miércoles, 5 de mayo de 2021

UN ADIÓS CON GENEROSIDAD E INTELIGENCIA

 Pablo Iglesias se va. Deja todos sus cargos tanto en la política institucional como en Podemos. Se va de la misma forma que llegó: con generosidad e inteligencia. Se va porque es consciente de que los medios de comunicación lo han convertido en el villano más odiado de España. Es el precio a pagar por haberse enfrentado al Estado del 78, al establishment que el franquismo dejó en herencia. Rozó con los dedos tocar el cielo por asalto pero el poder mediático concentrado se encargó de diabolizarlo hasta que las familias desahuciadas terminaron odiando al hombre que quería parar los desahucios.

Iglesias es una rara avis política y, quizás, por eso se va tan pronto, a los siete años de irrumpir con fuerza en las elecciones europeas de 2014. Iglesias es más del mundo de las ideas que de los aparatos, por eso todas sus decisiones políticas han sido en clave externa y no a la interna. Iglesias es más de política que de partido, lo que fue clave también para que le naciera otro partido en el interior de Podemos, de lo que se enteró por un mensaje en Telegram. El ya exdirigente político quiere ganar, no tener razón, por eso dimite cuando es consciente de que no puede ganar porque sus enemigos, que son muchos y poderosos, se han encargado de que su popularidad esté por los suelos sin posibilidad de ser reseteada, que es un privilegio que los medios sólo le otorgan a las formaciones del bipartidismo.

En lo personal, Iglesias ha perdido más de lo que ha ganado en esta aventura política. Ha perdido algo tan valioso como el anonimato. No sabe lo que es llevar de la mano a sus tres hijos al parque porque hordas de ultraderechistas lo acosan delante de su casa. Ha tenido que soportar que los medios de las cloacas se salten la tapia de su casa para grabar a sus hijos. Se ha visto obligado a cambiar de guardería a sus hijos porque los medios de la ultraderecha acosaban a las monitoras. Ha tenido que ver publicado en un periódico las ecografías de sus hijos. Lo amenazaron de muerte enviándole cuatro balas, una para él mismo, otra para su pareja, otra para su padre y otra para su madre. Demasiado sufrimiento para tan poca dote. Iglesias podría haberse quedado en la Universidad Complutense dando clases de Ciencia Política y creando productos mediáticos para la batalla de las ideas, que es lo que hacía y como se ganaba la vida antes de 2014, pero decidió poner el cuerpo para liderar el espacio de la indignación que nació con el 15-M, reventó el tablero político español y habló el idioma del pueblo que sufre las tropelías de las élites.

La política española ya no se puede explicar sin su participación activa. Deja como testamento político la idea de que la izquierda puede ganar. Su herencia es que se marcha dejando el primer gobierno de coalición desde la recuperación de la democracia. Algo que parecía imposible porque los dueños de España nunca permitieron que la izquierda estuviera en el salón de mandos del Estado. Rompió el bipartidismo, aceleró la abdicación de Juan Carlos I de Borbón, puso al PSOE contra las cuerdas y echó a Mariano Rajoy, exlíder del partido político más corrupto de Europa, en una moción de censura en la que los diputados del PSOE parecía que estaban tristes por acceder al poder.

También ha cometido errores en lo estratégico, pero no lo podrán acusar de haber metido la mano ni de haberse equivocado nunca de bando. Otra herencia que deja a nuestra democracia es la revelación de que los grandes medios de comunicación en España no informan de la realidad, la crean, que funcionan como faro y no como espejo. Esos medios, propiedad del poder económico concentrado, no le han perdonado su osadía de mirar de frente al Estado del 78 y de situar la desigualdad económica, que sufre un tercio de la población española, en el centro de la cuestión política. Al PSOE le hubiera ido bien distinto en Madrid si hubiese regulado el precio de los alquileres. Cuando la izquierda no se diferencia de la derecha en lo económico, la alternativa siempre es el autoritarismo.

Su último acto de servicio  ha sido poner la cara en la batalla de Madrid para movilizar a la izquierda y evitar que Unidas Podemos sufriera una debacle sin paliativos en las elecciones autonómicas. Ha crecido tres escaños, pero ha sido insuficiente para vencerle a la derecha. No le ha echado la culpa al mal resultado del PSOE, lo que ha hecho imposible que el bloque progresista sume más diputados que el bloque trumpista. Se hace responsable en primera persona, dejando a todo el mundo con la boca abierta. Otra vez.

Se marcha dejando nominada a Yolanda Díaz como candidata a la Presidencia del Gobierno, la ministra mejor valorada. Díaz, de la que es amigo personal desde hace muchísimos años y con quien ensayó Podemos en Galicia dos años antes de que naciera la formación morada en Madrid, aglutina lo que necesita el momento político actual y los ingredientes que pueden hacer que el llamado espacio político del cambio se reconcilie para dar una alternativa a la que el PSOE sigue renunciando. Iglesias ha aceptado que su liderazgo ya no suma y se marcha como llegó. Con generosidad e inteligencia. La historia lo engrandecerá como el gran político que es y el hombre que lo puso todo patas arriba. Los poderes económicos nunca le perdonarán que se atreviera a tanto, hasta estar a punto de ganar y de poner en peligro los privilegios de las élites. Miró fijamente a los ojos de los dueños de España y eso se paga muy caro.

Raúl Solís, en La Última Hora

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