"La línea invisible" es una serie de TV dirigida por Mariano Barroso que habla de ETA de finales de los 60, la de Eskubi y Txabi Etxebarrieta y que, hasta la muerte de Melitón Manzanas, se había centrado en la concienciación y la propaganda armada. Es un relato bien contado pero sesgado y de parte. Plantea una historia donde los malos son casi buenos, un poco rudos sí, pero humanos en su banalidad (a lo Hannah Arendt), ya se trate de un chaval en el sitio equivocado, como el guardia civil José Pardines, o de un torturador, como Melitón Manzanas, cuya nómina de torturados fue tan incontable, que el de la serie es un pálido y casi simpático reflejo. ¿Víctima ilegítima como un Luther King? ¿O más bien un ajusticiado como un Mussolini colgado o un Ceaucescu fusilado?
Dilemas morales... que son planteados desde la mirada de hoy, no en su momento histórico. Releer las historias, con ojos de hoy y fuera de contexto, las falsea y les hace decir -porque se sabe lo que siguió- lo que se quiere que diga. Una posverdad.
En cambio, los buenos -los que lucharon por un ideal desde el riesgo máximo contra una dictadura-, aquella ETA es presentada como romántica, sí, pero le añaden tres atributos inciertos.
Primero un afán desmedido por empuñar armas, tenerlas permanentemente encima de la mesa etc, y que no se corresponde con las actitudes de la época, cuando las usaban solo en previsión de un encuentro policial fortuito, o para "requisar" fondos, o en autodefensa -como ocurrió con Txabi, o con Mikel Etxeberria que, herido y escapando, mató al taxista Fermín Monasterio por oponerse a trasladarlo y enfrentársele, según relató.
Segundo, que dio el salto al terrorismo y "no sirvió de nada" dice un personaje. Se banaliza el término terrorismo. El padre Ellacuría –en una conversación que mantuvimos en los primeros 90 en El Salvador- tenía clara la diferencia entre terrorismo y violencia cuando distinguía entre coches-bomba (terrorismo con víctimas colaterales) y bombas en los coches, aunque también decía, y llevaba razón, que no todo es legítimo en la lucha contra una dictadura.
Matar está mal, cierto. ¿En una guerra?. ¿En legítima defensa? Mucha gente se reconoció en la muerte de Manzanas, planteada como una ejecución expeditiva, de justicia popular contra un régimen sin justicia. ¿Se cruzó la línea invisible colectivamente?
Francisco de Vitoria (siglo XVI) habla de la legitimidad del principio de resistencia a la autoridad injusta en los términos de un derecho subjetivo de autodefensa. La dictadura reunía condiciones que legitimaban la confrontación directa y que, después, en democracia ya no se dieron, a pesar de su mala calidad que no fue ni la exigida ni la posible. Pero tampoco fue regalada, pues costó vidas, cárcel y huelgas sin cuento.
Tercero, se la sitúa como el origen del mal que abrió una caja de Pandora que ya no se pudo parar cuando lo cierto es que el caso Manzanas fue la excepción y no la regla en aquella ETA. No hubo rosario de atentados. Tuvieron que pasar cinco años desde 1968 hasta la muerte de Carrero Blanco (1973), para que la letalidad se colocara en el centro de la estrategia... de otra ETA.
El leitmotiv de la serie es que aquella ETA es responsable de lo que hasta 2011, hicieron las siguientes ETA, porque en su nivel discursivo y organizativo ya estaba el germen del "horror y la tragedia que habíamos contribuido a engendrar" dice el mismo personaje.
Es el determinismo; como si la historia real de las personas, los pueblos y las clases, no tuvieran opciones en cada momento para empujarla en una u otra dirección, y todo estuviera ya escrito. El libre albedrío y el derecho a cambiar la realidad por los suelos. Un mensaje reaccionario donde los haya.
Y no fue verdad. Las diferencias fueron cualitativas: en referentes de clase; en ideas fuerza; en las praxis respectivas; en los modelos organizativos; en la hegemonía y autonomía del brazo militar sobre la corriente política; en la idea de los límites de la violencia; en las alianzas; en el rol del debate; en la idea de democracia...
LA DICTADURA, TXABI Y EL "RELATO"
La dictadura y sus largas maldades no están en la serie; solo en sordina, edulcorada, aunque tampoco se la salve explícitamente. Aparece naturalizada (los guardias civiles saludados en las tabernas, se echan novias autóctonas) y la sociedad está alegre y dicharachera (el parque de Igeldo a rebosar). Un orden que, al fin y al cabo, no era tan malo...
El mensaje es que el horror lo generaron, sobre todo, quienes intentaron combatir la dictadura con una violencia de respuesta, cuando hasta la muerte de Franco fue relativamente comedida (salvo el infausto acto terrorista de la Cafetería Rolando en septiembre de 1974). Tampoco es cierto que estuvieran solos como sugiere la ficción. Eran parte de algo mucho más grande: el antifranquismo.
El Txabi de la serie no es el que nos dio una charla de captación en San Ignacio (Bilbao) en 1966 ni el que cuentan los que le trataron en su último año de vida y que le describen con ganas de vivir, enamoradizo, sin vocación de mártir, que amaba el paisaje urbano de la Ría, sus ruidos fabriles, sus barcos recostados o los Altos Hornos que incendiaban el cielo con rojas auroras boreales.
Claro que remarcar que tomaba Centramina quiere situarle a Txabi en desvarío ansioso, sacrificial y colgado, y es útil para desacreditarle. La información la dió Sarasketa en una extraña entrevista a El Mundo en 1998. Y solo dijo: "Había tomado centraminas y quizá eso influyó". De ahí a la maledicente deducción, hay un abismo.
En cambio, Pardines aparece reivindicado, como un chico sin doblez, víctima de un asesino, y no como carne de cañón funcional de una Dictadura, que le puso en primera línea para perpetuarse. Presentar a Txabi como un asesino, y no en autodefensa ni como víctima que no podía dejarse detener para ser torturado y poner en peligro a otros, se me antoja perverso cuando, con las distancias debidas, se les reconoce ese rol a El Ché o Sandino que también pegaban (muchos más) tiros.
Asimismo en la relación entre José Antonio –a quien también conocí- y Txabi, se sugiere la intención vicaria de vivir en el cuerpo del otro. Me parece calumnioso. Y es que José Antonio, con origen en EGI, no era de ETA y malamente podía pasarle el testigo a su hermano, aunque sí tenía un importante ascendiente ideológico, por amistad y ayuda, sobre varios dirigentes de la época. Historiaba sobre ETA y su evolución, era colaborador (ayudó, por ejemplo, a escribir el borrador del informe Txatarra para la Vª Asamblea), hombre de ideas, aparte de abogado y divertido conversador.
La serie ha aceptado las tesis de una de las partes reconocibles en el hervidero de la lucha por el "relato" sobre Euskal Herria y la violencia, puesto que hay, al menos, dos asesores que figuran en los títulos de crédito que están en ello full time, mediante sendas fundaciones. Es más, la película misma se entiende desde la intención de la lucha por el relato.
Lo mejor de la serie es que recuerda que está socialmente pendiente el debate sobre lo que pasó hasta 2011, un ejercicio tan doloroso e imprescindible, como legitimador y sanador para todas, repito todas, las corrientes, y al que ni Patria ni La línea invisible contribuyen más que para embarrar.
En suma, se cuenta mal, bellamente mal, con sesgo reaccionario, un trozo de nuestra historia que algunos recordamos muy distinta y más real.
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