Más que vivir, lo que estamos viviendo es un desvivir. El tiempo del desasosiego. La mirada llena de tristeza. De sobra sabemos que enfrente de esa mirada tenemos un puñetero bicho que no se sacia ni a la de tres. El dolor ya es insoportable y no tiene fecha de caducidad. Pero hay otros bichos que, como el ya cansado dinosaurio de Monterroso, estaban ahí mucho antes de que el pangolín se despertara un día y empezara a amargarnos la vida como si eso tuviera alguna gracia. El dilema que más se repite en el escenario de la crisis es el que enfrenta la economía y la salud. El grito de antes del verano, para favorecer una desescalada exprés, era casi único: salvar la economía. Personajes famosos y el Banco de Santander anunciaban en la tele una España “segura” para que los aviones se llenaran de turistas provenientes del mundo mundial y corrieran al covid a billetazos. Y bien que se lucieron los publicistas de aquella interesada Spain for sure que tenía la presencia y las voces de Ana Botín, Rafa Nadal, Fernando Alonso, Isabel Coixet, Ferran Adrià, Pau Gasol y otros rimbombantes nombres parecidos. No sé qué pensarán ahora, al comprobar que aquella fanfarria para procurar la desescalada a mil por hora no sólo no alcanzó las expectativas previstas, sino que fue una de las causas más claras del desastre.
Pero a pesar de eso, de aquella publicidad fallida y engañosa, el grito más repetido, todavía hoy, sigue siendo el mismo, sobre todo por las derechas y las grandes fortunas: o nos morimos del bicho o nos morimos de hambre. Me veo de nuevo a esa pandilla for sure saliendo en la tele con un eslogan aparentemente distinto, pero en realidad idéntico: ¡Salvemos la Navidad! Es el retrato que pinta la escritora Pilar Fraile en su magnífica novela Días de euforia: “Somos la puta del casino. La que te anima a jugar más y más, a perder más y más, pero lo hace con esa sonrisa, esa voz sedosa que te atrapa y te convence de que la siguiente baza va a ser la tuya. Por supuesto, la banca siempre gana”. Y es que el dinero tiene sus reglas, como decía un joven Gimferrer que tenía las suyas el amor por los canales venecianos. Y las reglas del dinero son muy claras: todo para cuatro, y los otros cuarenta millones que se repartan las sobras. Por eso da tanta rabia escuchar lo de que hay que salvar la economía, como si en esa economía todos fuéramos lo mismo.
Pero la imagen es muy clara: en los tiempos de crisis, los ricos son más ricos y los pobres revientan de pobreza. La crisis de 2008 la pagaron los mismos que están pagando la del 2020. Las colas del hambre arrasan ante los contenedores y ante los sitios donde se reparte comida a quienes no la tienen. Y no es sólo gente sin trabajo la que forma parte de esa cola, sino tantísima otra que trabaja y no puede, con lo que gana, llegar a fin de mes, ni siquiera a la primera semana del mes. ¿Esa economía precarizada es a la que se refiere el grito más escuchado en la pandemia? ¿Es esa economía la que hemos de salvar sea como sea para que se quede el bicho como el único agente al servicio de la parca? Estoy seguro de que no se refiere el eslogan a esa economía.
Y es que al dolor infinito que provoca la pandemia se añade el que supone esa burla persistente que convierte en invisibles a quienes nada tienen, que segrega guetos confinados por el solo hecho de vivir alguna gente donde vive, que nos dice que hay que salvar la economía como si fuera lo mismo un fondo buitre que el asolamiento moral provocado por un desahucio. El cinismo que no tiene límites junta sin que se le mueva una pestaña a quien lo tiene todo y a quien no le queda ni el aire para respirar. Las presiones sobre la gestión de la pandemia siguen colocando al mundo del dinero por encima de la salud. Cuando salíamos a los balcones para gritar la salvación del bien público y común, nos preguntábamos si lo que vendría cuando se acabara el confinamiento sería distinto, sobre todo mejor, que lo de antes de encerrarnos en las casas. Y ya ven ustedes cómo fue y está siendo la tan cacareada nueva normalidad. La desigualdad es mayor, quienes sufrían la invisibilidad de una pobreza excluida de las estadísticas de la felicidad han aumentado considerablemente, eso de que el covid no entendía de clases ni de género se ha demostrado otra falacia más en las estrategias cínicas del sufrimiento provocado por el coronavirus.
Salvar la economía no es solo, como pretenden algunos, salvar las grandes empresas, esas grandes empresas que consideran que no ganar la millonada que pensaban ganar es una ruina. Salvar la economía es salvar a quienes de verdad la sustentan, las personas que curran en horarios despóticos demasiadas veces, con sueldos precarios que las llevan a formar parte de las colas del hambre. Salvar la economía es pensar en las pequeñas empresas que no resisten los embates de la crisis. Salvar la economía es asegurar que de una puñetera vez este país va a ser seguro para los hombres y mujeres que llegan de otros sitios para encontrar dignidad y no los palos de los guardias y el odio de esas derechas que deshumaniza, bestializándola, la diferencia pobre. Salvar la economía es hacer caso al derecho constitucional de vivir en una casa digna sin el miedo a que te desahucien porque, como alguna gente dice, hay que elegir entre pagar un alquiler imposible o meter dos lonchas de jamón york en la nevera. Salvar la economía es aumentar las dotaciones de la sanidad, la educación y otros servicios públicos en vez de seguir con los medios insuficientes y las plantillas precarizadas o aumentando la protección de la sanidad y la educación como negocios privados. Salvar la economía es que sea verdad que los presupuestos que ha preparado el Gobierno de coalición sean los más sociales de toda la historia. Salvar la economía es no empezar la casa de la nueva normalidad por el tejado antiguo y desigualitario, sino por los cimientos de una nueva realidad que no nos avergüence de por vida.
Hace unas semanas, el nombre y los versos de Miguel Hernández, junto a otros nombres antifascistas, fueron borrados del cementerio madrileño de la Almudena. En estos días hubiera cumplido, el poeta del pueblo y las trincheras, ciento diez años. Acabo estas líneas con dos de sus versos: “Aquí estoy para vivir / mientras el alma me suene”. Salvar ese vivir con dignidad es la mejor manera de salvar todo lo demás, la economía y lo que sea: todo lo demás.
Alfons Cervera, en Info Libre
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