“En el Perú todo es posible, esto no es una novedad”. La respuesta a la pregunta de si el presidente Pedro Castillo podría terminar renunciando en medio de la actual ola de protestas no habría sido extraña en boca de un analista. Pero quien la pronunció es nada menos que el presidente del Consejo de Ministros, Aníbal Torres.
Aunque decir eso es un sincericidio poco político, el ministro tiene razón: en estos últimos años, todos los presidentes peruanos –muchos de ellos “vacados” (destituidos)– terminaron procesados, prófugos, presos o suicidados (como ocurrió con Alan García, el alguna vez emblemático líder del Apra).
Los coletazos del caso Odebrecht –la constructora brasileña que repartió sobornos a diestra y siniestra en Brasil y América Latina– hizo estragos en un país donde el sistema de partidos había implosionado en los primeros años 90. De esa implosión, tras años de violencia demencial de Sendero Luminoso y una creciente legitimación del terrorismo de Estado como estrategia antisubversiva, emergieron varios presidentes inesperados de diferentes signos ideológicos: el “chino” Alberto Fujimori fue el primero de la saga y dio un autogolpe; el “profe” Pedro Castillo es el último y podría no terminar su mandato.
Hoy, el presidente de origen campesino se ve doblemente acorralado: por las elites y la derecha, que amenazan con destituirlo desde el Congreso, y por la movilización social que comenzó contra el aumento del precio de los combustibles y los fertilizantes y se extendió a múltiples sectores con diferentes demandas, en un país que fue especialmente azotado por la pandemia. Las torpezas oficiales para responder a los reclamos sociales, que incluyeron un toque de queda extremadamente impopular y proyectaron una extendida imagen de desgobierno, ponen sobre la mesa, una vez más, la posibilidad de que Castillo deba renunciar antes de cumplir un año en el cargo o sea vacado por el Congreso.
Castillo proviene de la localidad de Chota, en la región norteña de Cajamarca y postuló por el partido Perú Libre luego de un intento de armar un “partido de maestros” frustrado por la pandemia. Surgido como el candidato menos esperado, del lugar más inesperado, quedó a la cabeza del batallón de candidatos en la primera vuelta de las presidenciales del 11 de abril de 2021 con solo un 18,9% de los votos. Y luego ganó la segunda por la mínima.
Como cuenta su esposa Lilia Paredes en un documental, Castillo se fue a inscribir como candidato a Lima y ya en campaña los vecinos le preguntaban a ella, casi con desconfianza, “por qué Pedro no aparecía en los medios” si era postulante presidencial. En efecto, Castillo comenzó sin ninguna posibilidad, pero con un lápiz gigante y un sombrero chotano que nunca abandonaba, se fue haciendo fuerte en las zonas andinas y sobre el final de la campaña empezó a aparecer en todos los radares de Lima –y en los medios que miraban sus vecinos de pueblo–. Ya era tarde para frenarlo. Como su escalada en las encuestas fue sobre el tramo final de la elección, no lograron “bajarlo” con la guerra sucia que lo asociaba al grupo armado Sendero Luminoso.
En la campaña, Castillo apeló a su identidad de profesor rural y de “rondero”, en referencia a las rondas campesinas creadas en Cajamarca en los años 70 para enfrentar el robo de ganado, que en los años 80 se replicarían en el resto del país para hacer frente a Sendero. Estas rondas se solapan a menudo con la propia autoridad estatal en zonas rurales alejadas, donde la presencia del Estado es débil.
Fogueado como dirigente sindical en la radicalizada huelga del magisterio de 2017, Castillo solo pudo llegar a ser presidente en una configuración electoral única. La misma que explica que la desprestigiada Keiko Fujimori –varias veces candidata– quedara otra vez a las puertas del poder.
En el balotaje, la mitad del país votó contra el comunismo y la otra contra el fujimorismo. Y en esa disputa, los segundos ganaron por poco más de 40.000 votos y llevaron al “profe” a la presidencia. Pero a diferencia de Evo Morales en Bolivia, quien cuando llegó al Palacio en 2006 ya había hecho dos campañas presidenciales (la primera en 2002), había ejercido desde 1997 como diputado y jefe de la bancada del Movimiento al Socialismo (MAS), y había recorrido el mundo como referente “alterglobalización”, Castillo pasó de la noche a la mañana del Perú profundo a una Lima ajena y hostil. Y su olfato político estuvo lejos del que tuvo el líder boliviano.
Su gestión fue desde el inicio errática. El actual presidente nunca fue militante del partido que lo llevó al poder como “invitado” en sus listas (sin imaginar que podía ganar). Si miramos su página en Wikipedia, Perú Libre aparece como un partido “marxista leninista mariateguista”, pero en la práctica se trata de una fuerza con base en el departamento de Junín, donde su polémico líder Vladimir Cerrón fue gobernador, con una mezcla de posicionamientos bolivarianos y no poco pragmatismo, además de varias denuncias de corrupción sobre sus funcionarios.
Cerrón contrapone esta “izquierda provinciana” a la “izquierda caviar” urbana de Verónika Mendoza. Como escribió Hernán Maldonado, “más allá del exhibicionismo radical, de cierta arrogancia doctrinaria, e incontinencia y decisionismo tuitero, las disputas de Perú Libre y sus líderes se han dirigido principalmente a defender o alcanzar espacios de poder, un típico juego de la silla, pero con música de protesta y frases de manual de marxismo soviético de los 70”. Esta sobreactuación fue más eficaz para alimentar las ansiedades y fantasmas conservadores que para proveer un programa efectivo al gobierno.
