No sabemos cuántas personas han muerto en Libia hoy a consecuencia de la brutal intervención de la OTAN en 2011. Algunas fuentes hablan de unos treinta mil muertos; otras, aumentan esa cifra. Por su parte, la Cruz Roja calcula unos ciento veinte mil muertos, pero no hay duda de que esa guerra que inició la OTAN ha destruido el país y arrojado a sus seis millones de habitantes a una pesadilla siniestra.
En marzo próximo se cumplirán seis años del inicio de la matanza: desde buques y aviones, Estados Unidos, Francia y Gran Bretaña lanzaron un diluvio de bombas y de misiles de crucero. Justificaron la guerra y la matanza con la resolución 1973 del Consejo de Seguridad de la ONU, que sólo hablaba de utilizar las “medidas necesarias” para proteger a la población civil que “estuviera amenazada”, y que autorizó una zona de exclusión aérea, pero no la invasión del país. No había autorización alguna para iniciar una intervención militar, ni mucho menos un ataque para derrocar el gobierno del país. China y Rusia, así como la India y Alemania, se abstuvieron en aquella votación del Consejo de Seguridad, y, posteriormente, a la vista de la guerra impuesta, tanto Moscú como Pekín denunciaron la abusiva interpretación que habían hecho Washington, sus aliados europeos y la OTAN de la resolución del Consejo. Sudáfrica, que también había votado a favor de la resolución, denunció después el uso desmesurado del acuerdo para forzar un “cambio de régimen y la ocupación militar del país”.
Fue tal la hipocresía de Washington, Londres y París, que sus aviones llegaron a bombardear a la población civil en Bengasi y Misrata, entre otras ciudades libias, matando a centenares de personas, pese a que supuestamente intervenían en su defensa. Previamente, las “fuerzas rebeldes” fueron entrenadas por instructores militares norteamericanos y de otros países de la OTAN, al tiempo que les facilitaron armamento sofisticado e información, y el Departamento de Estado norteamericano trabajó para crear un Consejo Nacional de Transición para imponerlo como nuevo gobierno tras la derrota de Gadafi. De hecho, desde antes del inicio de la agresión militar, comandos militares británicos y norteamericanos (en operaciones aprobadas por Cameron y Obama, violando la legalidad internacional) se habían infiltrado en Libia y llevaban a cabo acciones de sabotaje y asesinatos selectivos. Los militares occidentales llegaron al extremo de utilizar vestimenta similar a los milicianos del bando rebelde, para camuflar su intervención ante las instituciones internacionales: eran militares de la OTAN, pero nunca reconocieron su condición, y adiestraron a los rebeldes y lucharon junto a ellos.
Durante los meses del verano de 2011, la OTAN lanzó miles de misiones de combate, y envió comandos de “operaciones especiales” para reforzar los ataques de los rebeldes armados y apoyados por la alianza occidental. El 20 de octubre, sin fuerzas para resistir, Gadafi huyó de Sirte y su convoy fue atacado por aviones norteamericanos y franceses, y, finalmente, fue detenido por fuerzas rebeldes, ayudadas por esos “comandos de operaciones especiales” norteamericanos. Después, lo asesinaron a sangre fría. Cinco días antes del asesinato de Gadafi, el primer ministro británico, Cameron, y el presidente francés, Sarkozy, volaron a Libia, a la zona controlada por los rebeldes, mientras los equipos de la CIA norteamericana trabajaban para localizar a Gadafi y asesinarlo. Su muerte fue celebrada por Obama, Cameron y Sarkozy.
Violando la resolución de la ONU, utilizando de nuevo la guerra como instrumento de su política exterior, Estados Unidos y sus aliados consiguieron sus propósitos. Los bombardeos de la OTAN destruyeron aeropuertos, infraestructuras y puertos del país, centros oficiales, cuarteles, carreteras, y centenares de miles de personas fueron forzadas a huir, según estimaciones de la ONU, convirtiéndose en refugiados en su propia tierra. Las reservas y recursos del país en el extranjero fueron intervenidos por los gobiernos occidentales. Hoy, la economía del país es apenas una tercera parte de lo que era antes de la intervención de la OTAN en 2011. Después, estalló la lucha de banderías entre los distintos grupos armados (como ocurrió en Afganistán tras el triunfo de los “señores de la guerra” apoyados también por Estados Unidos); llegó el caos al país, la devastación, los milicianos fanáticos y bandidos armados que se apoderaron de todo. Libia pasó a ser una pesadilla, donde los secuestros, los centros de tortura clandestinos, los asesinatos, las violaciones de mujeres, se han apoderado de la vida cotidiana en el infierno; y donde faltan hasta alimentos y medicinas, hasta el punto de que en muchas ciudades, como en Bengasi, los habitantes se ven obligados a comer alimentos podridos y ratas.
