en lo mismo que casi todos sus antecesores: la enorme dificultad de contentar a todos los grupos étnicos del país, más de ochenta, sin hacer peligrar la cohesión del estado. Esta pluralidad es muy habitual en África, como también lo son las disputas de intereses casi nunca pacíficas.
Esta última guerra ha obedecido al tradicional choque entre dos visiones opuestas del país, como resume un profesor etíope de la Universidad canadiense de Waterloo: de un lado, la que proclama la necesidad de un estado central fuerte para garantizar la unidad y cohesión del país; y la opuesta, que defiende la devolución del poder a las partes constitutivas de la República, para conjurar la tentación imperial del absolutismo y respetar los legítimos derechos nacionales .
Durante el reinado de Menelik II (1889-1913), un amhara del norte, el Imperio se expandió al sur, incorporando a los oromos, somalíes y otras decenas de etnias bajo su autoridad. La Italia fascista humilló a Haile Selassie (1930-1936), con la conquista militar de Abisinia (parte norte del país), pero tras su reposición en el trono tuvo que afrontar una rebelión en el Tigré. A mediados de los setenta, militares de ideología comunista liderados por Mengistu Haile Marian derribaron al viejo emperador y prometieron atender a las reivindicaciones nacionales, según la doctrina leninista de acabar con la “cárcel de los pueblos”. Pero, al cabo, establecieron un régimen autoritario y centralista (el Derg), lo que provocó la creación de nuevos frentes de liberación entre las minorías insatisfechas.
En 1991, tras el derrumbamiento de la Unión Soviética, el también marxista Frente de Liberación del Pueblo Tigré asumió la dirección del país con un programa de descentralización e integración de todas las minorías nacionales. Sin embargo, en 1993, una de esas naciones, Eritrea, especialmente activa en la defensa de sus peculiaridades, declaró su independencia, tras una guerra iniciada durante la última fase del régimen militar.
Las autoridades oriundas del Tigré, a pesar de que la población de esta etnia solo representa un 6% del total nacional, terminaron imponiendo sus intereses y criterios, ayudados por un notable desarrollo económico, que libró a decenas de millones de etíopes de la pobreza extrema. Meles Zenawi, el líder político de esa Etiopía que parecía caminar por la senda del éxito recibió elogios de Estados Unidos y sus aliados occidentales, aunque sus credenciales democráticas dejaran mucho que desear.
Tras la muerte de Zenawi, en 2013, se reavivaron las tensiones étnicas, que en realidad nunca desaparecieron. Cuando el joven líder oromo Abiy Ahmed asumió la dirección central del país el catálogo de desafíos era muy pesado y numeroso.
Los tigriños nunca aceptaron de buena gana el nuevo liderazgo y prepararon la rebelión contra un poder central del que acostumbraban a disfrutar. El Frente de Liberación de Oromia tampoco confiaba en el nuevo dirigente, pero a ser de su etnia. Se sucedieron las escaramuzas armadas en varias regiones, con los consiguientes desplazamientos de población. Pero fueron los tigriños quienes elevaron el desafío al poder central, con la acción que desencadenó la crisis bélica que parece lejos de resolverse. Aunque de momento los combates han cesado, las heridas están abiertas. Todo parece indicar que el Frente de Liberación del Tigré se prepara para librar una larga guerra de guerrillas desde las montañas.
Un investigador de la Fundación Carnegie sugiere tres líneas inmediatas de actuación por parte de la comunidad internacional para contribuir a detener el conflicto: poner fin a la persecución de los tigreños por parte del gobierno central, levantar el cerco a las regiones del Tigré mediante el restablecimiento de las comunicaciones y los accesos a las zonas de combate y presionar a Abiy para que se avenga a una desescalada.
Como suele ocurrir con los odios identitarios, las pasiones primarias sirven para camuflar intereses económicos o políticos. Lo que ahora se presenta como lucha de liberación nacional es, en gran medida, una pugna por recuperar privilegios pasados. De ahí que las invocaciones a Yugoslavia, pese a las diferencias políticas, históricas, geográficas y culturales, no sean del todo forzadas.
De reanudarse las hostilidades, no sólo se pondría en peligro la estabilidad en Etiopía, sino que algunos de los países fronterizos o cercanos, ya en situación muy precaria, como Sudán o Somalia, incluso Egipto, podrían verse perjudicados de manera muy sensible. En estos tiempos del COVID las repercusiones negativas propias de una guerra se amplifican y hacen de la vida de las poblaciones afectadas un auténtico infierno.
Juan Antonio Sacaluga, en Nueva Tribuna
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