Sugiero que la palabra del año 2018 sea “volatilidad”, y su metáfora las revueltas de los chalecos amarillos, tras las que no había ningún sindicato ni coherencia reivindicativa y que tiene a su vez que ser gestionada por un presidente de la República, Emmanuel Macron, que no representa propiamente a un partido político sino a algo que prefiere denominarse a sí mismo como un movimiento.
La volatilidad se manifiesta en impredecibilidad que hace fracasar a las encuestas, inestabilidad permanente, turbulencias políticas, histeria y viralidad. Desde Trump, el Brexit y Vox parece que estamos condenados a las sorpresas políticas, esos “accidentes normales” (Charles Perow) que no obedecen ni a la causalidad ni a la casualidad sino que forman parte de una nueva lógica que está todavía por explorar. El resultado de todo ello es la constitución de un público con la atención dispersa, la confianza dañada y en continua excitación.
Cuando Marx y Engels formularon aquella famosa sentencia de que “todo lo sólido se evapora” estaban refiriéndose a un paisaje cultural y político mucho más estable que el actual. Diagnosticaban un conflicto entre dos fuerzas identificables como el capital y el trabajo, unas contradicciones cuya resolución parecía apuntar en un sentido que era posible anticipar. Comparado con el mundo descrito por la idea de volatilidad, el vocablo “revolución” es un término conservador pues presupone un orden que solo habría que subvertir. En una situación de volatilidad, por el contrario, no hay nada estable arriba o abajo, ni centro o periferia, y la distinción entre nosotros y ellos se torna borrosa. Esta es la razón por la que, hablando con propiedad, ya no hay revoluciones sino algo menos visible, menos épico, rotundo y puntual; las transformaciones sociales no son la consecuencia de acciones intencionales, planificadas o gobernadas y las degradaciones de la democracia son más bien procesos de desvitalización; se parecen más al resultado azaroso de la simple agregación de voluntades, donde hay menos perversión que estupidez colectiva.
Nos encontramos en un mundo gaseoso y no en el mundo líquido que Bauman contraponía a la geografía sólida de la modernidad. La idea de liquidez no es suficientemente dinámica para explicar el paso de los flujos a las burbujas. Lo gaseoso responde mejor a los intercambios inmateriales, vaporosos y volátiles, muy alejados de las realidades sólidas de eso que nostálgicamente denominamos economía real. El mundo gaseoso, una imagen muy apropiada también para describir la naturaleza cada vez más incontrolable de determinados procesos sociales, el hecho de que todo el mundo financiero y comunicativo se base más sobre la información “gaseosa” que sobre la comprobación de hechos.
La primera manifestación de la volatilidad es de orden cognitivo. La explosión de posibilidades informativas, el acceso generalizado a la información o la profusión de datos son, al mismo tiempo y por los mismos motivos, una liberación y una saturación. La desintermediación produce una sobrecarga informativa en la medida en que el aumento de los datos disponibles no es compensado con una correspondiente capacidad de comprenderlos. Se podría hablar de una “uberización de la verdad”, en el sentido de que cualquiera tiene acceso a todo, una desprofesionalización del trabajo de la información. Se debilitan los clásicos monopolios de la información, desde la universidad hasta la prensa, en beneficio de las redes sociales, pero en la medida en que no mejora nuestro control de la explosión informativa el resultado es un individuo que puede caer en la perplejidad o en la grata confirmación de sus prejuicios.
La volatilidad afecta muy especialmente a la política. Venimos de una democracia de partidos, que era la forma adecuada a una sociedad estructurada establemente en clases sociales, destinadas a encontrar una correspondencia en términos de representación. Al igual que otras organizaciones sociales, los partidos eran organizaciones pesadas que no se limitaban a gestionar los procesos institucionales de la representación, sino que también incorporaban a sus estructuras áreas enteras de la sociedad, orientando su cultura y sus valores de modo que pudieran asegurarse la previsibilidad de su comportamiento político y electoral. Hoy tenemos una “democracia de las audiencias” (Manin), es decir, una democracia en la que los partidos han sido de alguna manera arrollados por esta volatilidad y actúan con oportunismo en vez de estrategia, en correspondencia con un comportamiento de los electores sin compromisos estables. Esos individuos se sienten mal representados porque de hecho ya no son representables a la vieja manera de un mundo estable; emiten señales difusas que el sistema político no consigue identificar, elaborar y representar adecuadamente. Por eso los partidos tienen grandes dificultades para escuchar a sus votantes y entender, agregar o procesar sus demandas.
No estaríamos en un entorno de tal volatilidad si no fuera porque el tiempo se ha acelerado vertiginosamente. Vivimos en lo que Paul Valéry llamaba un “régimen de sustituciones rápidas”. Qué poco duran las promesas, el apoyo popular, las esperanzas colectivas e incluso la ira, que se aplaca antes de que se hayan solucionado los problemas que la causaban. En el carrusel político las cosas “irrumpen”, pero también se desgastan rápidamente y desaparecen.
En un panorama acelerado se pierde, paradójicamente, la lógica de la acción política, su capacidad de gobernar el cambio social. El desconcierto puede dar lugar a la agitación improductiva o a la indiferencia apática, nada que se parezca a la voluntad política clásica. Se han debilitado las instituciones que otorgaban estabilidad a la sociedad y que al mismo tiempo articulaban el cambio político. Por eso puede darse la extraña situación de que en el régimen de la volatilidad convivan la aceleración y el estancamiento. Tanto las convulsiones emocionales como la indecisión obedecen a una psicología sobrecargada de excitaciones y coinciden también en no dar lugar a ninguna transformación efectiva de nuestras democracias. Detrás de muchos fenómenos de indignación y protesta hay estimulaciones que irritan pero no movilizan de manera organizada.
El gran problema político del mundo contemporáneo es cómo organizar lo inestable sin renunciar a las ventajas de su indeterminación y apertura. Tendremos que aprender a vivir con menos certezas, itinerarios vitales menos lineales, electorados imprevisibles, representaciones contestadas y futuros más abiertos que nunca. No creo que haya una posibilidad de revertir esta situación, que se ha convertido en aquello que tenemos que gobernar. En el célebre lamento del Manifiesto comunista se percibe un tono de nostalgia hacia un mundo más estructurado y ese mundo, entonces y ahora, ha quedado atrás. La gran tarea de la inteligencia colectiva consiste hoy en explorar las posibilidades de producir equilibrio en un mundo más cercano al caos que al orden. Hemos de preguntarnos de qué modo podemos regular esos nuevos espacios, hasta qué punto está en nuestras manos proporcionar una cierta estabilidad, si podemos corregir nuestra fijación en el presente y hacer del futuro el verdadero foco de la acción política, cómo generamos confianza cuando los otros son tan imprevisibles como nosotros, si es posible construir los acuerdos necesarios en entornos de fragmentación política y radicalización, en qué medida podemos mitigar el impacto social de lo inevitable. De lo único que podemos estar ciertos es de que se equivocan quienes aseguran que la política es una tarea simple o fácil.
Daniel Innerarity, catedrático de Filosofía Política (publicado en El País)
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