Ayer participé en un debate en el Círculo de Bellas Artes de Madrid, organizado por el Colegio de Politólogos y Sociólogos, sobre las elecciones del 15 de junio de 1977. Muchas fueron las cuestiones que salieron en las intervenciones: el reconocimiento de que, 40 años después, hoy sólo el 12% de la ciudadanía conoce el texto constitucional; el dato proporcionado por Juan Díez Nicolás (entonces director del Instituto de Opinión Pública) de que en una encuesta hecha a principios de 1977 más de un 70% de la ciudadanía estaba a favor de la legalización de todos los partidos; el reconocimiento innegable de que el decreto-ley electoral fue hecho a la medida de las pretensiones de los reformistas de la dictadura para garantizarse la mayoría en el Congreso y en el Senado (yo recordé la famosa frase de uno de esos reformistas, Pío Cabanillas: "Todavía no sé quiénes, pero ganaremos" y también que no pudieron votar los cerca de 2 millones de jóvenes entre 18 y 21 años que habrían desequilibrado los resultados de esas elecciones); el reconocimiento también de que en la transacción asimétrica que acabó imponiéndose frente a la ruptura democrática se "consensuó" no tocar temas como monarquía-república, la unidad de España y la bandera, además de la renuncia a la depuración del aparato de Estado que significó la ley de Amnistía (obviamente, esto lo denuncié yo). Todo esto fue aceptado por la principal fuerza de la oposición, el PCE de Santiago Carrillo.
También recordé que esas elecciones se transformaron en constituyentes porque UCD no consiguió la mayoría absoluta en el Congreso, pero no por eso se puede sostener que la nueva Constitución fue producto de un poder constituyente, sino que fue un proceso controlado desde los "poderes fácticos" de entonces al que se adaptaron tanto PSOE como PCE.
También tuve que recordar cómo, después de la revolución portuguesa, tanto EE UU como la socialdemocracia alemana (a través de la Fundación Ebert) se volcaron en impedir la ruptura democrática.
Todo eso no significa, por mi parte, no reconocer que no llegamos a tener la fuerza colectiva suficiente para desbordar esa estrategia de anticipación frente al proceso de maduración de una movilización masiva a favor de la ruptura, como he explicado en otros artículos.
También recordamos, en fin, tanto Pepe Sanroma (ex-dirigente de la ORT) como yo que la izquierda radical de entonces no era un conjunto de fuerzas débil y sin arraigo social sino todo lo contrario: en esos años 1976-1979 éramos partidos con una implantación en la joven clase obrera (incluso en grandes fábricas) y capaces de llenar grandes recintos (como plazas de toros o campos de deporte) aunque, todavía en la ilegalidad, no obtuviéramos representación parlamentaria en unas elecciones en las que tuvimos que presentarnos a través de la fórmula de agrupaciones de electores.
En fin, el relato dominante de la Transición tiene que ver poco con la historia real de entonces que, precisamente poco después, generó lo que se llamó "desencanto".
Jaime Pastor
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