Por una rara casualidad, en el año 2010 la Asamblea General de la ONU declaró, el 30 de agosto, Día Internacional de las Víctimas de Desapariciones Forzadas. Precisamente el mismo día en el que, años atrás, se habían producido las desapariciones más escalofriantes de toda nuestra guerra civil: una joven madre, con sus seis hijos pequeños y otro más en sus entrañas. La familia Sagardía Goñi. Un hecho sin parangón, lo cual es mucho decir, entre las masacres de 1936.
Además, la Asamblea General calificó estos hechos como «violación particularmente odiosa de los derechos humanos», y en su resolución 47/133, de obligado cumplimiento para todos los Estados, concretaba que son desapariciones forzadas siempre que «se arreste, detenga o traslade contra su voluntad a las personas, o que estas resulten privadas de su libertad de alguna otra forma por agentes gubernamentales de cualquier sector o nivel, por grupos organizados o por particulares que actúan en nombre del Gobierno o con su apoyo directo o indirecto, su autorización o su asentimiento, y que luego se niegan a revelar la suerte o el paradero de esas personas, sustrayéndolas así a la protección de la ley». Y en agosto de 1936 en Navarra nada se hacía sin el apoyo del Gobierno, la bendición religiosa y el permiso de la Guardia Civil. Excitados por el ambiente bélico, sin trabas legales ni morales, el fanatismo, la superstición, la venganza, la envidia, la lujuria y otras miserias humanas hicieron el resto.
Este domingo, en el 79 aniversario de la desaparición de Juana Josefa Goñi y de sus hijos, convocados por las Asociaciones de la Memoria, una heterogénea comitiva nos acercaremos a la sima de Legarrea, en Gaztelu, en cuyas profundidades, se asegura, yace la familia. Por primera vez, después de tanto tiempo, la sima, inocente y espectacular obra de la Naturaleza, atraerá a la ternura, los cantos y oraciones, en lugar de ser foco maligno de rencores y falsedades, amén de vertedero de basuras, animales y personas. La última, el joven de Legasa, Iñaki Indart.
Junto a las flores, todos los presentes dejaremos allá alguna carga particular, comenzando por el que esto escribe, por haber dudado tantos años en publicar los hechos, hasta que la aparición del joven Indart me convenció que hay historias y agujeros que hay que sellar definitivamente, para que dejen de generar daño. Asimismo, el noble pueblo de Gaztelu podrá enterrar allí sus silencios y tabúes, injusta carga de tres generaciones que nada tuvieron que ver con los hechos. Otrosí, los pueblos circundantes deben liberarse de sus confusos prejuicios: no eran gitanos (¿y qué si lo fueran?), ni Juana Josefa era una andaluza liviana, ni importa si todos sus hijos eran de su marido, ni nada que pretenda justificar lo ocurrido. Eran vecinos, arraigados euskaldunes, a quienes se les negó hasta la tierra comunal del cementerio, en unas circunstancias esperemos que irrepetibles.
La familia también podrá exorcizar tanto dolor y tanta duda reprimida. Con el padre en la cárcel, la madre y seis crías expulsadas también del pueblo ¿qué pudieron hacer para salvar a sus deudos? Y las nuevas autoridades del territorio deberán dejar allí la promesa de que no harán como las anteriores, y que ya es hora de cumplir con la ley de Memoria Histórica y las resoluciones internacionales, vaciando la sima y dignificando el lugar.
Pero son las mujeres las que deberían tener una cita especial en la sima de Legarrea. Juana Josefa encarna todos los dolores femeninos de nuestra historia: 38 años y mujer cargada de embarazos, dentro y fuera de los cánones de la Iglesia; sola, bella y diferente, en medio de una guerra, protegiendo como una culeca a sus hijos; defendiéndose ella de la lujuria, de las injurias, del párroco, de la Guardia Civil, de los rumores populares… Sabido era que de su madre había aprendido sobre los antiguos dioses de los vascos, sobre plantas, ensalmos y conjuros. Su hermana mayor era igual. Diferentes. Sorginak. Indeseables, en la hora del Glorioso Nacional Catolicismo Español. Ya no estaban en el siglo XVI, pero las antorchas con las que las azuzaron hasta la sima recordaron bastante el fuego del Santo Oficio. Y de ahí que cortaran desde la raíz, para que Martina y Asunción no salieran malas mujeres, como su madre y su abuela. Sin su condición de mujer singular, no se puede entender lo ocurrido.
Este domingo, por fin, en la sima de Gaztelu, todos y todas podremos aligerarnos de cargas. Hemos estado demasiado tiempo silentes, atrapados en el sepulcro de la sima, junto a Juana Josefa, Joaquín, Antonio, Pedro Julián, Martina, José y Asunción. Por fin, luz y flores en Legarrea.
Jose Mari Esparza, editor y miembro de Euskal Memoria
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