Las calles de mi pueblo son estrechas y sinuosas. Atravesadas por escondidas callejuelas, que ocultan las aventuras vividas o soñadas. Ellas, mantienen a raya el tórrido sol de agosto y nos proveen del necesario fresco. Son la engalanada novia del banquete festivo. Las vecinas las adornan con banderines de mil colores, los balcones lucen sus floridos geranios rojos, blancos, morados, rosas… Arco iris de mil colores hecho vida en cada una de ellas, que nos permite iluminar sus fachadas maltrechas por el paso del tiempo, la desidia y el abandono.
Pero es la plaza el corazón, el alma, el sentir de la fiesta. Robusta y señorial, bordeada de un acogedor pórtico, encuadra sus paredes con hermosas casas solariegas. Frente a la Casa Municipal, sus farolas modernistas vigilan el sagrado lugar donde descansan los gigantes. Es la plaza, lugar de encuentro que despierta cada mañana, rebosante de alegría, al son de las dianas.
Es la plaza, la que durante el día, cuando el calor aprieta, se vacía y desnuda esperando que la tarde propicie un poco de respiro, mientras la música suena acariciando el aire. La corona de terrazas que adornan su cintura, circundan de tranquilidad el vaivén de los bailables. Al caer la noche, se apaga como cenicienta en la medianoche, cuando decenas de jóvenes rojiblancos, marcan, al son de la gaita, el entreacto de la fiesta con su baile de la Era, hasta desaparecer al son de las últimas notas de la orquesta. Las farolas esparcen su pálida sombra, bañando de silencio el contorno de su cara. Es la Plaza, que así vive y muere cada día en la fiesta.
Pero cada mañana amplía el horizonte. Olor a tierra mojada en su vecina calle Etxarri que nos conduce al escenario matutino. La empinada cuesta de El Pilón, al borde del monte, inunda de naturaleza el espacio. Suena el cohete, cantan la jota, la multitud se agolpa en las barreras y en el monte; comienza la carrera y el olor a sudor y miedo late en el ambiente. Los gritos angustiosos de las madres, se elevan en plegaria hasta el cielo.
Las calles ahora, improvisados restaurantes, huelen a magras con tomate, o ajoarriero. La aparición de los gigantes, señores de mucha planta, acentúan la delgadez del espacio, haciéndolas intransitables. Buen reposo para deleitar a sus señorías con algún cántico espontáneo, guitarra en mano, y alma de poeta.
Con el vermut más alegría, más jotas, más abrazos y, a cada rato, más cariño esparcido en el asfalto. El rincón de la calle Cantarranas, con su histórica cava, resguardará a quienes, irreductibles, niegan la retirada. Concierto de mil voces populares que hacen las delicias de todas las ranas que en ella habitan.
Es mi pueblo, mi pueblo en fiestas. Encuentro de mil miradas, mil caricias olvidadas, mil deseos ensoñados…Encuentro amoroso con sus calles y sus gentes. Momenticos que se agolpan en el corazón ante la ausencia impuesta, la realidad negada o la necesidad de un recuerdo en la distancia obligada.
Es mi pueblo.
Mariné Pueyo, en su página de Facebook
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