La separación de poderes es uno de los pilares sobre los que debe asentarse cualquier sistema democrático. La idea de que el poder emana del pueblo se complementa con la de que ningún poder puede ser absoluto y todos deben tener contrapesos. Se trata de articular complejos mecanismos de reparto de competencias, de modo que no sean los mismos órganos los que aprueban las leyes, los que las ejecutan y los que tienen el poder de asegurar su cumplimiento. La eficacia de estos mecanismos depende en gran medida de la autocontención de cada uno de ellos.
Esto está en riesgo en España en este momento porque el poder judicial tiene una visión expansiva de sus facultades y parece dispuesto a suplantar las competencias de los poderes políticos. Al pensar en la separación de poderes, suele venir a la mente la idea de independencia judicial. Efectivamente, es importante que los jueces ejerzan su potestad de juzgar con total independencia. Pero también deben hacerlo con estricta sujeción a la ley y sin usurpar la facultad de tomar decisiones políticas relativas al modelo de sociedad que sólo corresponden al pueblo y, en su nombre, al Parlamento.
La ofensiva judicial para imponer un modelo conservador de país en un momento en que la izquierda progresista tiene la mayoría social se ha recrudecido estos días. Uno de los casos más graves es el de la condena del diputado de Unidas Podemos, Alberto Rodríguez. Fue condenado en primera y única instancia, sin posibilidad de revisión, tras un juicio sorprendente, en el que el Supremo dio absoluta credibilidad al testimonio de un policía de extrema derecha, una práctica habitual que han tenido que enfrentar muchos ciudadanos que se movilizan, aunque su declaración no ofrecía los requisitos mínimos que permitieran vencer la presunción de inocencia.
La condena, claramente injusta, no puede ser recurrida, pero por responsabilidad institucional, no queda más remedio que acatarla y ejecutarla. Sin embargo, en nuestro sistema constitucional existe un principio básico del Estado que es la autonomía parlamentaria. La legislación estipula que todo lo relativo al estatuto de los diputados y la composición de las Cortes es decisión exclusiva del Parlamento. Cuando el Parlamento, al acatar la sentencia, decidió libremente cómo ejecutarla, el Tribunal Supremo se permitió dirigirle un escrito reclamando que la pena de inhabilitación se cumpliera de manera temporal. Fue un evidente ataque a la autonomía del poder legislativo que exigía una respuesta firme de la presidenta del Congreso.
No obstante, Meritxell Batet asumió una actitud extravagante. Dirigió un escrito al Supremo para intentar que fuera éste quien asumiera la decisión de expulsar definitivamente al representante popular. El juez Marchena, burlón, le respondió recordándole que la ley no permite al Tribunal Supremo aconsejar al Parlamento cómo debe usar sus propias competencias. Humillada, la presidenta se ha acabado saltando a la Mesa de la institución y los informes de sus letrados y ha retirado a Rodríguez el acta y la condición de diputado.
Jurídicamente, es una barbaridad. El reglamento permite otras opciones más respetuosas con la democracia, como la suspensión de empleo durante los días de condena. Pero Batet ha preferido someterse a la presión ilegítima del poder judicial y alterar la representación popular. Un parlamentario elegido por el pueblo ha perdido ilegítimamente su cargo porque la presidenta no ha querido o no ha sabido defender las competencias de la Cámara.
Si la señora Batet no es capaz de defender al Parlamento español de las intromisiones ilegítimas de otros órganos del Estado, lo único que le queda hacer es apartarse, dimitir, y dejar que su puesto lo ocupe otra persona de su partido con más respeto a la Constitución, a la soberanía popular y a la separación de poderes.
Editorial de CTXT
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