Una vez más, la celebración del 40 aniversario de la Constitución se está convirtiendo en otra ocasión por parte de los partidos del régimen y Felipe VI, acompañados por la consiguiente campaña mediática (que en esta ocasión cuenta con un indignante video oficial que muestra su “equidistancia” entre los dos “bandos” de la guerra civil), para reivindicar aquellas efemérides. Un documento presentado una vez más como sagrado…salvo cuando se trata de obedecer a los dictados desde arriba (como ocurrió con la contrarreforma exprés del artículo 135 en septiembre de 2011 para vaciar de contenido el carácter “social” de esa misma Constitución) y, sobre todo, cuando los “derechos” del Estado se imponen frente al respeto a libertades y derechos fundamentales, como estamos comprobando en los últimos tiempos.
La reclamación de ese pasado idealizado parece más obligada en una coyuntura en la que, como estamos viendo, la crisis del régimen no deja de agravarse, ahora con una cúpula del poder judicial deslegitimada y una monarquía cada vez más cuestionada, no sólo desde Catalunya. A todo esto se suma la irrupción en las elecciones andaluzas de la ultraderecha de Vox, hasta ahora escondida dentro del PP y que ya defiende sin complejos una contrarreforma constitucional que nos retrotraería al tardofranquismo.
Conviene, pues, refrescar la memoria y recordar que esa Constitución no fue obra de un poder constituyente soberano y que su contenido y desarrollo en el marco de la “integración europea” y de la larga onda neoliberal se han ido alejando cada vez más de las expectativas democratizadoras y socializantes que muchos y muchas de quienes la votaron tuvieron entonces.
En efecto, la Constitución española de 1978 devino el resultado de un proceso constituyente no previsto inicialmente con las elecciones de junio de 1977, pero que se vio desde el principio tutelado y condicionado por los pactos previos y, por tanto, con un déficit de legitimidad de origen innegable. Su proceso de elaboración coincidió, además, con un momento de transición entre el constitucionalismo social de posguerra (del que la Constitución portuguesa de 1976 fue su producto más avanzado) y el que se estaba ya iniciando en sentido contrario en toda la Europa occidental y eso permitió todavía un carácter híbrido de su contenido.
Esa Constitución escrita, con reconocimiento de libertades y derechos básicos, pero a la vez con rasgos estructuralmente restrictivos (resumidas por Pérez Royo (2015) con su definición de “monárquica, bipartidista y antifederal”), junto con su desarrollo a través de los Estatutos autonómicos y la jurisprudencia del Tribunal Constitucional, fueron sentando las bases de un nuevo bloque de constitucionalidad.
Además de la aceptación de la monarquía impuesta por Franco –hurtando el referéndum sobre la forma de Estado por temor a perderlo, como reconoció años después Adolfo Suárez-, es importante recordar que el artículo 2, pese a la admisión final del término “nacionalidades”, acabó siendo resultado de la adaptación de los ponentes a las exigencias de la jerarquía militar en torno a “la indivisible unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles”. Aun así, tuvieron que aceptar unas Disposiciones adicionales y transitorias que reconocían los derechos históricos de Euskadi y Navarra, así como de Canarias por su condición ultraperiférica, y consensuar un Título VIII que establecía distintas vías de acceso a la autonomía que, sin embargo, serían luego desbordadas por Andalucía tras su referéndum del 28 de febrero de 1980.
Empero, el artículo 145.1 establecía con rotundidad: “En ningún caso se admitirá la federación de Comunidades Autónomas”, mientras que el 155 permite al gobierno, “con la aprobación por la mayoría absoluta del Senado” la intervención en una Comunidad Autónoma para obligar a sus autoridades a cumplir las obligaciones constitucionales o “para la protección del mencionado interés general”; un artículo que se aplicó además de forma completamente abusiva en Catalunya hace apenas un año, acompañado de la judicialización del conflicto mediante acusaciones de “rebelión” y “sedición” sin fundamento alguno.
El artículo 8 (que incluye la defensa de la “integridad territorial y el orden constitucional” como funciones del Ejército) también es atípico en el constitucionalismo liberal-democrático, tanto por su contenido como por el lugar (Título Preliminar) en el que se ubica. En cuanto al Senado aparece con la clara misión, por basarse en las provincias y en un sistema mayoritario, de ejercer una función de freno al Congreso (a la vez elegido con un reparto provincial y un sistema electoral destinados a favorecer el bipartidismo, preconstitucional, que sin embargo sobrevive todavía), mientras que se establece un Tribunal Constitucional que, como hemos visto recurrentemente, aunque con algunas excepciones, ha funcionado como tercera cámara legislativa en un sentido conservador.
A todo esto se suman las concesiones que se hacen a la Iglesia Católica (el artículo 16, si bien declara que “ninguna confesión tendrá carácter estatal”, a continuación añade: “Los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia católica y las demás confesiones”) y a la enseñanza religiosa (el artículo 27.3 dice: Los poderes públicos garantizan el derecho que asiste a los padres para que sus hijos reciban la formación religiosa y moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones”). Unas concesiones que se vieron complementadas inmediatamente con los Acuerdos con la Santa Sede del 3 de enero de 1979, los cuales no hacían más ratificar con algunas modificaciones el Concordato de 1953. Aspectos que venían a confirmar, junto a otros recordados por Justa Montero (2018) recientemente, el “olvido” de las mujeres por los “padres de la Constitución”.
