jueves, 5 de octubre de 2017

ESPAÑA NO SE DIRIGE A LOS BALCANES, CAMINA HACIA TURQUÍA

Si las crisis políticas tienen algo bueno es que la ironía como escapismo para enfrentar los conflictos cotidianos queda reducida a la intrascendencia. Si tienen algo malo es que la suma de acontecimientos en un espacio de tiempo muy pequeño apenas deja tiempo para asumirlos, pasando como comida mal digerida que apenas deja nutrientes en el organismo.
Hace una semana el Referéndum parecía, según el Gobierno central, finiquitado. Los sucesivos golpes a la infraestructura técnica más el abrumador despliegue policial anticipaban un 1 de octubre que quedaría como el final de las ansias independentistas y como el principio de la vuelta a los cauces previstos. El pasado martes 26 de septiembre, de hecho, Carles Campuzano, el portavoz del PDeCAT en el Congreso, hizo el siguiente comentario: “La declaración unilateral de independencia en estos momentos está absolutamente descartada, lo que hay que dejar es que la gente vote y en función de lo que vote, escuchar y empezar a dialogar”. La expresión estupefacta de Anna Gabriel, enterándose de las declaraciones en un programa de televisión, lo dijo todo.
Este pequeño episodio, lejanísimo, al que ya nadie da importancia, explica en buena medida en qué ha consistido todo el Procés en términos políticos institucionales. El PDeCAT solo ha creído en las acciones para lograr la independencia como gestos, como una representación que afianzara su poder en Cataluña y a la par les diera capacidad para forzar unas negociaciones que superaran la senda del malogrado Estatut.
El problema es que cada representación desde su lado ha sido contestada desde el contrario con otro gesto que les ha impedido frenar y, lo que es más importante, que ha dado impulso a una parte de la sociedad catalana que ha sobrepasado a los de Puigdemont de largo. Además, ya hay otro factor, y con ese ya nos referimos a la formación del último Gobierno del PP, que descuadra la ecuación de las representaciones: el Régimen ya no desea negociar ni solucionar ningún problema, desea eliminarlo e imponerse.
Que el Régimen del 78 está muerto se dice desde los círculos de la izquierda —cada vez menos y con menos convicción— pero también desde los de la derecha, salvo que estos lo hacen allí donde no hay cámaras ni micrófonos. Cataluña es vista como el 23-F de Felipe VI, como la oportunidad para cimentar un reinado que, todo Borbón sabe, siempre es de prestado hasta que un acontecimiento traumático hace necesaria su presencia. Para los conservadores más inteligentes derrotar al independentismo es derrotar al problema nacional, pero también a la idea constituyente de república, al cambio que amenazó, más de lo que creemos, su orden de cosas.
Ayer, el rey tenía tres posibilidades en su discurso. La primera, la de hacer un llamamiento al diálogo, algo que le hubiera salvado la cara delante de todos aún siendo una declaración meramente testimonial. La segunda, la de dar un toque al Gobierno, poco probable en nuestro país pero no tan descabellada si se piensa en la atención internacional y las llamadas de Merkel a Rajoy o los titulares de la prensa conservadora europea y norteamericana. La tercera, la elegida, fue la de la confrontación abierta, que más que unir su destino al del Gobierno lo que hace es mostrar que esto ya no es una cuestión tan solo del PP, sino una decisión para matar al 78 haciendo que perviva su esencia del 39.
Y, siendo realistas, todo parece a su favor. La lectura es que da igual tener un conflicto grave en Cataluña mientras que se mantenga dentro de unos límites que no requieran la intervención militar y que, sostenido en el tiempo, valga para atrapar el discurso político únicamente en el eje, más que nacional, patriotero. Aunque la economía española ha crecido de forma leve, sin que esto haya valido para mejorar la situación social de las capas populares, la amenaza de un cambio en la política del BCE en la compra de deuda reduciría al mínimo la posibilidad de supervivencia del Gobierno. A no ser que los votantes cambiaran la indignación por el ardor rojigualdo.
