Se arrancaba Javier Ortega-Smith, de Vox, durante un mitin de la última campaña electoral en Castilla y León, a relatar una anécdota a los asistentes. Le había ocurrido en una gasolinera de la comarca leonesa de El Bierzo y así lo contaba Ortega, con una bandera rojigualda ondeando tras de sí, otra pequeñita fijada en la solapa y una más atravesando la decoración de su atril:
“Estábamos en una de las carreteras, recorriendo esta hermosa tierra, y estábamos por la zona de El Bierzo. Paramos en uno de esos magníficos lugares que siempre hay que parar, que está lleno de camiones, de camioneros, y ahí se come siempre de maravilla. No teníamos mucho tiempo, y cuando ya estábamos sentados pidiendo el menú del día, aparece Gustavo. Un artista. El tipo servía ocho mesas a la vez, sin despeinarse, y de repente se acerca y nos dice: ‘Oye, vosotros sois los de Vox, ¿no?’. Pero así. Sin decirnos lo que había de comer. ‘Vosotros sois los de Vox, ¿no? Pues yo os voy a decir una cosa. Que os quede muy claro. Yo he votado toda mi vida al partido socialista. Vamos, mi padre era el alcalde del partido socialista de…’. No sé qué pueblo dijo. ‘Y a mí no me engañan más. Se acabó. Mira, ya cuando vino Rodríguez Zetapé, ya empecé a dudar, pero con este criminal, con este sinvergüenza, que se ha aliado con los terroristas, con los golpistas, con los totalitarios, nunca más. Bueno, mi voto lo tenéis. ¡Mi voto lo tenéis!’. ¡Un currante! Dice: ‘Mira, es que este negocio lo montó mi padre. ¿Sabes? Y aquí solo sabemos una cosa: a las siete de la mañana, empezamos a trabajar, y a las doce de la noche seguimos trabajando, y se acabó que se queden con el pan del sudor de nuestra frente, se acabó que nos acaben de robar el dinero. Y lo más gracioso, lo más simpático, fue cuando ya me estaba metiendo en la furgoneta para irme y sale corriendo y ahí en medio del aparcamiento dice: ‘¡Ortega! ¡Como nos falléis, te caneo’”.
La historia –lo sabemos de buena tinta– era real: existe esa gasolinera, su dueño simpatiza con Vox, su padre fue durante lustros el alcalde socialista del municipio, perteneciente a una comarca de tradición minera y donde el PSOE ha detentado la hegemonía política desde la Transición. Pero si no fuera vera, estaría ben trovata: ilustra bien un fenómeno cierto, constatado, que se verifica a ojos vista en muchos lugares del país, y de manera especial en regiones como Andalucía, Castilla-La Mancha o Extremadura; la migración a Vox de un cierto PSOE rural. Fenómeno incipiente todavía, pero del que nos atrevemos a aventurar que podrá volverse masivo en la medida en que Vox se consolide definitivamente como una oferta estable del menú electoral español (lo que –conviene insistir siempre– no es un fatum inevitable, y una izquierda ambiciosa y esforzada nunca dejará de ser capaz de evitarlo).
El dueño de la gasolinera berciana en la que la comitiva de Vox paró a comer aquel día traza por sí mismo los contornos elementales de un retrato robot de ese votante posible, de número creciente que prospera bajo el radar, beneficiándose de la desatención generalizada (periodística, política, politológica) hacia lo que sucede en el campo. Traza también de paso lo de un viejo elefante en la habitación en relación con el PSOE: el del nuevo caudillo que fue Felipe González, y el nuevo Movimiento Nacional que fue el PSOE triunfante y arrollador de los ochenta para muchos españoles de moral conservadora, que en la idea de España y el proyecto de aquel partido hallaban, no una impugnación, sino la continuación más plácida de los del tardofranquismo.
No hay fascistización sobrevenida, sino coherencia, en el paso de la pana al barbour de estos gustavo cuya militancia en la izquierda pudo ser robusta pero siempre fue equívoca: la simpatía directa o heredada por un partido de “jóvenes nacionalistas españoles” (así definió Felipe a su equipo y a sí mismo en una entrevista para The New York Times en 1982) que conservaba las siglas del de Pablo Iglesias y Francisco Largo Caballero –y, persuadido de su potencia simbólica, luchó por conservarlas con uñas y dientes–, pero cuyo desempeño y anhelos se alineaban más con José Luis Arrese o Laureano López Rodó. No, desde luego, con el franquismo de la Cruzada, la Victoria, la autarquía y el búnker, pero sí con el de los “XXV Años de Paz”, el desarrollismo, las bases americanas, el “propietarios, no proletarios” de Arrese, un europeísmo sin antifascismo de suecas en bikini y desmantelamiento industrial, la letanía del todos fuimos culpables en una guerra entre hermanos, el enriquecimiento fácil y turbio, etcétera. Nuestro retrato robot nos muestra a estos hombres –son hombres fundamentalmente– estirando el chicle hasta hoy por un sentido de lealtad familiar, coherencia biográfica o puro y duro interés clientelar, pero comenzando a distanciarse del partido con Zapatero, y terminando de romper con él con acicates entre los que se cuenta la cólera contra el Procés (vivido con intensidad en comarcas como la de Gustavo, Españas vaciadas que, hace sesenta años, emigraron en masa a Barcelona además de a Bilbao o Asturias, y donde muchos tienen familia en Cataluña), el feminismo y el ecologismo.
Uno ha conocido –y no a uno ni a dos– a socialistas que tenían la foto de Felipe González entre las de sus hijos y nietos en el salón de su casa, y ha conocido también su aprecio –y el de los que no colgaban la foto de Felipe en el salón, pero la llevaban colgada en el corazón– por los cojones; por los líderes superlativos. El salto a Vox no es un salto de altura para la porción agraria de estos electores; gentes a las que no convenció Ciudadanos porque les parecía demasiado urbanita, y tampoco el PP porque, en la lógica bipartidista, era pasarse al eterno rival; saltar del Madrid al Barça de la Liga de la política; pero, paradójicamente, periclitado el bipartidismo, no aprecian traición en el voto a un partido nuevo como Vox.
Las inminentes elecciones andaluzas serán una ocasión para testar la cuantía de este voto. Quien esto escribe la prevé grande. Y desea muchísimo equivocarse.
Pablo Batalla Cueto, en CTXT
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