sábado, 10 de julio de 2010

REQUIEM POR LA FUENTE RECARTE

Se nos ha ido la fuente Recarte. No ha muerto en la placidez de la cama sino en accidente. Los viejos plátanos feraces que sobrevivieron a las peores riadas a la sombra de decenios han sucumbido a la sierra y la excavadora.

La fuente Recarte antes de ser atropellada por el hormigón era un paraje muy especial. No creo exagerar si digo que era el lugar de más frescura de todo el término de Tafalla. El pozo al pie de la presa es un hervidero de manantiales que mantiene la corriente del río en los rigores del estiaje cuando la presa deja de saltar. Agua subterránea fría que nos dejaba al borde del pasmo a los muetes que osábamos sumergirnos en ella.

Hemos ido mucho a la fuente Recarte en los años cincuenta. Íbamos a primera hora de la tarde por un estrecho camino que discurría entre árboles, junto a la orilla izquierda del río que en ese punto se toma un descanso y se embalsa. Una costa muy apreciada por los pescadores de cangrejos que por entonces eran autóctonos y abundantes.

Cuando algunos años más tarde cortaron la sendica tuvimos que ir por el ancho camino del otro lado del río, actualmente es la carretera al instituto, que en verano estaba cubierto de un polvo muy fino, molido por mil ruedas de carro. Había que vadear el río que, a principio de temporada de baños y con la presa todavía con caída en cascada, devolvía el brillo a las chancletas de goma que en el camino había dejado rebozadas.

Después entreteníamos la espera para hacer la digestión jugando a hacer carreras con flores y palos que flotaban y descendían empujados por la corriente esquivando peñas y ruejos. ¡Cuántas horas hemos consumido a la espera de cumplir el precepto, santificado como todos los de entonces, de la digestión!

Algunos, por lo general mayores, tenían más facilidad para conciliar el sueño y sesteaban perezosos en cualquier lugar a la sombra generosa de los plátanos, no muy lejos de las ascuas humeantes, la parrilla pringada y la lechuga sobrante del reciente festín en remojo en la pila de la fuente.

En aquellos años nadie llevaba nevera, ni siquiera hielo de Montón o Iborra para refrescar las viandas y bebidas cuando salían a comer al río. La fuente era la mejor fresquera. Sifones, gaseosas y hasta algún garrafón de vino compartían baño en la fuente con lechugas y tomates que a veces navegaban fugitivos acequia abajo.

"¡Buen paraje!", saludaba a los presentes el hortalano que escapaba un ratico del sol flagelante del vecino huerto en traje de faena (abarcas, bombacho, camiseta y txapela) mientras arrimaba el rallo al chorro para rellanarlo. "¡Buen tempero!", correspondía el falso durmiente mientras se rascaba con el sombrero que cubría su cara.

Todos buscaban la sombra y la encontraban. Sólo un inmenso gardacho se calentaba al sol sobre el techo de cemento de un cercano depósito de agua.

Nos vestíamos el traje de baño en un arbolado de tupida vegetación a la orilla de la parte alta de la presa que los muetes llamábamos con evidente exceso imaginativo "la selva". No había ni serpientes ni tigres pero convenía andar con cuidado para no pisar en blando.

Más riesgo tenía andar asilvestrados por el tobogán entre el dique superior de la presa y el salto, ya que el piso estaba cubierto de un verdín resbaladizo que aseguraba aparatosas culotadas, algunas de ellas con caída libre en posturas indecorosas por la pequeña catarata.

El pozo al pie de la cascada es profundo; "cubría mucho", así que saltábamos de cabeza sin miedo a tocar fondo desde una piedra que sobresalía y a la que se accedía por una escalera de piedra en la pared. Nos duchábamos bajo la cascada de agua, buceábamos hasta las frías aguas del lecho o jugábamos al escondite detrás de la cascada. Los más atrevidos saltaban de pie desde un mirador situado encima de la pared y algún valiente o atarantau se tiró desde el camino sin que tuviera que terminar en el hospital.

La mayor parte de los críos habíamos aprendido a nadar en la playica, el carro donde acudía el personal menudo a chapotear entre la orilla de arena y una islica verde con juncos que se situaba a no más de tres metros, pero que a los chiquillos que todavía estábamos sin comulgar nos parecía toda una travesía. Sin escuela ni monitor aprendíamos a flotar y a duras penas avanzábamos con los brazos escondidos debajo del agua, al "estilo perro", de costadillo, salpicando con estruendosas patadas y, obviamente, con la boca y los ojos cerrados. En aquellas aguas congestionadas era habitual chocar con el que nadaba a tu lado, recibir una patada del que te precedía o una aguadilla involuntaria del coleguilla que, a pesar de estirar el cuello desesperadamente, transitaba ciego y sin rumbo. El día que llegábamos a la isla sin pisar suelo sabíamos nadar y nos sentíamos señores de los mares. Salías exhausto del agua tiritando, con las manos arrugadas y pálidas y el taparrabos que parecía haber crecido de talla, tapando todo menos lo imprescindible. El cuerpo arguillau del pequeño náufrago desgalichau trataba de atrapar los tibios rayos del sol pero el cierzo ya anunciaba el atardecer. "El agua está buena pero la salida....", decías como excusando los temblores satisfecho, chulico más que ufano.

Los cursos de perfeccionamiento los hacíamos en Macocha que estaba mucho más allá que "el rebote", que era el límite a no traspasar que nos imponían las madres amantes para no correr peligros en nuestras andanzas veraniegas. Era como atravesar las barreras del fin del mundo. Pasábamos de largo por la fuente Recarte hasta llegar a Macocha, que tenía algún parecido a la playica del carro pero donde cubría más. Allí nos ejercitábamos para nadar con estilo menos perruno y hasta algún aventajado lograba bracear tipo Tarzán, con la cabeza sumergida. Aquello era lo más de lo más. A Recarte íbamos ya aprendidos.

¡Qué pena de Recarte! Disfrutábamos hasta con las sancartillas de sus solanas y los arrapos de sus humedales. Nos deleitaban las fresas, las guindas y las cerezas de los sufridos hortelanos de las proximidades. También su verdor y sus aromas. La música de sus aguas y sus silencios. Y su eterno frescor.

Definitivamente algunas grandes obras tienen más de infra que de estructuras.
Jose Mari Olcoz (La Voz de la Merindad)

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