Se ha escrito mucho sobre los restos de Sanjurjo «encriptados» en los Caídos. Pocos saben que la culpa de que dichos polvos mortales terminaran inhumados en la catedral en 1939 y, posteriormente, en la cripta, la tuvo el Ayuntamiento navarro de Lumbier. La historia no es justa repartiendo parabienes y laureles, porque, a decir verdad, sin la intervención de Lumbier, ahora mismo no hubiéramos contemplado los alardes dialécticos entre Ayuntamiento, arzobispado y representantes de los familiares del finado. Gracias a ellos, podemos comprobar que el humus nutricio del franquismo, encarnación putrefacta del fascismo, sigue cultivándose en ciertas latitudes y actitudes anticonstitucionales y antidemocráticas.
Al Ayuntamiento de Lumbier ni se le nombra, ni se le reconoce el mérito de haber convencido a la Diputación fascista de aquella época, cuyo vicepresidente era el carlista J. P. Arraiza Baleztena, para que recuperara los huesos del militar pamplonés, el hijo de Justo y de Carlota. Y no era fácil convencer a una Diputación tan derechuza como aquella. La oferta tendría que ser netamente fascista, como la naturaleza ideológica de la institución foral. Tenía que estar a su altura o superarla. Al parecer, la propuesta del Ayuntamiento de Lumbier tocó positivamente el magro facha de Diputación y esta la hizo suya.
La historia fue la siguiente. A finales de junio de 1939, el Ayuntamiento de Lumbier remitiría a los ayuntamientos navarros un oficio en el que les proponía que apoyasen su maravillosa iniciativa. A saber, que «los restos del gran soldado navarro José Sanjurjo Sacanell sean traídos a descansar a Pamplona, salvando así una deuda contraída con tan insigne patriota».
¿Deuda? Por supuesto. Sanjurjo, como reconoce uno de sus biógrafos, el general Esteban Infantes en su libro “General Sanjurjo. Un laureado en el penal del Dueso” (1957), fue el mayor aglutinante en la coordinación de los esfuerzos de Mola en Navarra y en el Norte. Sin Sanjurjo, Pamplona no sería «la cuna del Alzamiento», ni Mola hubiese atemorizado a medio mundo. Y si este se permitió mostrar su costra más sanguinaria, lo fue gracias a Sanjurjo que se lo permitió. Al fin y al cabo, él era el Jefe, por encima del Director, Mola.
Dado su abolengo familiar carlista, Sanjurjo fue quien más hizo por atemperar las reticencias del bloque tradicionalista en sus extensas ramificaciones, pues pensaba que, convencidos los requetés de la necesidad del golpe, la organización de la contrarevolución era pan comido. Según este biógrafo que también era su ayudante personal, Sanjurjo, desde Estoril, dedicaría sus propósitos a encauzar sus actividades en la preparación del golpe. De hecho, disponía de un conocimiento preciso de cómo los rectores falangistas y requetés estaban instruyendo a sus juventudes para dicho fin. Y estamos hablando de 1935.
En el acuerdo final de los requetés tuvo mucho que ver la influencia de Sanjurjo; «La Comunión Tradicionalista se suma con todas sus fuerzas en toda España al Movimiento Militar para la salvación de la Patria, supuesto que el Excmo. Señor General Director acepta como programa de gobierno el que en líneas generales se contiene en la carta dirigida al mismo por el Excmo. Señor general Sanjurjo, de fecha nueve último. Lo que firmamos con la representación que nos compete, Javier de Borbón Parma, Manuel Fal Conde». Los carlistas dirán lo que quieran acerca de cómo se llegó a este acuerdo, pero ese fue.
