Por julio del año 1937, en plena Guerra Civil, Pere Bosch Gimpera pronunció en la Universitat de València un lúcido discurso sobre la necesidad de revisar el concepto de España, dado que la persistencia de su versión más ortodoxa había sido un factor de graves tensiones políticas. Hacía falta, según Bosch, hacer una modificación sustancial de la historia y de la idea de España y aceptar la existencia de un conjunto de pueblos variados que las superestructuras políticas siempre habían escondido.
Bosch era historiador y político y conocía perfectamente que la idea de nación era un producto intelectual creado con la pretensión de cohesionar sentimientos identitarios y proyectos de futuro que necesitaba de un discurso histórico para justificarse y arraigar. Y sabía que, en el caso español, se había construido una historia ortodoxa de matriz castellana que primero quiso ignorar la existencia de pueblos con personalidad propia, y después, cuando algunos de ellos pretendieron “cristalizar políticamente”, se negó a aceptarlos.
Los últimos 75 años, y en buena parte condicionados por la experiencia de la Guerra Civil y la dictadura franquista, los historiadores y los políticos españoles han tenido que enfrentarse con el concepto de España. Pero así como entre los primeros, con no pocas disputas, se han ido imponiendo visiones abiertas sobre “la invención” de la nación, entre los políticos, en cambio, nunca ha habido un debate sincero sobre la idea de España. Para ellos, esta temática forma parte de las creencias, de aquellas “verdades” que se tienen que aceptar e imponer como algo incuestionable. La realidad es que los políticos, desde la transición hasta ahora, nunca han querido revisar a fondo el concepto de España fabricado por la ortodoxia nacionalista conservadora a finales del siglo XIX. De hecho, casi todos se han identificado más con la tesis esencialista de Cánovas del Castillo –“ España, obra de Dios o de la naturaleza”– que no en la visión positivista de Pi i Margall.
La creación del Estado de las autonomías tendría que haber significado un incentivo para modificar el concepto y buscar una alternativa en la nación única, heredada del franquismo y del jacobinismo liberal. Pero entonces sólo se divulgó la bienintencionada tesis de la nación de naciones, que nunca fue desarrollada conceptualmente ni encontró ninguna resonancia política.
Por el contrario, el artículo 2 de la Constitución del 1978 significó una contundente reafirmación en la visión más ortodoxa del nacionalismo español.
Durante los años ochenta y noventa los socialistas españoles abandonaron la reflexión crítica sobre el pasado para centrarse obsesivamente en defender la normalidad europea del itinerario histórico español. Y cuando se produjo la contraofensiva nacionalista de Aznar, a partir de 1996, con aquella segunda transición que tenía que corregir “los excesos autonomistas e izquierdistas” de la primera, las izquierdas fueron incapaces de reaccionar. Aznar recuperaba “la verdad” de la nación española configurada en tiempos remotos. Aquello era el nacionalismo español desacomplejado, frente al cual los socialistas sólo supieron refugiarse en la tradición jacobina y apoyar a la derecha. No dejaba de ser una curiosa ironía que los que no habían querido construir un nuevo concepto de la España del siglo XXI en cambio defendieran la necesidad de construir una nueva idea de Europa.
El año 2006, Pasqual Maragall, con el nuevo proyecto de Estatut protagonizó, tal vez, el único intento serio de modificar aquella vieja idea de España. Recordad sus palabras: “Con el Estatut en la mano, ahora vamos a cambiar España. No vamos a inventar una nueva Catalunya, que es más vieja que España, sino que vamos a intentar inventar una nueva España”. Este era un elemento sustancial de la propuesta maragalliana: desde Catalunya se intentaba ir hacia la idea de una España plural que reconociera las diferencias identitarias existentes. Pero a Maragall lo dejaron solo. No lo apoyó, por supuesto, el PSOE, ni buena parte del mismo PSC. La derecha, evidentemente, sacó toda su artillería esencialista para atacarlo, mientras que gran parte de los nacionalistas catalanes hacían ver que aquello no iba con ellos.
Lo que ha pasado los últimos cinco años no ha sido más que la confirmación de esta incapacidad intelectual de los políticos españoles para abordar con valentía esta cuestión. Pese al callejón sin salida del Estado de las autonomías y la rebelión catalana, los dirigentes del PP, del PSOE y de Ciudadanos persisten en no considerar necesario renovar el concepto de España para adaptarlo a la realidad: la vieja visión ortodoxa y esencialista ya les va bien.
No debe extrañar, así, que los resultados de las elecciones del día 20 evidencien que la mayor parte de los catalanes quieren decidir el futuro por su cuenta y que incluso un sector significativo de ellos opte por una vía propia al margen de España. La famosa “ conllevancia” predicada por Ortega ya se ha acabado.
Borja de Riquer, en La Vanguardia
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