Tras el colapso electoral de Ciudadanos, son ya dos los partidos promovidos por insignes intelectuales que han acabado en el basurero de la historia. Primero fue Unión, Progreso y Democracia (UPyD) y ahora le ha tocado a su sucesor, Ciudadanos.
Ambos partidos se presentaron inicialmente como formaciones moderadas en lo ideológico, pretendidamente liberales. Querían acabar con el anquilosamiento y corrupción de los partidos existentes. Ofrecían un menú surtido de reformas institucionales, con un marcado tono regeneracionista. Y, por supuesto, nacían para combatir el nacionalismo vasco y catalán.
UPyD se creó en el 2007. Lo promovió un nutrido grupo de intelectuales, muchos de ellos con un admirable compromiso de resistencia contra ETA a sus espaldas. El más activo y visible de todos ellos, Fernando Savater. Le acompañaron en la andadura, con un grado variable de implicación, nombres como Mario Vargas Llosa, Álvaro Pombo, Antonio Elorza, Aurelio Arteta, Francisco Sosa Wagner, Irene Lozano y muchos otros. Casi todos ellos decidieron quedar en un segundo plano, poniendo al frente a una política profesional, Rosa Díez, que había sido consejera en el gobierno de coalición PNV-PSOE y que luego compitió por la secretaría general del PSOE en el 2000. Después de vivir el colapso de UPyD, ha acabado pidiendo el voto al PP de Pablo Casado en esta última campaña electoral.
Ciudadanos se fundó en el 2006 a partir de una plataforma compuesta, entre otros, por Félix de Azúa, Francesc de Carreras, Albert Boadella, Arcadi Espada, Xavier Pericay y Félix Ovejero. El líder elegido para dirigir el partido era un joven inexperto, Albert Rivera, alguien que tenía poco en común con sus ilustres promotores.
Ambos partidos dieron sus primeros pasos durante la primera legislatura de José Luis Rodríguez Zapatero. Se opusieron ruidosamente tanto al proceso de paz que intentó poner en marcha el gobierno socialista tras tres años sin víctimas mortales de ETA como a la reforma del Estatuto catalán. Su crítica fue tan estridente que se ganaron toda clase de parabienes por parte de la prensa más derechista. Además, los promotores intelectuales, todos los cuales tenían tribunas en los principales medios escritos del país, se dedicaron, en momentos distintos, a ensalzar las figuras de Díez y Rivera, generando un culto a la personalidad que acabó trastornando a ambos líderes y los llevó a cometer toda clase de errores políticos que, en su momento, pasaron factura. Y vaya factura.
Más allá del triste destino de Rosa Díez y Albert Rivera, dos juguetes rotos de estos intelectuales metidos a aprendices de brujo, lo que me interesa destacar aquí es la evolución ideológica que sufrieron ambos partidos. En el caso de UPyD, lo que en principio fue un acto de coraje cívico en la lucha contra ETA, pronto se transformó en una cruzada ideológica contra el nacionalismo en general. Incluso así, creo que al principio fue saludable que los dos partidos cuestionaran la hegemonía política del nacionalismo en los territorios vasco y catalán, pero el discurso acabó degenerando en un rechazo visceral y excluyente de toda forma de nacionalismo político, a veces sin consideración alguna por el principio del respeto a las minorías.
Resulta sorprendente lo endeble de aquel discurso rabiosamente antinacionalista. La condena era tan genérica como la de alguien que concluyera que todas las izquierdas son estalinistas o todas las derechas fascistas. Por muy intelectuales que fueran, muchos de ellos tenían una argumentación muy pobre, desconocedora de la inmensa literatura académica sobre el tema. Bastaban unas citas trasnochadas de Karl Popper sobre el nacionalismo como atavismo tribal para construir un discurso de demócratas contra antidemócratas . Luego se añadían algunas tontadas, como aquello de que el nacionalismo se cura viajando, para dar la impresión de que el casticismo político que estaba en el núcleo de su ideología era en realidad algo moderno y cosmopolita.
Con el paso del tiempo, el antinacionalismo catalán y vasco de estos partidos acabó amparando un nuevo nacionalismo español intransigente y uniformizador. Ya sé que ese nacionalismo español tiene raíces muy hondas en la historia, pero digo que era nuevo porque estuvo silente durante los primeros veinte años de democracia. Por mucho que se disfrazara de constitucionalismo e igualitarismo liberal, la negación absoluta de la relevancia política de los sentimientos nacionales en el País Vasco y Catalunya no era más que una forma de imponer un nacionalismo de Estado, el español, sobre los nacionalismos vasco y catalán. Porque nacionalismo significa, ante todo, organizar la política a escala nacional. Si es a escala española, es nacionalismo español. Si es a escala vasca, es nacionalismo vasco. El proyecto nacionalista se puede llevar a cabo cívicamente, con respeto a los derechos individuales y los principios democráticos, o mediante imposición y eliminación del diferente. En la historia abundan ejemplos de ambos tipos de nacionalismo (y de múltiples casos intermedios).
El prejuicio subyacente era muy obvio: según UPyD y Ciudadanos, sólo la nación española puede constituirse en una democracia constitucional. Las naciones vasca y catalana no pueden alcanzar esa forma política, su proyecto etnicista se lo impide, no pueden formar una república democrática. Por eso, hay que proteger del peligro nacionalista a los ciudadanos de aquellas regiones con la Constitución de 1978. Según esta forma de razonar, si Catalunya llegara a independizarse, no sería una democracia como la española o la portuguesa, sino que se parecería más bien a la Serbia de Milosevic.
En realidad, hoy ya sabemos que por debajo del constitucionalismo latía un nacionalismo, el español. Baste recordar la participación de Ciudadanos en el mitin de Colón, junto al PP y Vox. El discurso histérico y extremista de Ciudadanos sobre la crisis catalana ha contribuido decisivamente a que muchos votantes hayan optado, como consecuencia lógica, por el nacionalismo español fetén, el de Vox, detrás del cual también es posible encontrar a otros intelectuales en origen, como Gustavo Bueno y algunos de sus seguidores.
Bajo el constitucionalismo y el igualitarismo liberal, se pretendía imponer un nacionalismo de Estado.
Un sector muy influyente y bien conectado de la intelectualidad española ha desempeñado un papel importante en la crispación nacional y el empobrecimiento del debate público sobre este asunto. Tras los fracasos de UPyD y Ciudadanos, así como el éxito de Vox, harían bien en no malgastar más tiempo en la política y dedicarse a lo que se les da mejor, las letras.
Ignacio Sánchez-Cuenca, en La Vanguardia
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