Nadie repudiará al comandante Adrian Dietrich von Trotha este año, cuando
se cumple el centenario de su muerte. Alemania quiere olvidarse de aquel
soldado que tan sólo rendía cuentas al kaiser. Curiosamente, Namibia, la
antigua colonia donde ejerció su omnímodo poder, celebrará al mismo tiempo su
trigésimo aniversario como Estado independiente. Pero no sería justo que
cayeran en el olvido sus crímenes y el legado de discriminación y limpieza
étnica que dejó. La relevancia histórica de este siniestro personaje es
comparable a la de Adolf Hitler, que aplicó similar estrategia con la comunidad
judía de Europa, o de Josef Stalin, también empeñado en desplazar y acabar con
pueblos enteros.
Ahora bien, aquel oficial de carrera llegó antes. Tras provocar una masacre
de grandes proporciones en 1904 en lo que entonces se conocía como África del
Sudoeste Alemana, emitió una orden para exterminar a la tribu de los hereros,
una de las comunidades originarias del territorio austral, y sentó el
precedente de otros genocidios planificados que han salpicado la historia del
siglo XX. Su iniciativa, sin embargo, ha quedado prácticamente olvidada,
sepultada en el desierto del sudoeste de África.
La reputación del asesino hoy ignorado se hallaba en auge cuando arribó a
Windhoek, la capital de la mayor colonia alemana en el continente negro. Había
participado en la represión de la insurrección de los boxers en China y su
capacidad militar era requerida porque la colonia germana de África
Sudoccidental se encontraba en llamas. Los ataques indígenas a las granjas,
tiendas y vías férreas y telegráficas habían provocado un conflicto abierto
entre amos y sometidos. Von Trotha desembarcó en el país como virrey de facto,
acompañado por 14.000 efectivos militares y con el firme propósito de acabar
con el problema de raíz.
Aplastar la revuelta
Los colonos luchaban contra tribus empeñadas en no dejarse expoliar. La
Conferencia de Berlín en 1884, donde las potencias europeas se repartieron todo
África, reconoció la soberanía alemana sobre algunos despojos del continente al
régimen prusiano. Éste, aunque llegaba tarde y sin la posibilidad de emular a
los imperios erigidos por Inglaterra y Francia, se afanó por crear una
Administración colonial y, sobre todo, germanizar el lugar aunque se hallara a
12.000 kilómetros de distancia de la capital imperial. Primero llegaron los
misioneros; luego, mineros y campesinos pobres que se hicieron con tierras y
ganados de las diversas tribus locales. La oposición nativa era reprimida con
ejecuciones, castigos corporales y trabajos forzados.
El pulso militar llegó a un punto sin retorno. El comandante Von Trotha
plantó batalla a los rebeldes en la meseta de Waterberg, al noreste de la
colonia, el 11 de agosto de 1904. Allí se habían concentrado entre 25.000 y 50.000
indígenas esperando el inicio de unas conversaciones que condujeran a una
resolución pacífica del conflicto. Pero Von Trotha tenía otros planes. Cercó el
lugar permitiendo tan sólo una salida a través del desierto de Kalahari y atacó
a los asediados con su cuerpo militar, 30 piezas de artillería y 14
ametralladoras. La mayoría de los supervivientes de la batalla perecieron de
hambre y sed en la huida. Tan sólo un millar de indígenas, incluido su jefe
Samuel Maharero, consiguieron alcanzar la Bechuanalandia inglesa, la actual
Botswana, y encontrar refugio.
Pero la matanza no fue suficiente y los namaqua, otra comunidad local,
también se rebelaron y fueron aplastados. En octubre del mismo año, Von Trotha
emitió una orden de exterminio que estipulaba el fusilamiento de todos los
hombres herero y la expulsión de mujeres y niños a los arenales, de los que no
podrían volver sin el riesgo de ser tiroteados. Se les prohibía regresar a sus
tierras y, para disuadirles definitivamente, los pozos de los poblados fueron
envenenados.
