martes, 22 de agosto de 2017

CATALUNYA, UN ESTADO DE FACTO

Si queréis ser independientes, comportaros como un país independiente». Fue la recomendación que el diplomático británico Shaun Riordan dio a los catalanes en una entrevista publicada en “Vilaweb” hace ahora un año. El consejo lo han seguido a rajatabla: tal y como hacía notar hace unos días el eurodiputado Ernest Maragall, hermano del expresident, un momento que requería el despliegue y actuación plena del Estado (español) en Catalunya ha acabado siendo la evidencia de que Catalunya actúa ya como un Estado.
Más allá de la tragedia, sus causas y sus consecuencias inmediatas, una de las principales derivadas de los hechos de la última semana ha sido constatar que, en Catalunya, el Estado español ni está ni se le espera. Los ejemplos van desde la primera comparecencia conjunta del president, Carles Puigdemont, el vicepresident, Oriol Junqueras, y la alcaldesa de Barcelona, Ada Colau, el mismo jueves –Rajoy compareció a medianoche–, hasta la rueda de prensa del lunes, en la que Puigdemont dio cuenta de la muerte de Younes Abouyaaquob a manos de los Mossos una hora antes de que el ministro de Interior, Juan Ignacio Zoido, compareciese para no decir absolutamente nada.
Es pronto para saber cómo influirán los hechos de estos días en el proceso independentista, que tiene setiembre marcado en rojo. Pero de que influirá no cabe duda. Una cosa es caer en la perversión de utilizar los ataques de Barcelona y Cambrils para atizar al adversario –lo ha hecho la prensa española– y otra pecar de ingenuidad y pensar que un shock como el vivido estos días por la sociedad catalana no tendrá ningún efecto sobre el estado de ánimo colectivo que condicionará inevitablemente los hechos de setiembre y octubre en Catalunya. La lógica decía que al Estado se le abría una oportunidad de oro para hacer valer su autoridad y reforzar su presencia en el Principat, pero ya sea por incapacidad, por desidia o por un (mal) cálculo que a quien esto escribe se le escapa, todo el protagonismo ha caído sobre las autoridades catalanas, que han superado con nota un test de estrés de gran calibre.

Una campaña de marketing impagable para los Mossos. Y probablemente merecida. Toda sensación de seguridad y de eficiencia policial suele ser subjetiva, y los Mossos d’Esquadra han acertado a la hora de transmitir una imagen de eficacia. La impecable comunicación de los sucesos por parte de la policía catalana, con información puntual y clara dirigida directamente a la ciudadanía, será estudiada en las facultades.
La acción policial no ha sido impecable. No pasa nada por decirlo. Una docena de personas han estado implicadas en los preparativos sin que nadie se haya enterado –aunque es cierto que la exclusión de los Mossos de foros policiales internacionales clama al cielo estos días– y seis implicados han sido directamente muertos a tiros sin que apenas nadie se haya planteado si hubiese sido posible detenerlos sin matarlos por la vía rápida –más bien al contrario, las muertes han sido aplaudidas en muchos casos–. Pero lo que cuenta es la percepción subjetiva que queda en el conjunto de la población y, en este sentido, por mucho que choque con arraigadas –y a menudo justificadas– opiniones sobre la naturaleza de la labor policial, no hace falta darle muchas más vueltas: la gente ha reconocido y agradecido el trabajo de los Mossos d’Esquadra, que se han ganado a pulso la presencia en esos foros internacionales y que se han mostrado como un cuerpo policial capaz de gestionar la seguridad de un Estado al menos como cualquier otra policía europea.
La positiva imagen sobre los Mossos se ha visto alimentada también por la actitud del Mayor Lluís Trapero, que en sus comparecencias ha insistido en desvincular la inmigración de los ataques y ha reclamado que no se difundiesen imágenes de las víctimas de La Rambla; unas recomendaciones que han conectado directamente con el sentir mayoritario de la sociedad catalana. La guinda llegó el lunes, con el glorioso «Bueno, pues molt bé, pues adiós», espetado a una periodista española que abandonó la rueda de prensa porque Trapero contestó en catalán a una pregunta formulada también en catalán.

