lunes, 25 de junio de 2018

¿SI ME VAN A VIOLAR, NO PUEDO ESTAR EN SHOCK?

La Justicia española dice que no es violación, es abuso. Por lo tanto, 9 años de prisión, de los cuales ya han cumplido 2. Absueltos de agresión sexual.
Vivo en un país en el que no se considera agresión sexual que 5 hombres me metan de noche en un portal, agarrándome de las muñecas, cuando estoy en estado de embriaguez, aprovechando su evidente superioridad física y numérica.
No se considera agresión sexual que me penetren simultáneamente – a mí y a mis 18 años – por la boca, por el ano y por la vagina mientras me graban con sus móviles. No se considera agresión sexual que, en esas condiciones, eyaculen dentro de mí y lo hagan sin preservativo. No se considera agresión sexual que ellos estén tan cachondos como eufóricos, jaleándose y pidiendo a gritos turno para metérmela, mientras yo no hago ni la más mínima muestra de estar disfrutando de la situación.
Vivo en un país en el que no hay ni rastro de agresión sexual en que los que hablaban de que “hay que llevar burundanga, que luego queremos violar todos” difundan vídeos con contenido sexual en los que yo aparezco. Siete vídeos explícitos en los que se ve cómo me humillan y me vejan.
No hay rastro de agresión sexual cuando, después de su fechoría, ellos se van a seguir la fiesta y a mí me dejan tirada en el portal, sin ropa, robándome el móvil antes de marcharse para que no pueda ponerme en contacto con nadie. Nada hace pensar que haya sufrido un agresión sexual aunque esté sola de madrugada, llorando en un banco de una ciudad desconocida, hasta que una pareja me encuentra y llama a la Policía.
No hay agresión sexual aunque los guardias, el personal médico y mi estrés post-traumático digan lo contrario. No hay agresión sexual aunque, dos años después, siga necesitando asistencia psicológica. No hay agresión sexual porque la educación sexual en mi país nos la ha enseñado el porno.
Vivo en un país en el que la Justicia da carta blanca a violadores y asesinos y me dice que si siento que me van a violar, no puedo entrar en estado de shock. Tengo que gritar mucho, patalear una barbaridad y oponer toda la resistencia física que mi cuerpo me permita para que me hagan daño. Para que se me note después. Sangre, moratones y alguna fractura, como mínimo. Para que controle ese instinto de supervivencia que me sale en situaciones de pánico y, en vez de enfrentarme a esas bestias contra las que sé no puedo, decida volverme tan loca que mi asesinato pueda ayudar a que alguien ahí fuera crea mi versión.
Vivo en un país en el que aceptar ser violada para poder seguir con vida no se entiende. “Si no quería que la penetraran entre cinco, ¿por qué no se marchó de allí?” De aquella ratonera. No puedo con uno, estando en plenas facultades, y quieren que pueda con varios, sin estarlo. Pero también vivo en un país en el que enfrentarme a mi violador, sabiendo las consecuencias fatales que puede tener, tampoco se entiende. “¿A quién se le ocurre plantarle(s) cara sabiendo que tiene todas las de perder?”. Además, si les denuncio, me dicen que es mentira. Que les quiero joder la vida, aunque no les conozca de nada. Y si no les denuncio, me dicen que porqué no lo hago si es verdad. Que cómo soy tan tonta.
Vivo en un país en el que, haga lo que haga, las preguntas siempre me las hacen a mí. Supongo que la sociedad se centra en lo que yo hago (o dejo de hacer) porque todavía no tienen el valor suficiente para preguntarse a sí mismos qué estamos haciendo mal para que lo que me hicieron a mí, se lo hagan – con total certeza – a tres mujeres al día en España.
Qué estamos haciendo mal para que sólo una de cada 8 mujeres violadas en nuestro país decida presentar una denuncia. Qué estamos haciendo mal para que sigamos siendo objeto de uso y consumo. Vivo en un país en el que todavía le debemos nuestro cuerpo a ellos. Se nos cosifica hasta la saciedad y, al final, somos eso. Sólo un cuerpo. Inerte. Un cuerpo. Sin vida. De hecho, mira hasta qué punto se nos cosifica que, aunque parezca increíble, muchos aún no tienen claro cuándo estamos disfrutando y cuándo estamos sufriendo. Les importamos tanto que no lo saben diferenciar. Sólo somos un cuerpo. Sin más.
Vivo en un país en el que sé que antes de tener 25 años, podré volver a encontrármelos en cualquier calle, en cualquier fiesta, en cualquier ciudad. A José Ángel Prenda, Alfonso Jesús Cabezuelo, Jesús Escudero, Ángel Boza y Antonio Guerrero (de izquierda a derecha en la imagen). Podré cruzármelos de nuevo y será entonces cuando todos los pedazos que intento reconstruir a diario, vuelvan a tambalearse. Por mí y por todas mis compañeras. Pero seguiré luchando con objetivo muy claro. Como decía la yaya, “que lo que no tuve para mí, sea para vosotras”. Hermanas.

NOTA MUY IMPORTANTE: No soy la chica de la violación de San Fermín, aunque podía haberlo sido. Sólo escribo en primera persona para que la empatía en este país despierte de una vez por todas.

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