martes, 4 de septiembre de 2012

CONSTRUIR UNA CULTURA DE PAZ EN COLOMBIA


Belisario Betancourt firmó con Tirofijo en 1984 el primer alto el fuego y Andrés Pastrana en 1998 desmilitarizó el Caguán como zona despejada para dialogar con las FARC. Estos son los dos precedentes directos de la confirmación del actual presidente de Colombia, Juan Manuel Santos, sobre el inicio de un proceso de diálogo para poner fin al conflicto armado interno.
Es un lugar común recordar aquellos antecedentes como experiencias fracasadas (Diálogo con la guerrilla en Colombia, El País, 29/08/2012), y además la noticia llega en medio de una situación especialmente crítica debido, por un lado, a la exacerbación reciente de los ataques criminales de la guerrilla contra la población civil, las fuerzas militares y la Policía, y por el otro, al recrudecimiento de la violencia en el Cauca, donde las comunidades indígenas han decidido oponer resistencia pacífica mediante el rechazo a la presencia tanto del Ejército como de la guerrilla, pero que continúan siendo objeto permanente de graves atentados.
En este contexto es entendible el escepticismo de algunos sectores frente una consecución negociada de la paz. Por esa razón se plantea el siguiente interrogante: ¿qué se puede hacer para que este nuevo intento no termine en otra frustración?
El presidente ya ha adelantado algunos principios en esta dirección: no repetir los errores del pasado, que el proceso lleve al fin del conflicto y el mantenimiento de la presencia militar en todo el territorio. Sin embargo, se pueden plantear otras ideas con el ánimo de contribuir a la comprensión de la guerra colombiana.
En primer lugar, el hecho de que estas negociaciones desemboquen o no en un fracaso dependerá, lógicamente, del nivel de expectativas que nos construyamos al respecto.
Habrá que tener presente que un proceso de esta envergadura puede -y quizá deba- tomarnos varios años, y que la actitud favorable al diálogo tendría que mantenerse con independencia de los periodos e incluso de los cambios de gobierno. De esta forma no esperaremos que se solucione -a cualquier precio- en unos pocos meses un problema que dura más de medio siglo.
Además hay que hacer algunas distinciones. De una parte, un factor clave pero parcial del problema son las FARC y las negociaciones concretas con los grupos armados. Para llegar a acuerdos en este terreno se debe partir de unas condiciones mínimas. Primero que haya un cese del fuego y, posteriormente, el fin de la actividad armada y delictiva por parte de la guerrilla así como la liberación de todos los secuestrados. Lo que no significa considerar derrotadas a las FARC, pero una voluntad real de paz por parte de un grupo armado implica obviamente el abandono de la lucha armada y del delito. Al respecto también habrá que tener presente que esta concreta materia se verá muy entorpecida por el papel que desempeñe el narcotráfico, que, como se sabe, financia desde hace varios años las actividades de las FARC.
Asimismo, los arreglos a que se lleguen deberán atenerse a los estándares internacionales en materia de justicia penal y la comisión de crímenes de guerra y de lesa humanidad, lo que excluye, de partida, la amnistía y la impunidad. Aunque tendría cabida aplicar el delito político para quienes no hayan cometido crímenes de sangre.
Hasta aquí ya se puede ir apreciando la enorme dificultad para lograr avances. Ahora bien, de otra parte, está la necesidad de construir una cultura de paz, porque la guerra colombiana, como cualquier otra, es un producto cultural. Es decir, el uso abusivo de la fuerza y la práctica de la violencia en Colombia hacen parte de una tradición socialmente aprendida y ha estado estrechamente relacionada con las características perniciosas de la historia sociopolítica de este país: el bipartidismo excluyente, la eliminación violenta de las opciones disidentes, los estrechos espacios para la expresión política pacífica, la persistencia indebida del fuero militar, la concepción castrense del orden público, la desigualdad social extrema y nunca reparada, el egoísmo y cerrazón de las clases dirigentes, la irresponsabilidad en el seno de los poderes públicos y en la propia sociedad, la inmunidad de los gobernantes y de sus acciones ilícitas. La modificación de estos rasgos peculiares de la propia historia requieren de un lento proceso de endoculturación que implica la interiorización de nuevos modelos y pautas de comportamiento en los que se debe implicar toda la sociedad. No obstante, son los dirigentes políticos los que más responsabilidad tienen y quienes están llamados, en primer lugar, a promover un orden democrático y pacífico, que, por lo demás, exige políticas públicas muy concretas tales como el desarrollo tecnológico del campo y de las actividades agropecuarias asociado a una política de reducción de la escandalosa concentración de la propiedad de la tierra; así como la prevención de la incorporación de nuevos sectores de población al conflicto armado mediante el fomento de la educación pública y del empleo, por mencionar solo estos fundamentales asuntos.
En resumen, el presidente Santos ha rectificado en la dirección correcta. Firmó una Ley de Tierras y una Ley de Víctimas, supo reconciliarse con sus vecinos Hugo Chávez y Rafael Correa, ha invitado a todos los movimientos políticos a trabajar juntos por la paz; así intenta superar a su más inmediato predecesor y peor opositor, el expresidente, Uribe y a su fracaso en la búsqueda -sin importar los medios- de la victoria armada. Una política, la de Uribe, en la que Santos, antiguo ministro de Defensa, participó con desmedida dureza, como en la operación de bombardeo al campamento de las FARC en Ecuador (marzo de 2008) en la que fueron eliminados, al parecer mientras dormían, Raúl Reyes, su portavoz internacional, y veinte guerrilleros más, y que provocó un conflicto diplomático muy serio con Ecuador y Venezuela.
Con todo, el panorama de hoy es muy diferente y las medidas del pragmático presidente colombiano se inscriben en la realización de ese ambicioso pero no inalcanzable proyecto de construir una cultura de paz en Colombia.
Melba Luz Calle, profesora de Teoría del Derecho y miembro de Zabaltzen, asociación integrada en Geroa Bai

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