El Gobierno español ha reaccionado como una virgen ultrajada a la carta que el presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, ha dirigido al Rey para que pida perdón por los excesos y abusos cometidos durante la conquista y la colonización, ahora que se cumplen 500 años de la llegada a aquellas tierras de Hernán Cortés, al que aquí llegamos a venerar como un héroe y al que allí se le considera un auténtico salvaje. La respuesta de Moncloa ha utilizado un argumento muy similar al que algunos emplean para eludir el franquismo –algo así como olvidemos el pasado y miremos al futuro- y a punto se ha estado de afirmar que los descendientes de Moctezuma quieren ganar ahora la guerra que perdieron hace cinco siglos.
Podría pensarse que la exigencia de López Obrador es un disparate porque es evidente que no es de recibo exigir cuentas a un país por los atropellos y matanzas que se cometieron en su nombre cuando reinaba Carolo, pero es que no se trata de eso en absoluto. Lo que se pretende es aprovechar la efeméride para realizar una reparación histórica a las comunidades indígenas, sometidas a la opresión y el exterminio no sólo en los tiempos en los que en España no se ponía el sol sino también después de la independencia, un sojuzgamiento que incluye a yaquis, mayas y también a los miles de chinos que se usaron como esclavos y que fueron torturados y asesinados, víctimas de las políticas racistas de los gobiernos mexicanos posteriores a la Revolución. En definitiva, no se trata de reescribir la historia sino de efectuar un ejercicio de catarsis para cerrar las heridas que aún se consideran abiertas.
No es, por tanto, un desvarío porque, de serlo, habría que juzgar como loco al propio Papa –al que también se le ha hecho llegar una carta similar- porque en su estancia en Chiapas, en febrero de 2016 pidió perdón a los indígenas por la exclusión y el menosprecio al que históricamente fueron sometidos. “Muchas veces, de modo sistemático y estructural, los pueblos indígenas han sido incomprendidos y excluidos de la sociedad. Algunos han considerado inferiores sus valores, su cultura y sus tradiciones. Otros, mareados por el poder, el dinero y las leyes del mercado, los han despojado de sus tierras o han realizado acciones que las contaminaban. ¡Qué tristeza! Qué bien nos haría a todos hacer un examen de conciencia y aprender a decir: ¡perdón! El mundo de hoy, despojado por la cultura del descarte, los necesita”, proclamó el pontífice.
No puede ser un desvarío porque, de serlo, habría que pensar que el Rey no estaba en sus cabales cuando en noviembre de 2015 se dirigió a la comunidad sefardí, con motivo de la ley por la que se concedía la nacionalidad española a los descendientes de los judíos expulsados de España en 1492, para agradecerles que hubieran hecho prevalecer el amor sobre el rencor y expresarles lo mucho que se les había echado de menos. “Regresa formalmente al tronco común de la nación una de sus ramas que, en su día, fue tristemente separada”, dijo Felipe VI en aquel acto de reparación.
Los que sí desvarían son los que entienden la petición de López Obrador como un desafío diplomático y lo atribuyen a la educación del presidente, imbuido de la desazón identitaria de aquellas generaciones de mexicanos que en el laberinto de soledad que dibujó Octavio Paz se negaban a aceptar que eran hijos de la gran chingada, de aquella Malinche amante de Cortés, del mestizaje.
El Gobierno mexicano no quiere compensaciones económicas por el saqueo sistemático y por el etnocidio, sino contribuir a una reparación moral que sus propias autoridades están dispuestas a conceder a quienes no han dejado de sufrirlo. No es deshonroso asumir la factura pendiente con la comunidad indígena ni reconocer la crueldad de aquel viejo imperialismo que todas las potencias europeas han reproducido, con el agravante de que los suyos no tuvieron lugar hace cinco siglos sino que hoy mismo siguen manifestándose.
Nadie pretende criminalizar a España porque eso sería tanto como criminalizar a México. Basta leer los informes de la relatora de Naciones Unidas para contemplar la realidad indígena actual, una población sometida a todo tipo de acosos y amenazas, cuando no a una violencia extrema por oponerse, por ejemplo, a la construcción de un gasoducto. Se pide un acto de honestidad para que en cada aniversario haya realmente algo que celebrar de una “gesta” que ni fue, como sostiene ahora Pablo Casado, el hito más importante de la humanidad tras la romanización, ni debe ser motivo de flagelación colectiva. Parece de justicia.
Juan Carlos Escudier, en Público
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