A ese paisaje del infierno, se une la destrucción de centros públicos, de plazas, parques y lugares donde la población acudía antes de la guerra; se añade el robo de propiedades, los fusilamientos y decapitaciones públicas organizadas por los grupos yihadistas, que han pasado a ser moneda común de la nueva Libia hoy. Fuentes independientes hablan de centenares de personas, tal vez miles, decapitadas por los destacamentos armados de fanáticos milicianos religiosos. Grupos salafistas y yihadistas siguen controlando importantes áreas del territorio, y, aunque Washington intentó levantar un decorado democrático, en las elecciones de junio de 2014, sobre un censo de tres millones y medio de personas, apenas votó el 18 % de la población. Muchas ciudades han quedado convertidas en ruinas, y las minas antipersona son un peligro mortal para los supervivientes.
Varios centenares de grupos armados, enfrentados entre sí, pugnan por el control del territorio y de la riqueza del país, junto a las mafias que trafican con personas, que condenan a trabajos forzados a emigrantes, que matan con total impunidad, mientras dos gobiernos y dos “parlamentos”, en Trípoli y en Tobruk, (éste, apoyado entonces por la OTAN), intentaban derrotar al adversario y obtener el reconocimiento exterior. Para salir del caos, los gobiernos occidentales impulsaron el llamado “gobierno de unidad nacional”, que se creó en Marruecos en diciembre de 2015, presidido por Fayez al-Sarraj, aunque sigue sin establecer su autoridad en todo el país, e incluso es incapaz de controlar Trípoli, donde existen varias decenas de milicias armadas cuya agenda se centra en apoderarse del petróleo para exportarlo, en extorsionar a la población, a los inmigrantes y a traficar con personas. En otras importantes ciudades libias, como Sirte, Misrata, Tobruk, ocurre lo mismo. A su vez, el general Jalifa Haftar controla ahora Tobruk, con ayuda militar y financiera de Egipto y Emiratos Árabes Unidos. Haftar es un militar libio que, tras romper con Gadafi, fue trasladado por la CIA a Estados Unidos, en los años noventa, para posteriormente, encabezar la milicia armada que financió la agencia norteamericana. A ellos hay que añadir las fuerzas controladas por Daesh, el autodenominado Estado Islámico, que cuenta con importantes connivencias en las monarquías del golfo Pérsico.
En ese caos infernal, Washington sigue enviando “grupos de operaciones especiales” (como el que llegó en diciembre de 2015 a la base militar de Al-Watiya, en el distrito de An Nuqat al Khams, junto a la frontera tunecina, comando que fue bloqueado por grupos armados y obligado después a salir del país), y utiliza su aviación para bombardear a milicias que no son de su agrado, mientras apoya al gobierno de Fayez al-Sarraj, aunque sigue contando con la baza de Haftar, viejo empleado de la CIA. En la práctica, las distintas milicias se bloquean entre sí, y el caos es tal que no existe un bando capaz de imponerse a los demás. Estados Unidos intenta estabilizar la situación, a través del gobierno de Fayez al-Sarraj, aunque no desdeñaría apoyar a un gobierno de Haftar si consiguiera imponerse en la mayor parte del país: quiere contar con un gobierno cliente que asegure sus intereses, y el Departamento de Estado es capaz de hacer presentable a cualquier gobierno de bandidos.
Estados Unidos y sus aliados europeos (Gran Bretaña, Francia) responsables de la tragedia del país, están interesados en cuestiones diferentes: Bruselas intenta contener la llegada de emigrantes desde Libia hoy en día, que algunas fuentes calculan en 150.000 anuales, asunto que preocupa especialmente a Alemania; Washington pretende controlar a Daesh (con quien contemporiza en Siria, donde, de facto, es visto como un aliado en la guerra para derribar al gobierno de Damasco), desactivar los centenares de milicias, y recuperar la producción de petróleo. A su vez, el enviado especial de la ONU para Libia, Martin Kobler, intenta, sin fortuna, mediar en el caos.
Mientras tanto, las televisiones y la gran prensa internacional dejaron hace tiempo de mostrar interés por Libia hoy, siguiendo un guión utilizado muchas veces con éxito. Libia, convertida en un estado fallido, con presencia de Daesh (que acaba de perder Sirte), donde todos los grupos y milicias cometen crímenes de guerra ante la indiferencia occidental, es hoy un país del que ninguna potencia de la OTAN se hace responsable, aunque la tercera parte de la población necesite ayuda alimentaria urgente, aunque los libios tengan que comer ratas y beber aguas pestilentes, aunque se vean obligados a contemplar constantes asesinatos y decapitaciones, aunque allí la vida no valga nada, y las cancillerías sean conscientes de que los libios han sido condenados a vivir en un infierno.
Higinio Polo, en El Viejo Topo
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