En cuanto a las relaciones estrechísimas establecidas entre Sanjurjo y Raimundo García, alias Garcilaso, director del Boletín del Cuartel Militar de Burgos, y portavoz de Mola ante el Jefe del golpe, su biógrafo ofrece datos más que fidedignos de las actividades peripatéticas de Garcilaso con los prebostes del carlismo, Rodezno, Martínez de Morentín y Fal Conde. Tratándose de una fuente como ésta, aceptamos su información sin objetar lo más mínimo. Piénsese que estas biografías elevan a categoría de heroicidad lo que con el tiempo serán signos de una monstruosidad rayana en lo criminal. Estaban armando un golpe militar contra un gobierno democrático y elegido por voluntad popular. Y eran militares perjuros, gente que había jurado sus cargos de fidelidad a la II República delante de un crucifijo, una Biblia y la Constitución de 1931. Y con esta gente era con quien decía el Ayuntamiento de Lumbier que Navarra había contraído una deuda.
La Diputación, al comprobar que la idea de Lumbier había calado en el humus craneal de los ayuntamientos, la haría propia. El siguiente acto consistió en convocarlos a una cita en Pamplona con el olifante de la uniformidad colectiva y presenciar la emocionante inhumación de los restos de un militar golpista y perjuro ¡en la Catedral! El texto que Diputación remitió a los ayuntamientos navarros reconocerá que el copyright era del pueblo de Lumbier, quien «lanzó la iniciativa de la idea, llevada a feliz realización, acogida con singular entusiasmo por los demás ayuntamientos, y también por ellos expresan directamente el sentir de los pueblos de Navarra».
¿Y por qué el Ayuntamiento de Lumbier inició esta aventura y no, por ejemplo, el de Pamplona, de donde era Sanjurjo, presidido, además, por un ínclito fascista, Tomás Mata que para estos jumelages de latría se las pintaba solo?
Algunas hipótesis. Primera. Lumbier, junto con Tudela y Pamplona, fueron las poblaciones navarras que durante la contienda serían bombardeadas seriamente por la aviación roja. A finales de setiembre, el día 25, los habitantes de Lumbier contemplarían horrorizados el balance de estas bombas: seis muertos, tres heridos graves y tres leves. El Boletín del Cuartel del Generalísimo afirmaría que los republicanos arrojaron «siete bombas de considerable potencia tanto que en unos segundos se derrumbaron trece casas y graves desperfectos en la iglesia parroquial». Y, nuevamente, a los tres días, se sucedería otro bombardeo. Esta vez con un resultado benévolo: tres mujeres heridas gravemente. Felizmente, después de ser ingresadas en el hospital de Pamplona, volverían a sus casas.
Segunda. José Gómez Itoiz, diputado foral, miembro de la Junta Central Carlista de Guerra y presidente de la inquisitorial Junta Superior de Educación, había sido médico titular de Lumbier durante muchos años. Y asistió a los funerales que se hicieron por los muertos del bombardeo. Tal vez, conversando con las autoridades municipales surgiera la idea de traer a Navarra los restos del militar golpista por no se sabe qué razones suficientes.
En cualquier caso, y esto sería lo más importante, sigue siendo un misterio cuál era la deuda que los de Lumbier, como navarros, tenían contraída con el general golpista. Y averiguar si dicha deuda se satisfizo trayendo sus restos a Pamplona para inhumarlos en la Catedral en octubre de 1939, y trasladarlos a la Cripta, después de que esta se construyera en 1942, resulta todavía más enigmático.
Vistas las cosas a posteriori, parece que la deuda de cierta Navarra y la de los ayuntamientos fascistas, fuera el de Lumbier o el de Villafranca, con los militares golpistas fue clara. Gracias a su colaboración, los militares impusieron una dictadura bárbara y cruel con la que se sintieron identificados. Sin Sanjurjo no hubiera sido posible. Lo que estaría por saber, ahora, cuál es la deuda que Sanjurjo contrajo con los miles de asesinados y sus familiares gracias a su aportación intelectual y estratégica como Jefe del golpe. Quizás, una forma de pagarla haya sido, precisamente, trasladar sus restos al lugar de donde nunca debieron salir.
Víctor Moreno, en GARA
No hay comentarios:
Publicar un comentario