Estos últimos días hemos visto cómo una vez más el poder político y el religioso se han confabulado para responder al Ayuntamiento de Pamplona en relación con las exhumaciones en los Caídos de los restos de los militares golpistas Mola y Sanjurjo. Una imagen que en un estado no confesional ya debería haber pasado a mejor recaudo.
Por un lado, Jorge Fernández Díaz, ministro del Interior en funciones, afirmó recientemente en Pamplona que “hay que mirar al futuro y que hay algunos que pretenden ganar la Guerra Civil 40 años o no sé cuántos años después de haber terminado en el 39”. Formidable descubrimiento en un cerebro que todavía no ha salido del Cretácico en cuando a pensamiento político se refiere.
Por otro, el obispo ha hecho sus particulares alegaciones contra el expediente de clausura de la cripta del monumento a los Caídos, defendiendo que los militares perjuros sigan pernoctando en dicho lugar como si se tratara de dos beneméritos y generosos filántropos a los que Navarra debiera algo. Sabemos que, en efecto, hay una Navarra que debe mucho a estos militares, pues gracias a ellos asentaron sus conocidos patrimonios. Pero también es cierto que hay otra Navarra que sabe que estos individuos fueron los causantes de mucho dolor, de mucho sufrimiento y mucha tristeza. Los primeros pertenecen al ámbito de los verdugos; los segundos, al de sus víctimas.
El obispo, excapellán castrense, tiene que saberlo mejor que nadie: Mola y Sanjurjo fueron golpistas. El segundo reincidente y el primero, un individuo que solo podrá figurar en una guía oficial de genocidas impenitentes. Ambos se rebelaron contra un Gobierno democrático elegido por sufragio universal y por voluntad popular.
Esto no significa que el único responsable, grande y libre del genocidio perpetrado en Navarra fuese Mola Vidal. Fue el vértice de una pirámide formada por carlistas y falangistas, pero, también, aupado por las oligarquías socioeconómicas de la provincia. No en vano estas oligarquías dirigieron la limpieza política, marcando sus tiempos y su depuración selectiva. Gómez Itoiz, desde la Junta Superior de Educación, y Martínez Morentin desde la poderosa Junta Central Carlista de Guerra deben mucho a esa limpieza a la que se entregaron con fornicularia obsesión. La draconiana campaña de limpieza política llevada a cabo en Navarra en comparación con Álava, indica la brutalidad sin paliativos de los agentes represivos operados en nuestra provincia. En ambas comunidades la primacía del tradicionalismo y de los conservadores era parecida. En Álava hubo 190 asesinatos con una población tres veces inferior, por lo que la magnitud de la tragedia fue cinco veces menor que en Navarra.
Pero hay más. El papel de la Iglesia católica en aquel proceso represivo fue capital, y el titular de la diócesis actual sabe, también, que la Conferencia Episcopal proporcionó fundamento teológico al argumentario golpista, presentando la sublevación armada contra el orden constitucional como una santa cruzada. Dios quedaría convertido en la mejor excusa que borraba de un plumazo cualquier mancha de pecado, de barbarie, de crueldad y de genocidio. Así, asentaron su cooperación en la sistemática degradación de los llamados desafectos al glorioso Alzamiento Nacional. La humillación política, humana y moral de los asesinados fue una infamia, en la que colaboraría de un modo atroz el llamado Boletín del Cuartel del Generalísimo, alias el periódico de Cordovilla. La Iglesia, junto con el poder de las oligarquías socioeconómicas de Navarra, participaría en la elaboración de listas negras, que luego se convertirían en asesinados. Recuerde el obispo cómo sus homónimos Olaechea y Mateo prohibieron a los sacerdotes adherirse a la República en su circular titulada Non licet (no es lícito). Y para su escarnio histórico, siempre figurará su participación en la configuración de rituales populistas de solidaridad grupal en torno a la Cruz con el único propósito de justificar al bando sublevado, mediante rezos, misas y permanentes procesiones. Pero lo más grave, lo más incívico, lo más inhumano, será siempre la estampa de sacerdotes como asesores espirituales, aceptando el asesinato de individuos que sabían mejor que nadie no habían cometido nada ilegal.