Instituciones conscientes de que el mundo observa. Pese a las protestas de periodistas españoles –más españoles que periodistas–, la política comunicativa de las instituciones catalanas ha sido intachable Baste recordar que en la mencionada rueda de prensa del lunes, Puigdemont habló en catalán, castellano, inglés y francés. Una hora después lo hizo Zoido, en perfecto castellano, en una comparecencia destacada solo por el diario “ABC”. No admitió preguntas.
La batuta institucional la ha llevado en todo momento la Generalitat. Mientras Rajoy optaba una vez más por la estrategia del avestruz, el conseller de Exteriores, Raül Romeva, recibía a ministros de Exteriores en Barcelona y entraba en directo en la televisión Sky bajo el epígrafe de «ministro de Exteriores de Catalunya». Mientras dinosaurios como Mayor Oreja pataleaban por el uso del catalán en las informaciones oficiales, el diario “Libération” abría portada con un inmenso «No tinc por», y la alcaldesa de París acudía a rendir homenaje a la delegación del Govern en la capital francesa, en vez de a la Embajada española, como acostumbra a hacerse.
La ridícula presencia del Estado en Catalunya se ha limitado a un mudo Rajoy, un Felipe de Borbón que presionó para visitar el hospital y sacarse fotos con las víctimas –así lo ha acreditado ‘‘Nació Digital’’– y una actuación memorable del ministro Zoido, que dio por desarticulada la célula yihadista cuando el conductor de la furgoneta que entró a La Rambla ni siquiera había sido identificado.
Visto que el precedente en el Estado español era la nefasta gestión del 11M en 2004, la respuesta de la Generalitat no solo ha estado a la altura de cualquier Estado sólido y solvente, sino que ha pasado la mano por la cara a los vecinos españoles.

Una sociedad sana, activa y libre de odio. La respuesta social, con gestos espontáneos hacia las víctimas, pero también hacia la comunidad musulmana, con quiosqueros que se negaron a vender los periódicos que tenían imágenes explícitas de muertos y heridos en las portadas, y con manifestantes expulsando de La Rambla a los cuatro fascistas que al día siguiente trataron de manifestarse contra la inmigración, ha sido igualmente ejemplar.
También ocurrió en España tras el 11M, cuando la respuesta social superó con creces la nefasta reacción institucional, pero la sociedad catalana ha vuelto a demostrar estos días el nervio que le ha llevado no solo ha protagonizar las manifestaciones más grandes de Europa en los últimos años –las Diadas–, sino también la mayor movilización registrada a favor de la acogida de refugiados. Una sociedad activa, que se mira al espejo y se reconoce, que no para de conversar consigo misma y que este sábado volverá a llenar las calles de Barcelona en una manifestación en la que todavía está por ver cuál será el papel de Felipe de Borbón, que se postuló para encabezarla. Si no corrigen, es probable que el tiro le salga por la culata a la Casa Real.
Habrá tiempo en los próximos días para retomar la agenda soberanista y volver a pisar el acelerador del proceso –está previsto que la Ley del referéndum se apruebe entre el 6 y el 7 de setiembre–, pero de momento quien sale favorecida del dramático test de estrés es la parte catalana, que ha blindado su credibilidad y ha elevado el precio a pagar por parte del Estado español a la hora de tratar de impedir el referéndum del 1 de octubre. Ahora será más difícil aún justificar la inhabilitación de un Puigdemont que ayer mismo intervenía en directo en la CNN.
Sea como sea, y al margen de lo que ocurra en los próximos dos meses, Catalunya ha emergido estos días a ojos del mundo como una realidad social y política diferenciada de la española, y ha demostrado al mundo –y se ha demostrado a sí misma– que puede funcionar como un Estado. Empezar a creerlo de veras es un paso de gigante para serlo algún día.

Beñat Zaldua, en GARA

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