Emmanuel Macron y Marine Le Pen se volverán a ver las caras el próximo domingo para decidir quien será el próximo presidente de la República francesa. El presidente saliente ha logrado un buen resultado tras absorber el voto útil del centroderecha. Como ya hizo en 2017 con el centroizquierda, Macron ha terminado por absorber a los dos partidos (Partido Socialista y Los Republicanos) que habían estructurado la vida política francesa durante casi 20 años. Con la repetición del duelo entre Macron y Le Pen, la sombra de la sospecha parece recaer en lo que harán los electores de izquierda en general y de la Francia Insumisa de Jean-Luc Mélenchon en particular. Pero, ¿por qué para muchos franceses, especialmente entre las clases populares y la izquierda, puede ser tan difícil votar a Macron en segunda vuelta frente a una candidata de extrema derecha como Le Pen? Y ¿por qué el presidente saliente no ha logrado contener a la ultraderecha? Para entenderlo, no justificarlo, hay que tener en cuenta que ya no estamos en 2017, cuando Macron gozaban de aires de frescura o novedad. Los franceses han tenido cinco años para evaluar un Gobierno que ha ido aplicando políticas de corte antisocial y comprando el marco de la ultraderecha.
Macron termina su primera legislatura dejando un país todavía más desigual. Sus políticas neoliberales de “goteo hacia abajo” exonerando a los más ricos de impuestos (el impuesto de solidaridad sobre la fortuna financiera, la flat tax o el Crédito de Impuesto para la Competitividad y el Empleo) sólo ha servido para hacer más rico al 1% como subraya el informe del Instituto de Políticas Públicas. A esto hay que añadirle también las privatizaciones de los aeropuertos de París, del juego (FDJ) o las privatizaciones parciales de la energía (Engie y EDF) y los trenes (SNCF).
Estas políticas han estado acompañadas de un lenguaje clasista, lo que le ha valido el apelativo de “presidente de los ricos”. Por ejemplo, se dirigió a unos huelguistas diciéndoles que “la mejor manera de pagarse un traje es trabajar” o ante unos parados con un “cruzo la calle y te encuentro un trabajo”. Algunas de sus políticas, como el intento de retrasar la edad de jubilación, provocaron grandes contestaciones sociales. Macron respondió, la mayoría de las veces, con una represión excepcional. El ejemplo más claro es el de los chalecos amarillos, el movimiento social más fuerte conocido en Francia desde Mayo del 68. El balance de la gestión del Ejecutivo dejó un muerto, tres personas en coma, cinco perdieron una mano y 23 perdieron un ojo. A esto se le sumó rápidamente la polémica ley antidisturbios, que facilita detenciones en las manifestaciones y permite castigar con hasta 15.000 euros o con una pena de prisión a quien se tape la cara.
El movimiento de los chalecos amarillos, que puso contra las cuerdas al Ejecutivo de Macron, puso encima de la mesa que la crisis de representación y la crisis ecológica son inseparables de la crisis social. Ante estos desafíos, Macron reaccionó a través de dos dispositivos de consulta y participación: el Gran Debate Nacional y la Convención por el Clima. Las demandas salientes de ambas consultas terminaron archivadas y el Estado francés ha sido condenado por inacción climática.
Macron tampoco ha hecho gran cosa para diferenciarse con éxito de políticas que podría haber implementado perfectamente el Reagrupamiento Nacional de Le Pen. De hecho, ha ido, consciente o inconscientemente, comprando el marco de la extrema derecha para neutralizarla, a pesar de que tenemos amplias evidencias de que esta estrategia es contraproducente.
Ya en 2017, tras los atentados de París y de Niza, entró en vigor la ley antiterrorista con un estado de excepción permanente que ha permitido extender las prerrogativas en los registros y en los controles de identidad de “extranjeros sospechosos”. En 2020, Macron nombró como ministro del Interior a Gérald Darmanin, investigado por violación y proveniente del ala dura de la presidencia de Nicolas Sarkozy. Éste generó una profunda indignación entre un movimiento feminista que sólo ha contemplado la inacción del Gobierno en el plano de la igualdad. Darmanin se ha hecho famoso por promover una ley que pretendía prohibir grabar la actuación policial en manifestaciones (Ley de Seguridad Global) o por llamar “blanda contra el islamismo” a Le Pen. Durante la última fase del quinquenio, se aprobó la Ley del Separatismo contra el “islamismo radical” que permite el control y el cierre de mezquitas y asociaciones que no respeten el vago criterio de los “principios republicanos”. En esta misma dirección, también promovió una iniciativa, bastante paranoica y cercana a la extrema derecha, de investigar la infiltración en las aulas universitarias del “islamo-izquierdismo” o el “wokismo”, teorías progresistas que instigarían al odio contra el “blanco” o serían complacientes con el yihadismo.
Por último, durante la pandemia, el presidente que declaró querer “joder a los no vacunados” ha dado el mejor ejemplo de cómo pilotar una campaña de inmunización contra la covid construyendo desconfianza. Su política homogénea de restricciones, que ha dado la impresión de mucha improvisación, ha afectado más duramente a los barrios más populares y no ha tenido en cuenta los problemas de acceso de ciertos territorios más periféricos. Estas políticas han facilitado varios abusos en las banlieues y explica una parte de la desconfianza que los ciudadanos que han votado mayoritariamente por Mélenchon tienen hacia el duelo entre Macron y Le Pen.
El éxito de la extrema derecha se encuentra, sobre todo, en los deméritos de los gobiernos neoliberales y en la forma que han tenido de dar cabida y legitimidad a sus planteamientos. El candidato de La République en Marche sigue en esta línea con un programa que presenta una mano muy dura en materia migratoria. La estrategia de “que viene el lobo” parece ya caduca y está condenada a no poder renovarse infinitamente. Podría parecer que la estrategia más coherente a seguir fuese la de hacer algún guiño a los electores de Mélenchon (la bolsa de votos más importante que se ha quedado fuera de la segunda vuelta y la que más dudas tiene en estos momentos).
Sin embargo, Emmanuel Macron ha negado que en 2017 existiera un frente republicano o un cordón sanitario contra la extrema derecha, sugiriendo que cualquier voto por él es un voto de adhesión a sus políticas. Ha transformado esta campaña en una suerte de referéndum de a favor o en contra de su proyecto. Frente a la “extrema izquierda” en un mitin en Estrasburgo, por ejemplo, defendía que el impuesto de solidaridad sobre la fortuna no había terminado en su bolsillo y que se había invertido para crear empleos y empresas, cuando los informes constatan lo contrario. Al hacer una campaña con pocas concesiones, gobernar con mano de hierro (lo que sus rivales tildan de “monarquía presidencialista”) y no querer entender la lógica del voto prestado de la segunda vuelta, Macron está jugando con fuego. De momento, todo parece indicar que el rechazo a Le Pen volverá a ser suficiente para revalidar la presidencia, pero ¿hasta cuándo se podrá contener a la extrema derecha movilizando como único argumento su rechazo y aplicando después políticas que la legitiman?
Aldo Rubert, en El País
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