Cuando me reúno con colegas académicos de otros países, suele salir en la conversación el tema catalán. Muchos de ellos están escandalizados por el encarcelamiento de los líderes independentistas y no entienden el proceso legal que se está llevando a cabo en España, les parece un abuso del Estado de derecho (a mí también, todo sea dicho). Asimismo, les sorprende la estrategia rupturista de muchos independentistas, pues creen que no va a ninguna parte, y se muestran preocupados por la división social entre partidarios y contrarios de la independencia.
El momento más embarazoso de la conversación llega cuando preguntan cómo se articula el debate político sobre la cuestión. Entonces me veo obligado a explicarles que según un discurso muy extendido, posiblemente dominante en España, en septiembre y octubre del 2017 las autoridades catalanas dieron un golpe de Estado. Y que según otro discurso igualmente popular en las filas independentistas, España es una pseudodemocracia, un régimen neofranquista recubierto de ropajes democráticos. Sumando ambas perspectivas, lo que resulta es que unos golpistas siniestros dieron un golpe de Estado contra una dictablanda neofranquista. Un relato alucinado que deja perplejo a cualquier observador imparcial.
Quienes se sitúan en esas posiciones, cierran la puerta a un mínimo entendimiento entre las partes. Con los golpistas, evidentemente, nada hay que hablar: se los detiene, juzga y encarcela. Con el franquismo, por su parte, no cabe colaboración alguna.
Comencemos por el golpe. En los golpes de Estado se recurre a la fuerza (o a la amenaza de la misma) para hacerse con el poder. En la mayor parte de los casos, el ejército interviene o está detrás de los golpistas: sin violencia o amenaza de violencia, la coacción golpista no tendría éxito. Como en el caso de Catalunya no hubo violencia, es improcedente hablar de golpe. Algunos, conscientes del abuso categorial, han creado conceptos especiales como “golpe posmoderno” o “golpe virtual”. Me temo que estas formas de retorcer el vocabulario político sirven más bien de poco: si realmente no fue un golpe, ¿para qué empeñarnos en utilizar el término, que tiene una fuerte carga deslegitimadora?
En general, los procesos de secesión no suelen analizarse en las investigaciones académicas como golpes de Estado. De hecho, la separación de una parte del territorio no implica la destrucción del orden político del Estado. Si Catalunya se constituyera en un Estado propio, España seguiría siendo una democracia y un Estado de derecho como lo ha sido hasta el momento, sólo que con una parte del territorio amputada. Por lo demás, si tenemos en cuenta que el propósito último de los independentistas consiste en fundar un Estado catalán con forma democrática, es anómalo concluir que un intento de secesión de esta naturaleza pudiera ser un golpe de Estado.
De todas las críticas que se lanzan contra Puigdemont, la más ridícula es compararle con Tejero o Primo de Rivera, y no ya sólo porque no se recurriera a la violencia, sino porque su propósito no era destruir la democracia española, sino crear una república catalana. Mi opinión personal sobre las decisiones que tomó Puigdemont a lo largo del mes de octubre del año pasado es muy negativa, pero eso no me autoriza a llamarle golpista.
De la misma manera, parece absurdo negar la condición democrática de España. El hecho de que la transición no fuera por ruptura no significa que el franquismo haya sobrevivido en la base de nuestra democracia. España es, a todos los efectos, una democracia liberal. Así lo confirman los análisis comparados y las opiniones de los expertos. Hay pluralismo político, se celebran elecciones limpias y competidas, se produce alternancia en el gobierno, hay separación de poderes y un Estado de derecho.
Otra cosa bien distinta es la calidad de ese sistema, su rendimiento institucional. Aquí hay un margen amplio para el debate. España no es una democracia modélica, presenta múltiples deficiencias, algunas de ellas bien reflejadas en las bases de datos internacionales (véase, por ejemplo, el Índice de Democracia Liberal de V-Dem ( Varieties of democracy), posiblemente la base de datos más rigurosa y exhaustiva del mundo sobre sistemas políticos, donde España y Grecia obtienen las peores puntuaciones en Europa Occidental). La crisis de Catalunya sacó la peor faz de la democracia española, pero de ahí a la conclusión de que España sea un sistema autoritario hay un salto mortal.
Conviene abandonar las posiciones excluyentes que anidan tras las acusaciones de golpismo al independentismo por un lado y de neofranquismo a la democracia española por otro. Sin un mínimo principio de reconocimiento mutuo, no habrá solución posible. Es preciso rebajar la tensión abandonando el lenguaje ridículamente exagerado que se emplea en Catalunya y el resto de España para hablar de los problemas territoriales e identitarios. Lo que ha sucedido en Catalunya no ha sido un golpe de Estado, sino más bien una crisis constitucional. El sistema político no ha podido, o no ha querido, encauzar institucionalmente un conflicto extraordinariamente complejo en torno a la identidad del sujeto político de la democracia (el demos), con un doble componente: cuestionamiento del demos nacional español por parte de los soberanistas catalanes y cuestionamiento del demos nacional catalán por parte de quienes quieren permanecer en Catalunya. En consecuencia, el conflicto ha desbordado los límites del sistema y ha dejado en suspenso en el territorio catalán los consensos políticos más fundamentales que permiten que los principios constitucionales operen en la práctica.
Si hacemos un diagnóstico de la crisis catalana como una crisis constitucional y no como un golpe de Estado, podremos empezar a plantearnos por qué hemos llegado hasta aquí y cómo salimos de la situación actual de bloqueo.
Golpe y rebelión
Son muchos quienes recurren al lenguaje del golpismo para describir lo sucedido en Catalunya. Los dos principales partidos del nacionalismo español (Partido Popular y Ciudadanos), destacados miembros históricos del PSOE (Alfonso Guerra, José Bono), los principales periódicos, televisiones y radios, miembros del sistema judicial, así como una legión de intelectuales y analistas, se refieren con absoluta normalidad a los líderes independentistas como golpistas. Esta forma distorsionada de describir la realidad legitima las acusaciones atrabiliarias de rebelión que sostiene la Fiscalía y el juez instructor del Tribunal Supremo, con el apoyo de la inmensa mayoría de sus colegas en la Sala Segunda. Al fin y al cabo, los únicos condenados por rebelión hasta el momento han sido los participantes en el golpe del 23-F. Hablar de golpismo supone dar cobertura al delirio judicial de la rebelión.
Ignacio Sánchez-Cuenca, en La Vanguardia
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