Cuando escuchamos referencias a los títulos nobiliarios nos preguntamos si estamos viviendo en la antigüedad o en el siglo XXI. Los títulos son la consagración de la desigualdad, la casta y la negación democrática. No se entiende la nobleza, más allá de la cualidad de “honroso y estimable”. Es una antigualla o, lo que es peor, una ofensa a la comunidad de seres humanos libres e iguales. En el Estado español, además, los títulos nobiliarios son la continuidad de la dictadura, su apología.
Horas antes de que la moción de censura derribara al presidente Rajoy y su Gobierno, su ministro de Justicia, Rafael Catalá, tuvo la desfachatez de firmar un decreto por el que se adjudicaba el Ducado de Franco a la hija del tirano. Este título deshonroso fue creado por Juan Carlos de Borbón -a su vez, sucesor del general fascista como Jefe del Estado- a la muerte del dictador. Fue en 1975, cuando el franquismo continuaba sin Franco, a sangre y fuego, y en ese régimen se mantuvo toda la transición.
El hoy rey emérito distinguió a la viuda del genocida y su hija con diferentes títulos. Era una forma de agradecer el traspaso del poder a una monarquía instaurada sin ninguna legitimidad. A la señora de Franco le concedió el Señorío de Meirás, nombre tomado del pazo que el tirano usurpó al pueblo gallego para convertirlo en su residencia veraniega. La distinción era vitalicia. A Carmen, la hija, le regaló el Ducado de Franco con carácter hereditario, acompañado nada menos que con Grandeza de España. Y así llegamos hasta hoy, sin que ningún Gobierno central, de izquierda o derecha, haya tenido la dignidad de suprimir esas afrentosas distinciones. Y, por supuesto, ni Juan Carlos ni su heredero han tenido la intención de borrar esas miserias del pasado.
Todo esto es muy casposo y rancio. Los títulos nobiliarios proceden de los antiguos reinos visigodos, que evolucionaron a monarquías absolutas. En ese régimen el rey disponía de poder total y se rodeaba de un consejo de nobles, a los que previamente premiaba por el éxito de sus actos bélicos y conquistas militares. No se premiaban méritos, sino favores y beneficios que obtenía el monarca de los duques, condes, marqueses, barones y señores que nombraba, con derecho a un territorio y obligación de defensa del rey. Bienes y personas, como el ganado, quedaban a merced de los privilegiados por la monarquía.
Hoy el poder es político, al margen de los poderes ocultos o de influencia, como el económico y el mediático, incluso el religioso. Se sustenta en las leyes que emanan del pueblo, a través de sus representantes. Los nobles forman parte de la Diputación Permanente de la Grandeza, pero carecen de poder alguno. Es meramente simbólico y social, una especie de tradición de oropel y vanidades, una opereta de nostalgias donde se guardan, como la vajilla de porcelana de la abuelita, el respeto de los usos y tradiciones que sus ancestros usaron y llevaron la nobleza en tiempos de superioridad y oprobio sobre el pueblo.
Durante su deplorable reinado, Juan Carlos I, al amparo del artículo 62 de la Constitución, concedió nada menos que 55 títulos nobiliarios: a sus hijas, sendos ducados de Lugo y Palma de Mallorca;a Adolfo Suárez, el Condado de Suárez;a Mario Vargas Llosa, un marquesado… En su declaración, se señala que estas distinciones se otorgan a personas que, por su ejercicio profesional, llevan el buen nombre de la nación española con honra y buen hacer. El rey tiene la potestad atribuida de concederlos, pero también de retirarlos, si los nombrados ultrajan o perjudican al país. Así lo hizo Felipe VI con su hermana Cristina, privándole del título de Duquesa de Palma que Juan Carlos de Borbón le había concedido con motivo de su matrimonio con el hoy delincuente Iñaki Urdangarin.
La distinción de Duquesa de Franco no cumple la regla fundamental que rige su concesión, al vulnerar los principios democráticos del Estado. Colisiona directamente con el hecho de que lleva el nombre del dictador y en su honor se creó para sus descendientes, lo que equivale a la glorificación de sus crímenes y a la humillación de sus víctimas y todos los ciudadanos españoles. Por iniciativa del Gobierno o por decisión propia de Felipe VI, el título de Duquesa de Franco, ahora entregado a La Nietísima, debe ser eliminado, como todos los demás símbolos y reliquias de la tiranía.
En este contexto de dignidad histórica, tardía pero valiosa, se inscribe la exhumación de los restos del genocida del Valle de los Caídos, un espacio propiedad del Estado y construido con sangre de inocentes. Es una anomalía oprobiosa que esa tumba se encuentre en ese lugar, ya de por sí impresentable. Si Felipe González, por cobardía política y desviación, no fue capaz de reparar esa incoherencia democrática, y Zapatero quiso pero no supo repararla con una ley innecesaria, quizás ahora Sánchez tenga el coraje de poner a Franco y los fascistas en su sitio, es decir, fuera de Cuelgamuros.
Estas maldiciones elementales, resueltas en Alemania, Italia y toda la Europa democrática, perviven en España. Quizás porque en este Estado no hubo jamás una revolución, ni guillotina ni clase dirigente que amase la libertad. Y la democracia de mala calidad que la gobierna hoy es el resultado de una transición que hicieron, bajo el peso de la ignorancia y el miedo, los mismos que gestionaron la dictadura, comenzando por el rey. El caso es que Franco vive en su ducado y está enterrado al pie del altar mayor de una basílica católica. Como un héroe. Es hora de despojarle del honor y el título que no le corresponden. Ahora o nunca.
Isabel Angulo, Directora de la Escuela Vasca de Protocolo (en Grupo Noticias)
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