Sin mayoría legislativa, Castillo se vio abrumado por un Congreso que, según la Constitución, debe dar su voto de confianza a los gabinetes presidenciales y puede echar fácilmente al presidente si junta suficientes votos. De hecho, el fujimorismo intentó primero desconocer la elección mediante denuncias de fraude hasta el último momento y tras fracasar en ese intento, comenzó a promover una “coalición vacadora” desde el minuto cero, junto a diversos grupos de poder.
Pero también debilitó a Castillo su permanente indecisión entre tres grupos de apoyo: Perú Libre, la izquierda urbana y su propio entorno (sectores provenientes de Cajamarca). Así, armó diferentes gabinetes motivados más por equilibrios esquivos, el objetivo de calmar a los mercados y la intención de evitar su destitución parlamentaria que por un proyecto programático más o menos definido.
De este modo, como ya se podía anticipar, más que la instauración de un comunismo casi camboyano, como temía o fingía temer la derecha, el objetivo de Castillo terminaría siendo, más bien, poder permanecer los cinco años de su mandato en la Casa de Pizarro. Los cambios de presidente del Consejo de Ministros –desde Guido Bellido a Mirtha Vásquez, con perfiles contrapuestos y niveles de apoyo social muy diferentes– le impidió al gobierno construir una personalidad política para transitar una gestión que ya se anticipaba compleja, en medio de los estragos de la pandemia de la covid. Incluso hubo un presidente del Consejo de Ministros que duró cuatro días en febrero pasado: Héctor Valer, un ex adherente al partido de extrema derecha Renovación Popular.
Castillo pasó, así, de gabinetes más subordinados a Perú Libre a otros más “equilibrados”, para terminar en armados ministeriales de mera supervivencia. Las declaraciones de varios exministros sobre la dificultad que habían tenido para acceder a audiencias con el presidente dejan ver el estilo poco convencional de la gestión castillista. Sin agenda política, su popularidad fue cayendo en picado. Su único consuelo es que el resto de los políticos no están mejor en adhesión popular. De hecho, las encuestas reflejan que el Congreso genera aún más desaprobación que el presidente.
En febrero pasado, al parecer por consejo de asesores de imagen, Castillo se deshizo del sombrero chotano que lo acompañó como su sombra desde la campaña electoral. Un detalle revelador de sus dificultades para encontrarse consigo mismo en el rol de presidente de la República.
Las actuales protestas surgieron en Huancayo, capital del departamento de Junín, cuna de Perú Libre. Allí los transportistas iniciaron una huelga con bloqueos de caminos que coincidió con las movilizaciones del Frente de Defensa de los Productores Agropecuarios de la Región Junín. Entre las demandas están, entre otras, la bajada de precio de los combustibles y de los fertilizantes e insumos agrícolas. Y a las protestas iniciales se irían sumando otras a lo largo y ancho del país. Algunas con saqueos y violencia. Se incorporarían también sectores urbanos con consignas racistas.
De esta manera, siguiendo una dinámica habitual en los Andes, diferentes sectores aprovecharon el momento para sumar sus propias demandas. Una “lógica de la equivalencia” que puede terminar por transformar un conflicto corporativo local en un estallido social nacional si no se interviene a tiempo con habilidad negociadora.
Lejos de eso, el Gobierno reaccionó tarde y mal. Las declaraciones de Castillo, hablando de bloqueadores “malintencionados y pagados por algunos dirigentes y cabecillas”, fueron el combustible para una “indignación moral” difícil de desactivar. La llegada de informes de inteligencia sobre inminentes saqueos en Lima llevó al Gobierno a decretar el toque de queda y la “inamovilidad social”, lo que generó un amplio rechazo de quienes quedaron varados para ir o regresar de sus trabajos, además de quienes se vieron afectados por la abrupta suspensión de las clases.
Así, mientras la derecha denunciaba el desgobierno y trataba de volver a poner en agenda la salida anticipada de Castillo, la izquierda denunciaba las medidas represivas “desproporcionadas”, al tiempo que le recriminaba al mandatario haber abandonado la agenda de cambio.
La referente de izquierda urbana Verónika Mendoza –cuyo espacio también se transita una crisis severa– tuiteó que el Gobierno no solo traicionó las promesas de campaña sino que “repite el método de resolución de conflictos de la derecha”. Y el jefe de Perú Libre Vladimir Cerrón proclamó que “¡Si en el país no hay cambio de Constitución, no hay cambio de nada!”.
Castillo pidió perdón a la población, recordó que proviene del mismo pueblo que ahora está en las calles en su contra y busca, otra vez, esquivar la crisis. El problema es que sin apoyo entre los grupos de poder (que miraron con desprecio de clase y raza su desembarco en Lima) ni entre los sectores populares (que no encontraron motivos para sostener al presidente) las reservas de energía para reencuadrar su gestión parecen agotadas y las palabras del presidente del Consejo de Ministros peligrosamente reales.
En los siguientes días y semanas, en efecto, “todo es posible” y la crisis seguirá de manera más abierta o soterrada. O quizás todo menos una real recuperación del gobierno. Ello será un golpe severo para quienes se proponen un cambio de modelo –económico y social– y un debilitamiento del colonialismo interno peruano. Nadie sabe qué puede surgir del clima “que se vayan todos” que vive la política peruana.
Pablo Stefanoni, en CTXT
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