Esta es la historia de una obsesión. Un grito que se oye tanto en los foros de izquierdas como de derechas: hay que endurecer las penas. Unos quieren castigar con más firmeza unos delitos (como los sexuales), y los otros, otros (con prisión permanente revisable). Pero casi todos asumen que una justicia más dura es más justa. Aunque no lo es.
La prueba es Estados Unidos. En las últimas décadas del siglo pasado, sus políticos entraron en una carrera para ver quién era más severo con los criminales. Y la tasa de encarcelamiento pasó de 100 de presos por cada 100.000 habitantes hacia 1970 a más de 700. Ahora tienen más de dos millones de reclusos.
El coste económico de esta deriva punitiva es brutal, y el beneficio, dudoso. A los cinco años de salir de la cárcel, tres de cada cuatro reclusos ya han vuelto a ser arrestados. En Noruega, que tiene castigos leves y trata humanitariamente a sus presos, solo uno de cada cinco reincide. Porque aumentar las condenas tiene efectos perversos. Las cárceles pueden ser escuelas para el crimen. Y la manera más efectiva de disuadir a potenciales malhechores no es imponer correctivos onerosos, sino incrementar la probabilidad de que el delincuente sea castigado. Dirijamos ahí los esfuerzos. Por ejemplo, eduquemos a las autoridades policiales y judiciales para que puedan reconocer mejor los delitos que son poco denunciados, como los sexuales.
El criminal debe saber que será detenido y, además, pagará por su crimen. Y, curiosamente, unas penas más duras pueden reducir las sentencias condenatorias. Porque fiscales, jueces o jurados se lo piensan dos veces antes de enviar a alguien a la cárcel muchos años. Esas dudas se han detectado, por ejemplo, en los Estados americanos con cadena perpetua para quién comete un tercer delito. E, históricamente, los veredictos de culpabilidad crecieron al eliminarse las condenas más onerosas, como la pena de muerte o la deportación a las colonias.
Al contrario de lo que esperan los populistas punitivos, las condenas lesivas hacen que muchos criminales se libren de la acción de la justicia. Unas penas más suaves maximizan el porcentaje de crímenes castigados y minimizan el porcentaje de criminales reincidentes.
Quizás los políticos no ganen elecciones, ni los activistas seguidores en las redes sociales, proponiendo reblandecer el Código Penal. Pero seguro que la sociedad no gana endureciéndolo.
Víctor Lapuente, en El País
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