En 1982, tras la invasión del Líbano y las matanzas de Sabra y Chatila, el escritor israelí Amos Oz entrevistó al general Ariel Sharon, luego primer ministro, pendiente entonces de una investigación oficial como ex responsable del Ministerio de Defensa. A lo largo de esa entrevista, un iracundo y sincerísimo Sharon asume sin complejos su condición de “judeo-nazi” y declara su disposición a hacer “el trabajo sucio” a fin de que Israel sea un país “normal”, con su pequeño “certificado de penales”, como Francia o Alemania, a los que sus pasados coloniales y genocidas no impiden ser ahora paladines de los derechos humanos, o como EEUU, que exterminó a todos los indígenas y hoy es campeón de la democracia.
No le importaría, dice, matar un millón de árabes o poner bombas en sinagogas para abriles el paso a “ustedes, los cantarines, los puros, los vegetarianos”. Él asumirá, dice, “ese certificado de penales y luego ustedes escribirán libros de arrepentimiento sobre mis crímenes”. Para que haya judíos normales, buenos, idealistas, judíos que escriben, que cantan, que dan ejemplos de moral, es necesario que antes “mi cañón y mi napalm hayan quitado a los indios las ganas de arrancar las cabelleras de vuestros hijos y de los míos, y que millones de yids hayan encontrado aquí una casa lo bastante grande como para acogerlos”. En cuanto hayamos acabado este capítulo, añade, “el de la violencia, entonces será vuestro turno, el turno de declamar vuestro texto. Produzcan para nosotros una hermosa cultura, unos valores, el humanismo. Hagan la amistad entre los pueblos, la luz de las naciones, todo lo que quieran, la moral de los profetas. Hágannos un Estado judío humanista por el que todo el mundo se felicitará, y por el que ustedes se felicitarán los primeros”. Sharon, aclaremos, llama yids, lejos de su uso lingüístico estricto, a “los pequeños judíos pacifistas y antisionistas” a los que hay que amenazar cuanto haga falta para que entiendan que no tienen más casa que Israel: “yo haré lo que sea necesario para echar a los árabes lo más lejos posible de aquí, lo que sea para suscitar el antisemitismo, y ustedes escribirán poemas sobre la triste suerte de los árabes y acogerán a los yids que yo habré hecho que se refugien aquí”.
Planteado en los términos meridianos de Sharon, podemos decir que los sucesivos gobiernos sionistas no han expulsado, matado o encerrado suficientes palestinos como para que Israel sea ya un ‘país normal’. Están en ello; están aún dedicados a hacer “el trabajo sucio” que el ex-primer ministro, muerto hace dos años, hubiese querido hacer más deprisa. Pero el “esquema” es siempre el mismo.
En el plano de la acción, conquistar territorio, levantar muros, matar gente, ahogar Gaza, abortar cualquier atisbo de paz. En el plano de la hasbara, identificar antisionismo y antisemitismo a fin de desacreditar toda resistencia y toda crítica, incluidas las de los judíos e israelíes “cantarines y vegetarianos”, y apuntalar como una necesidad defensiva la empresa colonial en Palestina. Estamos —seguimos desde 1947— en pleno “trabajo sucio” y por lo tanto todos los judíos del mundo y, desde luego, todos los israelíes, deben ser de un modo u otro “soldados de Israel”, pequeños sharones dispuestos a colaborar en esta obra magna de construir, como hicieron los europeos, un “Estado humanista” sobre las ruinas humeantes del asesinato, el saqueo y la injusticia.
Israel, en efecto, no es un país normal. Y no porque pretenda ser un Estado judío —anomalía religiosa incompatible con la democracia— sino porque se sostiene cotidianamente sobre la negación colonial del pueblo palestino. Casi todos los Estados, dirá con razón Sharon, se han construido así. Es verdad. También las pirámides se construyeron con esclavos. Pero a lo que obliga eso es a preguntarse si queremos construir otra pirámide y, en caso de responder afirmativamente, si debemos restablecer la esclavitud para construirla. Ningún país es del todo normal y sus pequeños certificados de penales, leídos en voz alta, deberían servirnos sobre todo para no repetir los mismos crímenes.
Pero digamos que, desde la cúspide de millones de cráneos, desde la frágil conciencia democrática adquirida en el siglo XX a tan alto precio, hoy sabemos que hay dos formas de forjar un país normal. Una, clásica, la de matar o esclavizar a todos los que “nos sobran” confiando en hacer olvidar luego a nuestras víctimas. La otra, nunca del todo justa pero sí más razonable y pacífica, mediante el respeto de las leyes internacionales, el reconocimiento del otro y la negociación.
