El presidente francés, Emmanuel Macron, volvió a insistir ayer en que el nacionalismo y el patriotismo no sólo son muy distintos sino que una cosa es exactamente la contraria de la otra. Fue un cambalache conceptual -algo así como explicar la diferencia entre un paraguas y una sombrilla- que realizó ante 70 jefes de Estado que conmemoraban el centenario del Armisticio que puso fin a la Primera Guerra Mundial, una multitudinaria matanza que duró más de cuatro años y en la que perdieron la vida entre nueve y diez millones de personas.
“Perder la vida”, como si te la hubieras dejado olvidada en un autobús, es un eufemismo muy bonito para resumir la agonía de morir con las tripas reventadas de un tiro, el pecho atravesado por una bayoneta, los miembros amputados por la gangrena o los pulmones hechos sopa por el gas mostaza. Esos nueve o diez millones de soldados murieron todos y cada uno de ellos defendiendo una bandera exactamente igual a la que ondeaba detrás de los muy dignos mandatarios que escuchaban a Macron. Es decir, fallecieron de una enfermedad mortal llamada patriotismo, pero no de nacionalismo, que es otra enfermedad distinta y en ningún caso digna de elogio.
¿Cuál es la diferencia? No se crean que es fácil de resumir, entre otras cosas porque el concepto de “patria” incluye el de “nación”, según muchos diccionarios. Albert Rivera ha vertebrado buena parte de su discurso en esa distinción, que él resume en esta frase que parece el reclamo de una óptica: “Sólo veo españoles”. El patriotismo no se guía por conceptos obsoletos como la raza o la lengua, sino por valores unas veces abstractos, como la libertad, y otros más concretos, como los índices del Ibex. La conferencia de Macron era muy interesante, pero algunos de los presentes no pudieron evitar aburrirse, bostezar o directamente pegar cabezadas como el rey de Marruecos, Mohamed VI. Sentada al lado de Trump, que tenía cara de estarse preguntando cuándo servían la manduca, estaba Angela Merkel con unos cascos en los que seguramente estaba oyendo Hip hop. El peñazo habría resultado más interesante si, eufemismos chorras y disquisiciones bizantinas aparte, Macron hubiera soltado alguna verdad sobre la auténtica mecánica del patriotismo. Por ejemplo, aquello que dijo Patton sobre que ningún bastardo había ganado una guerra muriendo por su país, sino haciendo que otros bastardos murieran por el suyo.
Mucho más directo y expeditivo, Santiago Abascal no ha dudado en recurrir al lenguaje bélico en el acto de presentación de los candidatos de Vox a las elecciones andaluzas que tuvo lugar en Sevilla. Citó a un gallego, Salvador de Madariaga, para recordar que un andaluz es “un español al cuadrado”, prometió cerrar las mezquitas fundamentalistas (a Pablo Iglesias, en un alarde de humorismo muy personal, lo llama “Pablo Mezquitas”) y apeló a la épica de la Reconquista en una comunidad (él prefiere hablar de “regiones”, al estilo franquista) que es propiedad del PSOE desde hace décadas. La operación de vuelta atrás, a los orígenes, queda patente en su denuncia de los que quieren convertir la Catedral de Córdoba en la Mezquita de Córdoba, una reescritura histórica sólo apta para costaleros cerebrales. Al igual que Rivera, Abascal es muy patriota, pero poco nacionalista, aunque ambos sólo ven españoles desde Gibraltar hasta el Pirineo, exceptuando Portugal, donde sólo ven bacalao.
David Torres, en Público
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