Hace un lustro, tras el referéndum del brexit y la victoria de Trump en Estados Unidos, el ascenso de una nueva generación de líderes con pulsiones autocráticas parecía inevitable. Sin embargo, los más conspicuos representantes de la ola populista y ultraconservadora han ido cayendo en desgracia, desalojados ya del poder a través de las urnas, como Trump o Netanyahu, o en franco declive, como Bolsonaro o Erdogan. Un solo dirigente de esta hornada ha logrado escapar al desgaste, y brilla aún con más vigor si cabe, el húngaro Viktor Orbán.
El pasado 3 de abril, el líder del partido Fidesz logró su quinta victoria en las urnas, la cuarta consecutiva, y podría pronto superar a la excanciller Angela Merkel como líder europeo más longevo del siglo XXI. Su triunfo fue impresionante bajo cualquier óptica, no solo porque repitió su “supermayoría” (más de dos tercios de los diputados) con 135 diputados de 199, sino porque consiguió aumentar su apoyo en ocho puntos, alcanzando más del 53% de los sufragios.
En teoría, esta debía ser su contienda más difícil, pues se enfrentaba a una coalición de los seis principales partidos de la oposición, y las encuestas preelectorales le daban una escasa ventaja de unos tres puntos. Al final, la diferencia con la plataforma Unidos por Hungría fue del 18%, tan abultada que la justificación del resultado por parte del líder de la oposición, Peter Marki-Zay, respecto a supuestas irregularidades sonó más bien a una excusa. Ahora bien, sí es cierto que tal como señalaron los observadores internacionales de la OSCE, las elecciones fueron “libres, pero no justas”, pues Fidesz disfrutó de enormes ventajas. Por ejemplo, su gasto electoral multiplicó por ocho al de la oposición.
El triunfo incontestable de Orbán ha dejado a la oposición en estado de shock, y a sus correligionarios populistas en busca de su fórmula secreta. “Orbán es un camaleón. Tiene una gran capacidad de ir adaptando sus posiciones a la evolución de los tiempos”, señala el historiador Ferenc Laczo. Orbán, de 58 años, pasó por una fase liberal tras la caída del Muro de Berlín, cuando era un joven activista. En 1998, logró su primera victoria electoral al frente de Fidesz, y migró entonces hacia posiciones cristiano-demócratas clásicas, cultivando estrechos vínculos con Helmut Kohl. En aquella ocasión no revalidó mandato, tocado su gabinete por un escándalo de corrupción.
En 2010, Orbán efectuó una nueva mutación ideológica hacia el populismo ultraconservador, que ya no abandonaría tras recuperar el poder con una victoria histórica. Fue su primera “supermayoría”, que le otorgaba la capacidad de cambiar a su antojo la Constitución. “Fue su reacción ante la brutal crisis económica del 2008. El orden liberal quedó muy desprestigiado en Hungría. Había también una gran decepción entre los húngaros respecto a los beneficios esperados de la integración en la UE. Él construyó un nuevo proyecto en base a esta nueva realidad”, sostiene Laczo.
Según este historiador, Orbán no es más hábil que el resto de autócratas de su hornada, simplemente, tuvo más suerte. Su gobierno coincidió con un periodo de crecimiento económico, y se benefició de un realineamiento político fruto de la profunda crisis de 2008. La izquierda post-comunista, que había gobernado 12 de los 20 años que pasaron desde la caída del Muro, se hundió y todavía no ha levantado cabeza. En 2010, entre Fidesz (derecha) y Jobbik (extrema derecha) obtuvieron el 70% de los votos, un porcentaje de voto conservador que se ha mantenido estable desde entonces.
Desde entonces, Orbán se fue escorando progresivamente más a la derecha, acentuando su perfil nacionalista en un país con agudos sentimientos patrióticos, todavía marcado por el trauma que representó el tratado de Trianon. Terminada la I Guerra Mundial, los vencedores impusieron un castigo quizás más duro que a Alemania, y Hungría perdió más del 80% de su territorio. Miles de húngaros se convirtieron en minorías en los vecinos Estados de Checoslovaquia, Ucrania, Rumanía y Serbia. Hoy, sus descendientes ascienden a más de dos millones de personas –en Hungría viven unos 10 millones de ciudadanos–, y representan el feudo más fiel de Orbán.