Los argumentos del obispo son tan peregrinos como infundados, lo que resulta extraño. Pues suponemos que habrá recibido información colateral del correspondiente ministerio. Sostener que la cripta en la que se hallan los restos no es un cementerio, sino un lugar de culto, produce vergüenza ajena. Piense un momento, eminencia. ¿De culto o de cultivo de una ideología que tendría que estar excomulgada, no solo por los poderes públicos, sino por los evangelios que usted, como consagrado, recuerda una y otra vez en sus escritos?
En ese espacio de muerte, los únicos que practican cultos de forma periódica son miembros de la denominada Hermandad de Caballeros Voluntarios de la Cruz, cuya finalidad exclusiva es ensalzar el sesgado relato de los vencedores de 1936-1939. No son oraciones por las almas o las tibias de los muertos, sino una exaltación del golpismo que continúa activa en la actualidad y que persiste reivindicando dos notas esenciales de este pensamiento negacionista y equidistante.
El primero, la abstracción y olvido de los asesinados en la retaguardia navarra. Como no existieron, les asiste la absoluta impunidad en todos los órdenes. Pues lo que no ha existido, no puede ser mencionado ni ser objeto de debate ni de responsabilidades.
El segundo, el empecinamiento cínico de presentar a los combatientes franquistas fallecidos como si se tratara de héroes, en defensa de unos valores que debería recuperar el resto de la sociedad como esencia del perfecto español. Cáigase del sicomoro señor obispo: se trata de valores anticonstitucionales, antidemocráticos y antihumanos. Su reduccionismo histórico es alevoso, hecho con premeditación. Solo pretenden perpetuar la glorificación de unos muertos cuya hoja de servicio es la quintaesencia del genocida.
No creemos que el ilustre casullas sea tan inocente como para no darse cuenta de la injusticia en que incurre. Por un lado, permite que la ultraderecha siga haciendo prácticas de culto ensalzando a sus muertos golpistas, y, por otro, no ha movido un dedo por conseguir que los familiares de los asesinados por los sublevados encuentren un lugar de reposo y sean honrados a pesar de los ingentes esfuerzos hechos por sus deudos y por las asociaciones memorialistas. ¿Cómo es posible que una eminencia sacra como la suya permita que dos genocidas tengan una cripta y quienes fueron asesinados por defender un orden constitucional y democrático sigan desaparecidos por cunetas y fosas de nuestra geografía?
No sentimos decírselo, señor obispo. Así que se lo repetiremos una vez más. Ni cuando fueron asesinados, ni en la Transición, ni en la actualidad, ni la derecha navarra ni la Iglesia se han mostrado autocríticos, sensibles, empáticos y colaborativos con la búsqueda de los restos de estos asesinados. Menos aún por hacerles un funeral gratis.
Todo lo contrario. Hoy es el día que el Arzobispado de Pamplona insiste en presentarse como “titular del derecho de usufructo a perpetuidad de la cripta y de todos los elementos inmuebles que en ella se contienen”. ¿A perpetuidad? Pues el usufructo vitalicio se puede extinguir con la simple renuncia, sin olvidar que en este caso se trata de un usufructo contra legem, pues la situación atenta contra la legislación de la memoria por escuálida que sea.
Que la jerarquía católica de Navarra se muestre partidaria del mantenimiento de la violencia simbólica surgida tras el golpe de Estado de julio de 1936 es, cuando menos, un ultraje para quienes fueron asesinados y para sus familiares que solo buscan verdad, justicia y reparación de la mayor barbarie que ha padecido Navarra en toda su historia con el consentimiento y participación de la Iglesia.
En representación del Ateneo Basilio Lacort: Fernando Mikelarena, Víctor Moreno, Pablo Ibáñez, José Ramón Urtasun, Carlos Martínez, Txema Aranaz
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