El gobernador civil Theodor Leutwin, contrario a la violencia extrema, se
quejó en Berlín y los extranjeros blancos que trabajaban en la colonia
difundieron la noticia de aquel horror, de los crímenes y la esclavitud que
padecían las etnias indígenas. Pero el oficial replicaba que ante los indígenas
no cabía aplicar los Tratados de Ginebra porque se trataba de seres subhumanos.
Ante la atmósfera internacional de condena, un año después fue relevado de sus
funciones y regresó a Europa, donde fue condecorado por su eficiente operación
pacificadora.
La desaparición del represor no mejoró la vida de los indígenas. Como en
otras colonias, se les redujo drásticamente su capacidad de movimiento. A
partir de los siete años, todos los individuos debían llevar una placa
identificativa, a la manera del ganado.
Tras la Primera Guerra Mundial y la derrota alemana, las tropas
sudafricanas invadieron África del Sudoeste. Las tropas alemanas resistieron la
ofensiva durante un año, en buena medida gracias a los reclutas negros, que se
enrolaron huyendo del hambre, coaccionados o entregados por reyezuelos locales
que querían congraciarse con las autoridades.
La derrota supuso el fin de la presencia política alemana en el continente,
aunque los expatriados permanecieron al frente de sus negocios y propiedades.
En 1920 falleció Von Trotha y, por esas mismas fechas, la Sociedad de Naciones
reconoció el protectorado sudafricano sobre el territorio. Pero con el cambio
de amos la humillación no cejó. El primer ministro sudafricano Daniel Malan
impuso las bases del 'apartheid', la discriminación normativizada, vigente
hasta la conversión de Namibia en un Estado independiente.
Disculpas sin resarcimiento
Desempolvar el espanto llevó su tiempo. La ONU publicó en 1985 el informe
Whitaker, que ya apuntaba al holocausto herero como el primer genocidio de un
siglo abundante en gravísimas violaciones de los derechos humanos. El Gobierno
namibio solicitó formalmente disculpas a la Cancillería alemana en 2004, pero
no fue hasta 2019 cuandoDaniel Gunther, presidente de la Cámara Alta, y Gerd
Muller, ministro de Cooperación, han reconocido expresamente la comisión de
aquellos actos de la barbarie.
La asunción de los crímenes de von Trotha no ha conducido, sin embargo, a
ninguna fórmula de resarcimiento. Además, las conversaciones entre los
respectivos gobiernos tampoco han contado con la presencia de descendientes de
las víctimas. Hace dos años, un colectivo de hereros y namaqua presentó una
demanda por genocidio contra Alemania en un tribunal de distrito de Nueva York
aduciendo que parte de los beneficios económicos de aquel abuso fueron
derivados a Estados Unidos. Una juez rechazó la solicitud el pasado mes de
marzo, aunque el proceso aún no ha acabado. Por su parte, el Gobierno federal
de Angela Merkel aduce que Namibia ha recibido el mayor contingente de ayudas
al desarrollo desembolsadas por Berlín. Tal vez esa generosidad está
relacionada más con la persistencia de un enclave social y cultural germano en
África que en una auténtica mala conciencia.
Ciudades como Swakopmund mantienen ese encanto centroeuropeo en el trópico,
con pintorescas casas de tejado a dos aguas y torres puntiagudas, una pequeña
población donde el pastor luterano saluda personalmente al final de los oficios
a su rubicunda congregación y los jóvenes acuden a la playa en bicicleta. A
escasos kilómetros del centro, en un terreno árido y desnudo, se levanta el
asentamiento informal de RDC, poblado por indígenas de la mayoría negra del
país, que viven en chozas fabricadas con maderas, plásticos y restos de
automóviles y con escaso acceso a servicios de agua potable, saneamientos y
salud. Unos y otros desconocen que esa situación supone el legado de Adrian von
Trotha, el hombre que quiso cambiar, manu militari, la fisonomía humana de un
rincón de África.
Gerardo Elorriaga, en El Diario Vasco
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