Después de 2011, Fidesz modificó la Constitución para otorgar a estas minorías la nacionalidad húngara y el derecho de participar en las elecciones. No solo eso, se ha dedicado a financiar generosamente todo tipo de proyectos en sus pueblos y ciudades. Y ellos han respondido con su gratitud en las urnas: en 2018, un 95% votó a Fidesz.
Amparado en sus supermayorías, estos doce años Orbán se ha dedicado a ir debilitando todas las instituciones independientes capaces de limitar el poder del Ejecutivo. “Lo hizo por fases. Primero, situó en su punto de mira la judicatura, reemplazando a los jueces del Constitucional por otros lealistas. Luego, estranguló a la prensa independiente para que sus oligarcas la pudieran comprar. Y por último, fue a por la sociedad civil”, comenta Andras Kadar, co-director del Comité Húngaro Helsinki, una ONG por la defensa de los derechos humanos y civiles.
Según Peter Kreko, director del think tank CEPA en Budapest, el control de los medios es especialmente importante para explicar la hegemonía de Orbán. Además de dominar los medios públicos –la TV nacional solo dedicó una entrevista de cinco minutos al candidato de la oposición Marki-Zay en toda la campaña–, un holding afín posee el 80% de los medios independientes, y la totalidad de la prensa regional. Esto ayuda a explicar por qué la oposición tan solo pudo ganar el 3 de abril en Budapest. Los votantes rurales, sobre todo en las zonas más empobrecidas que antes votaban a la izquierda, son el otro bastión de Fidesz. Y, en buena parte, ello es así gracias a una densa red clientelar tejida pacientemente, y cuya cúspide ocupan los oligarcas vinculados al partido.
Esta hegemonía mediática permite a Orbán dictar la agenda, y lo hace en base a una concepción de la política como una batalla a muerte, sin reglas morales, que ya practicaba en sus inicios en la política. “En Hungría, las campañas de desinformación no se difunden primordialmente a través de las redes sociales, sino de los medios de comunicación tradicionales. Y eso es muy peligroso”, asevera Kreko. Es así como consigue que la política húngara gire en torno a cuestiones como los derechos de los homosexuales, uno de sus enemigos preferidos junto a Bruselas, a migrantes y refugiados, o a “la internacional progresista”. Además de las elecciones, el 3 de abril se celebró un referéndum sobre una ley de la “protección de la infancia” ante cualquier intento de “lavarles el cerebro” para operarse y cambiar de género. El hecho de que nadie en Hungría promueva tal proyecto es lo de menos.
La manipulación informativa también explica cómo Orbán logró transformar la inesperada guerra de Ucrania en un activo en lugar de un lastre, como la oposición había previsto. Y, más que suerte, ello requirió un fino olfato y falta de escrúpulos. Veamos. Tanto por ideología como por interés –Rusia proporciona el 85% del gas a Hungría y es la encargada del desarrollo de su tecnología nuclear–, Orbán se ha convertido en el último lustro en el mejor amigo de Putin en la UE. Por eso, la invasión constituía un problema, y más en un país que ya sufrió la violencia rusa en 1956. Enseguida, el premier húngaro se alejó del Kremlin para instalarse en una calculada ambigüedad, que él define como “neutralidad”. A la vez que apoyaba las sanciones de Bruselas a Rusia y acogía a los refugiados ucranianos, se negaba a armar a Kiev, o incluso a dejar que los cargamentos de armas pasaran por territorio húngaro.
Pero su viraje no bastaba para ganar. Además, urdió una narrativa que aseguraba que la oposición atlantista pretendía enviar soldados a Ucrania y arrastrar al país a la guerra. De nada sirvió que Marki-Zay no se cansara de repetir que eso era una burda mentira. “Si queremos la paz, no se puede votar a la izquierda”, proclamó reiteradamente en campaña. Y en las zonas rurales muchos le creyeron. “Mientras la oposición hablaba de Europa y democracia, Orbán ofrecía seguridad. Usaba conceptos más tangibles: paz, seguridad, gas, comida. Y eso es lo que más importa a la mayoría de húngaros”, concluye Laczo.
El perfecto autócrata no solo vacía de contenido las instituciones democráticas, sino que huye de los excesos, evita una violencia flagrante, escoge bien a sus chivos expiatorios, sabe a qué grupos sociales untar con dinero público antes de unos comicios y qué opositores puede comprar o debe reprimir. Y sobre todo, sabe leer el estado de ánimo de la sociedad. ¿Podrá alguna vez la oposición democrática húngara desalojar del poder a Orbán en una Hungría “orbanizada”?
Ricard González, en CTXT
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