jueves, 5 de septiembre de 2013

"MEMORIAS DE UN PROFESOR MALHABLADO": UNA HISTORIA DE AMOR HACIA LA PROFESIÓN DE MAESTRO

Aunque la palabra aparezca en el título, no estamos ante unas memorias; como tampoco estamos ante un «panfleto» o un «viejo libelo», por más que así califique su escrito el autor, Matías Escalera Cordero, en las páginas preliminares de estas Memorias de un profesor malhablado (Amargord Ediciones). Más bien estamos ante una historia de amor. Pero no se trata de una historia de amor al uso, con una trama trepidante protagonizada por amantes apasionados que, por una razón u otra, ven imposible la consumación de su deseo. Al contrario, lo que Escalera Cordero nos trae, en Memorias de un profesor malhablado, es una historia de amor hacia su profesión.
En este momento histórico en que la educación y la enseñanza están siendo maltratadas y agredidas por las políticas neoliberales de un gobierno rendido a los intereses del capital, Memorias de un profesor malhablado da un golpe sobre la mesa para acallar las voces que desprestigian su profesión, y reivindica el papel fundamental del profesor en la construcción de una sociedad verdaderamente democrática. Memorias de un profesor malhablado es un gesto de reafirmación ante aquellos que les desacreditan. Porque los mismos que hace años abogaban por recuperar la autoridad del profesor, cuestionada, en su opinión, por la aplicación de modernos métodos de enseñanza, se descubrieron, de pronto, desautorizando a los profesores, llamándolos nada menos que vándalos (Salvador Sostres, en El Mundo), mentirosos (Cristina Alberdi, en Intereconomía), perroflautas (Federico Jiménez Losantos en esRadio), semianalfabetos puestos a dedo por sindicalistas (César Vidal en esRadio) o, simplemente, «payasos, gilipollas, idiotas, tontos», calificaciones que pertenecen al falangista Eduardo García Serrano enIntereconomía, como así se muestra en las citas que abren estas Memorias de un profesor mal hablado.
Ante este caudal de insultos y despropósitos que desbordan los límites de lo que debiera ser un debate político sobre la res pública, Matías Escalera Cordero pretende, con este libro, «dar testimonio vivido de una actividad, la de profesor, denostada y despreciada por muchos en la sociedad española actual; al tiempo que defender a ultranza nuestra Escuela Pública (…) frente a los prejuicios y a los ataques furibundos que recibe de la caverna social y mediática; pero también frente a nuestros propios prejuicios e indiferencia» (pág. 7).
Para lograrlo, Escalera Cordero visibiliza, en primer lugar, las contradicciones que afectan al sistema educativo en su conjunto, y que padecen tanto estudiantes como profesores. Porque nuestra sociedad, que se autoproclama del conocimiento mientras desmantela la educación pública para erigir casinos, juega con las expectativas de unos estudiantes que han absorbido la propaganda que les ha hecho creer que la calidad de su futuro es directamente proporcional a su formación académica. Ante este desajuste entre la propaganda y una realidad en extremo precarizada, donde la generación mejor formada de la historia no tiene más horizonte laboral que el exilio, se pregunta nuestro profesor malhablado: «¿qué joven estudiante va a confiar en un profesor que le promete, hoy en día, por ejemplo, un trabajo y un futuro mejor, si se esfuerza y cumple con sus obligaciones? Si seguramente ese mismo joven estudiante tiene un hermano mayor o un primo, o un tío o, quizás, su propio padre o su propia madre, que han estudiado y se han esforzado, que cumplieron con sus obligaciones, y que, aun así, se encuentran en paro, o subempleados y explotados en condiciones muy semejantes a las que los siervos de la Edad Media o los obreros del siglo diecinueve tuvieron que soportar» (p. 18).
Pero el profesor, cumpliendo la función que la sociedad le asigna, reproduce la falacia, animando a sus estudiantes a que se esfuercen en las aulas, haciéndoles creer que su esfuerzo será recompensado en el mercado laboral. Esta es la contradicción con la que convive todo profesor: como buen lector de Louis Althusser, Escalera Cordero sabe que la escuela es un AIE (Aparato Ideológico de Estado) y que el profesor no es más que un funcionario con la misión de transmitir la ideología de la clase dirigente y de formar a obreros cualificados, pero sobre todo disciplinados.
