La concesión de la medalla de la democracia o del Congreso a Martín Villa ha suscitado airados comentarios y apoyos tiznados de desmemoria o de encubrimiento fervoroso. Y es que frente a las críticas abiertas, que le echan en cara actuaciones como la de los crímenes de Vitoria 1976, y a los contra-homenajes, se advierte también una defensa acérrima de Martín Villa y de su mundo, que permite a sus defensores ejercer de magnanimidad democrática dando lo pasado por pasado en sintonía con una voluntad de desmemoria impune aparejada a la ideología de quien ahora mismo gobierna.
Victoria Prego, que ya mintió en su relato de lo sucedido en Montejurra en 1976, cómo no va a mentir ahora diciendo que el antiguo ministro de Gobernación que dirigía al comisario Conesa, acusado repetidamente de torturador franquista, es uno de los bastiones de la Democracia. Me excedo, lo sé, la suya es tan solo una forma de ver las cosas, un «relato» … dicho sea de paso, estoy de los «relatos» hasta los mismísimos más ensimismados, que decía el poeta Irigoyen.
Ahora vamos sabiendo que hubo y hay comunicadores que encubrieron el paso de las instituciones franquistas a instituciones democráticas como quien se quita o pone un gorro, un sinsentido mayúsculo, como encubren las infamias del actual Gobierno y apoyan sus actuaciones policiales y represivas. ¿En qué creían aquellos políticos como Martín Villa y sus iguales? ¿En el franquismo o en la democracia? ¿O en el mejor de los cultos cívicos: en que de esa profesión se hacía pingüe negocio?
Martín Villa aparece en un primer plano de la historia reciente de este país, no ya cantando el Cara al sol brazo en alto, algo de verdad grotesco y desvergonzado, y ya cansino, sino relacionado, por sus puestos políticos, con casi todas las mayores infamias policiales de la Transición, y no me refiero solo a la masacre de Vitoria y a los sanfermines de 1978, actuaciones ambas criminales de la policía a su mando, como se comprueba por los documentos gráficos y sonoros que han sobrevivido: el «no os importe matar», resulta difícil de olvidar. Martín Villa estuvo siempre aparejado a los poderes fácticos, ya fueran franquistas o neodemocráticos. Su retiro fueron los grandes negocios.
Que el Gobierno argentino, a petición de la juez Servini, haya pedido su extradición no significa otra cosa que cuando menos por el momento sus actividades no van a quedar silenciadas. Un caso parecido al del torturador González Pacheco, Billy el Niño, que resulta dudoso que alguna vez comparezca ante un tribunal, cuando menos para dar cuenta de sus crímenes, aunque estos queden absueltos. ¿Lincharlo? No, pero que no quede absuelto por la historia política.
Siento ser aguafiestas, pero tengo serias dudas de que esos procedimientos judiciales emprendidos, en Argentina y aquí, terminen en sentencias condenatorias, mientras sigan operando prescripciones, amnistías y doctrinas jurídicas de intención encubridora, y perviva un espíritu judicial favorable al franquismo y a sus secuelas. Lástima.
Resulta duro admitir no solo que la Transición benefició sobre todo a los franquistas, sino que fue forzosa, irremediable, de abrazo de obligado cumplimiento y una paz que era miedo, más falsa que un Amadeo; pero ese es el discurso de una de esas dos Españas que te hielan el corazón, que es siempre la del otro, no la nuestra, la nuestra es la de los brazos abiertos, la tolerante y la pacífica. Le guste al Rey o le deje de gustar, él pertenece a una de ellas, a la que no es por fuerza monárquica, sino fervientemente antirrepublicana porque sí, por principio.
Martín Villa se ha hecho rico, mucho, con el franquismo y con la democracia, gracias al ejercicio de la política, a su sombra, salpicaduras y aledaños. Jiménez Lozano, ese hombre sabio y observador agudo de un mundo cenagoso, retrató con fortuna a esa generación de arribistas y logreros de la Falange y el franquismo en su novela Los lobeznos (1981). Es decir, que una vez más aquí todo viene de lejos, de demasiado lejos como para no haber criado madre y servir de ejemplo social ampliamente compartido. Lástima de nuevo y me temo que para siempre. No hay voluntad alguna de liquidar aquellas rebabas del anterior régimen, como no sea silenciándolas y pasándolas por alto… el cieno ha criado madre.
Miguel Sánchez-Ostiz, en Vivir de Buena Gana
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