sábado, 9 de diciembre de 2017

FUROR IMPERIAL

La embestida española sobre Catalunya no resulta fácil de asimilar ni política ni jurídicamente. Tragarse el artículo 155 como si fuera una respuesta democrática, con el Parlament disuelto y mientras una parte del Govern está en Estremera y otra en el exilio bruselense, resulta difícil de digerir. Pero sus avaladores han dejado muy clarito a lo que están dispuestos para asegurar la incuestionable supremacía de la nación española.
Bajo el discurso del respeto a la ley y el orden constitucional, se ha puesto en evidencia que en el ADN del Estado (de la nación española) los rasgos de autoritarismo e intolerancia son hereditarios. Desde que comenzaron las despedidas con el “a por ellos” y el subsiguiente aporreamiento de votantes o se decretó barra libre para dictar prisiones provisionales, podía intuirse que la versión unplugged del nacionalismo español iba a servir para relegar los asuntos de corrupción al baúl de los recuerdos de Karina. Si aportan, como anticipan las balconadas rojigualdas, una mayoría al PP y Ciudadanos en las próximas Cortes, puede asegurarse que, con semejante tapadera, tendremos conflicto catalán para rato.
La rebelión catalana ha puesto al descubierto que en España abunda una nueva cohorte de políticos y funcionarios del Estado que parecen haber tomado el relevo a viejas camadas de alféreces provisionales. Su nutrida presencia pública es una demostración del espejismo de un Estado plurinacional y de una cultura política renovada. El discurso que maneja esa tropa se asemeja a un mix de neofalangismo y tecnocracia, una combinación que sepulta la idea de que tras el final de la dictadura la nación española se enmendaría y que, andando el tiempo, se haría democrática;es decir, reconocería que la vinculación nacional al Estado debe ser voluntaria.
Por el contrario, en la medida en que la derecha española, que vivió acomplejada por su pasado y en minoría parlamentaria durante un periodo de veinte años, se ha sacudido esos complejos, la pulsión de su nacionalismo cada vez es más agresivo. Desde la llegada de José María Aznar a La Moncloa, a mitad de los 90, impulsado por la corrupción y descrédito del felipismo del señor GonzáleX, se ha construido un relato para que los verdugos de ayer y sus herederos se presenten como víctimas y defensores de la democracia. Una farsa moral en beneficio de un partido imputado como asociación delictiva que mantiene a decenas de miles de desaparecidos en las cunetas.

EL SECESIONISMO COMO SUSTITUTO
El secesionismo catalán ha sustituido como reclamo electoral al terrorismo, al tiempo que se ha consolidado una operación de Estado, que ya se intentó con UPyD, para que una marca blanca como Ciudadanos pueda sustituir a los nacionalismos vasco y catalán como pivote del bicameralismo imperfecto que diseñaron las Cortes franquistas. Este nuevo amanecer de la España española se completa con la reducción del PSOE a una suerte de Ibex-socialismo cuyas figuras históricas viven cómodamente apoltronadas en diferentes consejos de administración y fundaciones al servicio de grandes corporaciones.
La atronadora ovación en el Senado a la supresión del autogobierno catalán, que se prolongó durante más de un minuto, resulta una imagen inquietante que recuerda a otras pretéritas vinculadas al NODO y las Cortes frranquistas. Ilustra la deriva posfranquista del nacional constitucionalismo que ha ido encomendado la administración de justicia a miembros del Ministerio Fiscal o de la Judicatura, cuyo celo y fanatismo recuerda al que siglos atrás caracterizaba al Santo Oficio. Las garantías institucionales del autogobierno autonómico o las libertades públicas están hoy al albur de un lobby de magistrados y políticos vivaspaña que abusan de poder para despojar de autogobierno a una colonia rebelde, encarcelar a titiriteros o jóvenes de gaupasa por terrorismo o demandar decenas de años de cárcel para líderes políticos.
El integrismo político contemporáneo ha adoptado en España la forma de una religión constitucional y el descrédito de jueces y audiencias -y en su conjunto de la función jurisdiccional puesta al servicio de la unidad de España- parece irreparable. ¿Quién puede seguir confiando en una justicia independiente, con juezas como Lamela o en el Tribunal Constitucional como árbitro imparcial después de la sentencia del Nou Estatut? Tras el asalto judicial a Catalunya, hace falta mucha ingenuidad o mucha caradura para seguir pregonando que en España existe una división de poderes. De hecho, aunque la Audiencia Nacional no tenga competencia sobre los delitos de sedición o rebelión y aunque su tipología exija respectivamente violencia o alzamiento tumultuario, los principales operadores jurídicos han dado por validas decisiones que avalan esos disparates. Porque para poder justificar sus tropelías el Estado ha encumbrado como supremos intérpretes de la ley a jueces y fiscales como la que mantiene en prisión a los jóvenes de Altsasu, también casualmente encargada de llevar a prisión a los “agitadores” del procés que, según ella, “forman parte de una compleja organización criminal”.

LA TOXICIDAD MEDIÁTICA
Semejante modelo de justicia a la carta se hace socialmente digerible mediante una prensa que actúa como propaganda de guerra. Desde La Razón a El Mundo, de El País a ABC, una misma toxicidad que también desagua por los canales televisivos que se difunden desde Torrespaña pasa inadvertida en el espacio monolingüe de la España española, sin acceso o interés por conectarse con EITB o TV3 (un canal a tener en cuenta), o sin prensa vasca o catalana con la que poder comparar informaciones. La última estrategia de desinformación que alimenta el delirante zulo español de noticias es acusar a Rusia como agente de operaciones conspirativas catalanas.
Después de años de movilizaciones masivas sin parangón en Europa, la respuesta a la demanda pacífica de Catalunya de definir en las urnas su futuro político, también ha puesto en evidencia el deterioro que padece la Unión Europea, muy alejada del papel de faro democrático al que se le asociaba históricamente. El bochornoso espectáculo de sus máximos representantes, de sobremesa en Oviedo como si fueran los Rolling Stones, las rotundas afirmaciones horroris causa del presidente Juncker o el decepcionante discurso de Verhofstadt, reflejan hasta que punto la UE se ha convertido en un bastión del neoliberalismo y del nacionalismo de Estado.
En un contexto geopolítico tan desfavorable, el empeño del pueblo catalán por ver reconocida su dignidad nacional merece, en mi opinión, la solidaridad de Euskadi, pero su proyecto emancipatorio necesita, a mi juicio, recabar más apoyos entre la ciudadanía para dotarse de una mayor legitimación. El 21-D será una nueva oportunidad para poder demostrarlo.

Iñigo Bullain, en DEIA

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