El principal problema para España, en estos momentos, no es su balcanización, sino su asimilación turca. Por un lado tenemos un juego político reducido a la grosería permanente, donde ya no hay espacio para el desarrollo de ideas complejas a largo plazo ni para un debate de fondo. Nos remitimos a la constante, reaccionaria y peligrosa insistencia en equiparar democracia y legalidad de tan el gusto, por ejemplo, de Ciudadanos. Pasamos de que la idea de legalidad sea la garante de la democracia, a que una legalidad en concreto sea la única forma de democracia posible, reduciendo por tanto el ejercicio político a una fosilización de intereses de clase con apariencia de normas.
La represión en la jornada del Referéndum, aún brutal, no es inédita en este país. Como no lo son las acciones parapoliciales que, uniformados sin uniforme, perpetraron en Calella. La imagen de una policía hooliganizada gritando consignas en la recepción de los hoteles o aplaudiendo a un Albiol de tono dramático que les decía que estaban allí para proteger a los “catalanes de bien” ha pasado de ser algo que se presentaría casi como primicia periodística para el oprobio de la fuerza pública a una noticia celebrada con orgullo en las tertulias. Y este es el otro pie fundamental del erdoganismo españolista, tras palos y leyes mordaza, unos medios que han perdido por completo cualquier interés en fingir rigor y ya pelean solo por ver cuál se muestra más lacayuno y aplicado. Nunca el poder podrá agradecer suficiente a sus periodistas la labor desempeñada.
La cuestión, en una situación tan oscura, es que el remake del 23-F se puede transformar rápidamente en un 1898 con su desastre de Cuba. Mientras que en 1981 el miedo al franquismo era cierto, hoy hay varias generaciones que han podido desarrollarse en unas líneas políticas netamente diferentes a la de sus padres y que, sin ser revolucionarios, no toleran fácilmente las imágenes de represión y violencia. La segunda, porque el factor material sigue ahí, imposibilitando un proyecto de vida a largo plazo, más allá de una precarización a salto de mata. La tercera es que nadie menor de 40 años se toma en serio los grandes medios, sobre todo cuando la realidad que presentan es de una disparidad abrumadora comparada con la información que circula por las redes. La cuarta es que el periodo anterior, aunque hoy parezca finiquitado, dejó algo en millones de personas. Determinadas experiencias, formas organizativas, enseñanzas directas como vivir la represión en primera persona no se olvidan tan fácilmente. Y la quinta es que, pese a que la izquierda parlamentaria ha dado una imagen en la crisis catalana de endeblez, improvisación e incomodidad, está estructuralmente presente de forma mucho más factible de lo que lo estaba hace cinco años. Además, mientras que Juan Carlos I habló desde una fingida heroicidad para todos, Felipe VI ha desvelado que él no es juez, sino parte.
Y aún queda otro factor tapado, el del propio PSOE. Que si bien es parte indisoluble del 78, su principal sustento, lo ha sido siempre y cuando el Régimen pudiera mantener su cara de legitimidad democrática (pese a guerras sucias, reconversiones y corrupciones). Para el partido de Sánchez resulta de una terrible incomodidad defender algo para lo que están pensados si ese algo se muestra, en vez de amable, descarnado. Se equivoca quien vea en el PSOE un aliado confiable de cambio real, se equivoca quien no juegue a azuzar las contradicciones entre lo real y lo representado que este partido va a tener que enfrentar.
Un régimen parafascista no es menos peligroso que uno encarnado por la brutalidad de un general. Sobre todo porque adultera los procedimientos democráticos para escudarse tras ellos desechando todos sus principios. Vivimos un tiempo en el que es posible condenar a gente a la cárcel por delitos de opinión y, a la vez, mantener el discurso de la poscensura en las redes; en el que la Policía puede arrastrar por los suelos a los votantes y, a la vez, ser presentada como víctima de una intolerable cacerolada; en el que un Presidente acosado por graves casos de corrupción puede hablar de legalidad; en el que un rey al que nadie ha elegido puede sentenciar sobre lo inoportuno de elegir. Vivimos tiempos en los que mientras que se canta el Cara al Sol en pleno centro de Madrid se ponen morritos para salir guapo en el selfi. Vivimos una intrascendencia peligrosa, una puerilidad decadente, un fascismo con filtro de Instagram.

Daniel Bernabé, en La Marea

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