También es muy consciente de que existen fisuras, de que siempre hay algún lugar por el que escapar: «…no les oculto el papel de carcelero y domador que se me ha asignado dentro de ella [la escuela]… Pero también en las mazmorras, les recuerdo, es posible la rebelión… Y les hablo de Espartaco, por ejemplo, o de sus abuelos y bisabuelos que sufrieron la persecución y la cárcel durante la Dictadura… Sé perfectamente que se me ha puesto allí para prepararles a la sumisión y a la explotación» (p. 21). Y en otro lugar añade: «¿qué se nos demanda en las sociedades actuales a los profesores? (…) que seamos meros instructores de capacidades y domadores de voluntades (…). Que instruyamos a nuestros alumnos para la sumisión y para la disciplina de una realidad entendida como espacio de sometimiento y de producción de consumo de objetos inútiles, en su inmensa mayoría» (p. 70). La escuela, en efecto, como una cárcel, está diseñada como espacio para el sometimiento y el cumplimiento de la disciplina.
El mejor instrumento para limar las rejas de la prisión en la que se encuentran sus estudiantes es –cree Matías Escalera Cordero, como poeta que es– la palabra. Hay que rarificar el lenguaje, sostiene Escalera Cordero, y no hablar como ellos esperan que hable un profesor. El uso de las palabrotas –de ahí el título de estas Memorias– resulta idóneo para su propósito, pues descoloca a los alumnos, desordena la configuración de su mundo, les desconcierta al no hallarse ante lo esperado. Pero, a su vez, las palabrotas tienen otra función: recordar que hay palabras que asumimos como correctas y que, en realidad, son más violentas que otras malsonantes, o que los discursos más correctos son, en ocasiones, los que mayor violencia engendran.
De este modo lo dice Matías Escalera Cordero en el texto: «…soy un incorregible “boca sucia”, y ellos lo saben (…). Ellos y yo sabemos que el auténtico respeto está en otra parte, y que el más limpio y correcto de los usos lingüísticos no garantiza el respeto que se les debe y que se nos debe a todos (…). Pero es que además intuyen, y lo saben también, que la mentira, el engaño y la falta de respeto, a menudo, va envuelta en finos y educadísimos discursos. Sólo hay que poner un poco de atención y escuchar qué elegantes discursos arman en sus foros esos que viven a nuestra costa, de nuestro tiempo y que se aprovechan de nuestra candidez. Y sospechan, aunque no lo sepan decir, que hay palabrotas aún más gordas y mucho más dañinas que las que yo digo: por ejemplo, abandono, indiferencia, abuso, paro, pobreza, desesperación, y muchas otras con las que cualquier profesor de cualquier instituto o colegio se maneja a diario» (pp. 27-28). Porque, como se dice en el texto, hay más violencia en la respuesta «no tengo tiempo, hijo» que dan algunos padres a sus hijos cuando estos les piden hablar, que en muchos de las palabrotas que emite este profesor malhablado.
No hay historia de amor sin reproches. Memorias de un profesor malhablado increpa a los padres que interpretan la escuela como almacén de niños, como el espacio en el que se los aparcan durante el tiempo que dura su jornada laboral. Pero también hace autocrítica y cuestiona algunos métodos que emplean sus compañeros, que a veces sacan conclusiones sobre algunos de sus estudiantes sin disponer de todos los datos. Es paradigmática la historia de M (la chica que debía trabajar más), como así se la denomina en el texto, cuyo contenido no voy a desvelar aquí para no estropearle al futuro lector una de las historias más emotivas de estas Memorias de un profesor malhablado, y una de las razones por las cuales vale la pena detenerse a leer este libro.
Pero acaso el mayor reproche de Matías Escalera Cordero va dirigido, en este libro, al conjunto de la sociedad española; una sociedad donde, cada cierto tiempo, revivan los fuegos inquisitoriales y vuelven a aparecerse fantasmas que creíamos que no nos volverían a asustar jamás. El desprecio hacia la inteligencia, la razón y la educación –síntoma de la ausencia de una cultura republicana e ilustrada que haya gozado de continuidad en nuestra historia– forma parte de la marca España. Pero no hay que perder la esperanza. Porque como nos recuerda George Steiner, que aparece en estas Memorias de un profesor malhablado, «sin esperanza sólo se puede ser banquero o soldado, pero no maestro» (p. 74).

La lucha sigue: seguimos teniendo esperanza, porque todavía tenemos maestros. Y viceversa.

David Becerra, en La Marea

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