En lo que se refiere a los derechos, establece una distinción cuyo alcance práctico estamos comprobando hoy con especial gravedad: la diferenciación entre “derechos fundamentales” y “principios rectores de la política social y económica” dentro del Título I, hace que “una política orientada al pleno empleo” (artículo 40) quede simplemente como un buen deseo, al igual que el “derecho a la protección de la salud” (art. 43) o el “derecho a disfrutar de una vivienda digna y adecuada” (artículo 47), entre otros, ya que se considera que no son reclamables ante los tribunales ordinarios. Por no mencionar la tímida mención a “defender y restaurar el medio ambiente” (art. 45).
Añadamos a todo lo anterior la exigencia de la moción de censura constructiva (o sea, con obligación de presentar candidatura alternativa a presidir gobierno) y, sobre todo, unos requisitos para proceder a la reforma y/o revisión constitucional que la caracterizan como una Constitución especialmente rígida.
Es cierto que hay otros artículos (como los 9.2 y 128) que conectan, como he mencionado antes, con el constitucionalismo social de posguerra, caracterizado por la aspiración a promover una política de redistribución de la riqueza e incluso de intervención pública de empresas en nombre del “interés general”. Pero fue precisamente ese legado el que se fue vaciando a medida que, de forma creciente y superpuesta a partir de 1986, este bloque de constitucionalidad fue insertándose dentro de la Constitución material de la que fueron dotándose la Comunidad Europea, luego, su sucesora, la Unión Europea y, particularmente, la eurozona. Todo esto en el contexto de la onda larga neoliberal iniciada a mediados de los años 70 y de la nueva lex mercatoria que se ha ido consolidando a escala mundial.
Se argumentó desde el bloque defensor del pacto constitucional que en el haber de lo logrado estaba la conquista de una serie de libertades, derechos e instituciones elegidas por sufragio universal que el franquismo negaba. Pero en el debe había tantas herencias y tal número de restricciones en el fondo y en la forma que muy pronto se fueron generando unos costes estructurales elevados (Águila y Montoro, 1984). Uno de sus efectos más visibles fue la frustración política en mayor o menor grado (el famoso desencanto, ya presente desde finales de 1978) que se dio en muchos de los sectores que habían participado en el ciclo de movilización y protesta más intenso de la lucha antifranquista, incluso entre los más moderados (Santos Juliá, 2017: 511-532).
Llegaría luego el fracaso del golpe duro del 23-F de 1981 (en donde siempre permanecerán las sospechas fundadas sobre el papel de Juan Carlos I) y, con él, el inicio de una nueva fase de la Transición en la que el intento de cierre del proceso autonómico (a través de la Ley Orgánica de Armonización del Proceso Autonómico (LOAPA)) queda apenas frenado mientras se agudiza la crisis de Unión de Centro Democrático (UCD) y se produce el ascenso y la llegada del PSOE al gobierno en octubre de 1982, convertido en partido salvador del régimen. Más tarde, con el ingreso en la Comunidad Europea en enero de 1986 y el definitivo en la OTAN en marzo del mismo año (éste tras un tenso pulso con un amplio movimiento popular en un referéndum), se puede considerar que culminan la renovación de las elites políticas, siempre dentro del marco de la reforma pactada, y la relativa estabilización e integración del régimen dentro de la estrategia del bloque occidental.
Desde la izquierda radical existían, por tanto, razones suficientes para sostener que del hecho de que no se tuviera (¿todavía?) la fuerza necesaria para imponer la ruptura no había por qué dar un giro brusco hacia la aceptación del contenido fundamental –y sus inherentes formas opacas- del sacralizado consenso no sólo en torno al texto constitucional sino también a otros pilares fundamentales, como fueron la Ley de Amnistía (que hizo imposible la depuración del aparato del Estado franquista) y los Pactos de la Moncloa (que fueron el inicio de la subordinación del movimiento obrero a una política de control salarial que iría abriendo la puerta a la larga onda neoliberal). Sin olvidar que previamente se había creado la Audiencia Nacional justamente al día siguiente de la supresión del Tribunal de Orden Público franquista en enero de 1977.
Esos consensos, resultado de un proceso conflictivo y, lejos de la leyenda creada, no exento de violencia, llegaron a presentarse luego, interesadamente como el único desenlace posible frente a la hipotética amenaza del retorno a la guerra civil. Se convertía así el producto contingente final en paradigma a respetar todavía hoy, queriendo imponerse como una muralla infranqueable frente a cualquier propuesta, no sólo de un nuevo proceso constituyente sino también de reformas constitucionales en cuestiones clave como son el reconocimiento de la realidad plurinacional dentro del Estado español, el cuestionamiento de la institución monárquica y de los privilegios de la Iglesia, el blindaje de los derechos sociales o la investigación judicial sobre los crímenes del franquismo.
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