Digamos la verdad sin escandalizarnos demasiado: Israel no debía haber existido nunca y no fue la presencia legítima de inmigrantes de religión judía en Palestina la que reclamaba su existencia; Israel es la obra del antisemitismo europeo, de la limpieza étnica del 47-48 y del doble colonialismo europeo y sionista. Pero Israel existe y algunos millones de seres humanos se sienten no sólo judíos sino también israelíes, lo que complica mucho, sin duda, la des-sionización imprescindible, condición de cualquier solución.
Cualquiera que sea, en todo caso, esa solución —dos Estados, uno binacional o uno ciudadano, laico y democrático— su viabilidad pasa por normalizar Israel en sentido no-sharoniano; presupone, es decir, obligar a su gobierno a levantar el asedio a Gaza, derribar los muros, devolver las tierras y las casas, permitir el retorno de los refugiados; es decir, terminar con la ocupación de Palestina y reconocer a su pueblo y a sus representantes. Esta condición justifica el creciente pesimismo de los defensores del Derecho, pero nos exige —puesto que los palestinos no se rinden— un mayor compromiso y determinación.
Escribía el admirable juez antimafia Roberto Scarpinato que “Italia es el país más moral del mundo” porque la existencia capilar, totalitaria, de la mafia obliga a cada uno de sus habitantes a tomar en cada instante “la decisión moral de decir no” -o claudicar. Ocurre en todos los países en mayor o menor medida y no deberíamos olvidarlo cuando votamos, trabajamos o hacemos la compra: es la necesidad misma de la política como elección cotidiana.
De ahí que haya que admitir, en este sentido, y más en un mundo globalizado, que ningún país está completamente normalizado. Tampoco España. Italia menos. Y menos aún Israel. En los países no normalizados todos los ciudadanos, por el solo hecho de serlo, deben decidir moralmente su existencia; mucho más los intelectuales, los académicos o los artistas, cuya responsabilidad, proporcional a su poder e influencia, es también mayor. En Israel todos los israelíes están obligados a escoger todos los días —cuando encienden la luz, van a un restaurante o, claro, hacen la mili— entre la normalidad sharoniana o la normalidad humana; en cada gesto aceptan o no la ocupación de Palestina y se unen o no, de esa manera, al trabajo sucio en curso. Los intelectuales y artistas de forma muy particular. Es posible decir “no”, como lo demuestran los casos de muchos judíos y muchos israelíes que lo hacen sin parar: pienso, por ejemplo, en Yuri Avneri, en Amira Hass, en Gideon Levy, en Norman Finkelstein, en Shlomo Sand o en Ilan Pappé.
Muchos, por desgracia, dicen sí a Sharon y a su proyecto de normalidad destructiva. Digo todo esto —y es a donde quería llegarx0— por el caso del cantante Idan Raichel, que actuará el próximo jueves 3 de marzo en la sala Caracol de Madrid. Tengo la suerte de no haber oído sus canciones. No voy a oírlas. Se puede ser un canalla y hacer una música excelente; y, si hubiese oído ya sus canciones y me gustase su música, me resultaría difícil, al mismo tiempo, no reconocer su calidad y seguir disfrutándola con alegría. ¿Por qué no quiero que me guste? Porque Idan Raichel, que se presenta a sí mismo como “embajador cultural de Israel” y se enorgullece de la historia reciente de Israel, como si fuese ya un país normal, defiende sin pudor y en tono desafiante la tortura de los palestinos.
Su concierto, por lo demás, forma parte de la iniciativa Marca Israel lanzada en 2006 por el gobierno de Tel Aviv y cuenta con el apoyo y colaboración de la propia embajada de Israel en España, y ello en el marco de la campaña cultural de normalización de la ocupación y criminalización de sus críticos. Desde aquí quiero unirme a la petición de la RESCOP y pedir a mi vez a la sala Caracol la suspensión del concierto o, en su defecto, el boycot de los madrileños.
Decir “no” a los israelíes que dicen “sí” a “la normalidad de Sharon” es el mínimo de ética y compromiso que debemos a los palestinos y, más importante, un pequeño paso hacia la viabilidad de la otra normalidad, la decente, la humana, la que no quiere construir pirámides y menos restableciendo la esclavitud; la que exige, como presupuesto de toda solución, el fin de la ocupación de Palestina y de los medios concretos que la prolongan: bloqueos, bombardeos, colonias, expulsiones, voladura de casas, asesinatos, encarcelamiento, torturas. No basta con que los palestinos digan no; no basta con que digan no algunos israelíes valerosos; tenemos que decir “no” todos los ciudadanos normales en todos los países seminormales del mundo, porque solo presionando a Israel, deslegitimando su propaganda y entorpeciendo sus relaciones ‘normales’ con gobiernos, universidades e instituciones y organizaciones culturales lograremos quizás un poco de normalidad verdadera en Oriente Próximo y, por eso mismo, en el mundo entero.
Santiago Alba Rico, en Público
No hay comentarios:
Publicar un comentario