La semejanza entre las estrategias desestabilizadoras articuladas por la derecha en Chile durante el gobierno socialista de Salvador Allende (1970-1973) y las actuales políticas tendientes a derrocar el gobierno democrático del presidente Nicolás Maduro hacen pensar en un manual para romper el orden constitucional afincado en la desestabilización. Si Richard Nixon, el presidente republicano estadunidense de la época, planteó hacer estallar la economía chilena en sus cimientos, Kissinger, su secretario de Estado, fue más osado al afirmar que Estados Unidos no abandonaría a sus aliados en Chile por la irresponsabilidad de un pueblo que votó mal eligiendo un presidente de izquierdas. Hoy, Barack Obama continúa dicha tradición con su secretario de Estado, John Kerry, quien presenta el gobierno legítimo de la República Bolivariana de Venezuela como un peligro para la democracia en la región, identificándolo como un portaviones del crimen organizado, el narcotráfico y los enemigos de occidente. Sus palabras no dejan sombra a la duda: Venezuela continúa avanzando por la dirección equivocada y tomando las decisiones incorrectas. Estamos trabajando con los dirigentes de la oposición para la defensa de la democracia en Venezuela. Estamos trabajando en este momento con el Consejo de Seguridad Nacional y el Departamento del Tesoro para implementar las previsiones de la ley de sanciones y nos estamos moviendo lo más rápido posible. He elevado el problema sobre Venezuela a los líderes de la región.
Entre Nixon y Obama, Kissinger y Kerry, han transcurrido 40 años, pero Estados Unidos no renuncia a intervenir en los países latinoamericanos para mantener su Pax Americana. Nunca ha dejado de financiar a la burguesía local y sus organizaciones políticas, partidos, sindicatos, movimientos sociales y grupos paramilitares en su objetivo de torcer la voluntad democrática de los pueblos que se dan gobiernos antimperialistas contrarios a sus intereses.
Sin embargo, no es fácil crear un estado de caos interno y una correlación de fuerzas internacional que avale una acción golpista. Para ello hace falta combinar factores como el descontento, potenciar la violencia social, generar miedo, paralizar la vida cotidiana y transformarla en un infierno. Los mecanismos habituales han sido el desabasto, el mercado negro, la inflación, la violencia callejera, el bloqueo de carreteras, el acaparamiento y una campaña desinformativa de comunicación social tendiente a justificar una intervención salvadora de la patria. Requieren tiempo y desgastar las bases sociales de los gobiernos populares. En países dependientes, donde las multinacionales controlan monopólicamente sectores claves como el farmacéutico, el alimentario, repuestos automotrices y bienes de consumo, es fácil provocar el desabasto. Basta con no importar medicinas, jabón, pasta de dientes, baterías para coches, bombillas, neumáticos, leche, papel, el más insignificante tornillo, aparatos electrónicos, etcétera. Además, se acompaña el bloqueo de exigencias poco frecuentes en las relaciones económicas internacionales, como es el pago al contado. Una forma de estrangulamiento que favorece el mercado negro de dólares.
Construir una realidad caracterizada por una represión a los partidos opositores, la detención de sus dirigentes, requiere una coyuntura internacional favorable a tal discurso. Se busca identificar a sus dirigentes como perseguidos, maltratados y vulnerados en sus libertades. Unos mártires de la democracia. Igualmente ocurrió en Chile. Sus hacedores coinciden, son los grupos empresariales, la burguesía local, la oligarquía terrateniente y el capital financiero, cuyos intereses están inmersos en la trasnacionalización productiva neoliberal. Si algo tienen en común las clases dominantes latinoamericanas es su imbricado sistema de alianzas y su total desprecio por las formas democráticas de ejercicio del poder.
Sin embargo, partidos políticos y gobiernos del llamado mundo libre sucumben a los cantos de sirenas de la oposición golpista en Venezuela. Resulta curioso que en España, donde se ha desarrollado una virulenta campaña contra el gobierno del presidente Maduro, se suman voces, desde el Partido Popular hasta Podemos, cuyo secretario general, Pablo Iglesias, rompe una lanza en favor del alcalde de Caracas, considerando su detención un acto desproporcionado. La cárcel, subraya, no es un sitio para un alcalde electo (sic).
Es menester recordar que en Chile, durante el último año del gobierno de la Unidad Popular, los cargos públicos de la derecha, alcaldes, diputados, senadores, actuaron en la trama civil del golpe y muchos salieron al extranjero acusando al gobierno de Salvador Allende de perseguirlos. El caso más renombrado recae en la figura del secretario general de Patria y Libertad, Pablo Rodríguez Grez, posteriormente ministro de la dictadura y abogado de Pinochet. Grez decidió autoexiliarse en Ecuador, en julio de 1973, al considerarse perseguido por el gobierno de la Unidad Popular. En su favor se desplegó una campaña internacional, coincidente con la orden de búsqueda y captura por su participación en el intento de golpe de Estado del 29 de junio de 1973. Fueron muchas las personas que se prestaron al juego y se sumaron a las políticas golpistas bajo el cartel de sufrir persecución ideológica. La historia los ubica como organizadores del golpe de Estado.
Hoy, el alcalde de Caracas, Antonio Ledezma, detenido por participar en otra trama frustrada de golpe de Estado, es presentado al mundo como un mártir de la democracia, pero pocos recuerdan su pasado. Primero en 1992, como gobernador de Acción Democrática en el distrito federal, reprimiendo los movimientos democráticos. En 2002, tras el triunfo de Hugo Chávez, sumándose al golpe cívico-militar. En 2004, gestionando el paro empresarial-petrolero. En 2005, negando legitimidad a las elecciones generales y cuestionando los resultados del referendo revocatorio. Ya en 2014 se suma a Leopoldo López y Corina Machado al pusch conocido como La salida. Hoy es necesario recordar las estrategias desestabilizadoras, sus aliados políticos internacionales y los medios de comunicación que avalan la mentira.
Marcos Roitman, en La Jornada
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