La reacción de los partidos españoles ante el asesinato de Jamal Khashoggi en el consulado saudí en Estambul ha sido furibunda. A la espera de saber si el periodista fue desmembrado vivo, estrangulado por descuido o si él mismo, en un arrebato, se suicidó descerrajándose diez tiros en la sien –que bien podría ser la última versión sobre su muerte-, el Gobierno ha expresado su consternación, el PSOE su abatimiento y la oposición de derechas ha roto su estruendoso silencio para pedir prudencia, así a lo loco. Sólo Unidos Podemos ha solicitado abiertamente el fin de la venta de armas a la “teocracia asesina” del Golfo, aunque alguno de sus portavoces exigía al mismo tiempo al Ejecutivo que garantizara el empleo en los astilleros de Cádiz. Respuestas tan contundentes deben de tener a los sátrapas de Riad temblando bajo el sol del desierto.
Si la política hace extraños compañeros de cama, la geopolítica es el tálamo por el que todo el mundo pasa sin que nadie cambie las sábanas. Ese albañal de satén presidido por el fingimiento y los dobles raseros es el que ha determinado que Arabia Saudí, un régimen criminal que ha convertido en cotidianas las decapitaciones, crucifixiones, flagelaciones y otras torturas, que bombardea a civiles indefensos y que financia generosamente al terrorismo yihadista, sea intocable porque nada en petróleo y se gasta el 10% de su PIB en comprar armas a las democracias más reputadas.
La llamada comunidad internacional es una farsa, un conglomerado de intereses que santifica o demoniza a su antojo y que tiene una habilidad especial para mirar hacia otro lado cuando la sangre le salpica. Sólo con un sentido del humor tremendamente macabro puede asumirse que este reino medieval que subyuga a sus mujeres y les obliga a contar con la autorización de un tutor varón para estudiar, viajar, casarse o tener empleo sea miembro de la Comisión de la Condición Jurídica y Social de la Mujer de Naciones Unidas. O que un país que ignora lo que son unas elecciones, que prohíbe los partidos, que bate récords de ejecuciones de disidentes, que tiene proscrita la libertad de expresión y el derecho de manifestación y reunión se siente en el Consejo de Derechos Humanos de la ONU y haya presidido alguno de sus paneles.
Esa misma comunidad internacional, la que ha callado sobre todas sus aberraciones y aplaude el supuesto aperturismo de los nuevos príncipes de las tinieblas por el simple hecho de que desde este año permite conducir a las mujeres, es la que ahora pide una investigación creíble sobre el asesinato de Khashoggi, que de no haber trabajado para el Posto o gozar de los favores de Erdogan, el autócrata turco, hubiese podido ser despiezado mirando a la Meca sin que nadie susurrara una protesta.
La situación es muy embarazosa hasta para Trump, capaz de romper el acuerdo nuclear con Rusia o desatar una guerra comercial con China y la UE sin despeinarse el flequillo, pero reacio a tomar represalias con ese aliado estratégico en Oriente Medio con el que ha suscrito contratos de armamento por más de 350.000 millones de dólares de esos que vuelven a hacer grande a América. ¿Cómo ha reaccionado la gran superpotencia al descubrir que tres cuartas partes de los terroristas del 11-S eran saudíes, o ante la evidencia de que la mayoría de los presos de Guantánamo son de esa nacionalidad y de que el Estado Islámico se nutre principalmente de combatientes de ese país? Pues ocultando la pista saudí de los atentados y reforzando sus lazos de amistad con Riad porque el “enemigo” está en Irak, en Afganistán, en Siria o en Irán, que además es uno de los ejes del mal. Resultaría una sorpresa que cualquiera de los trozos desmembrados de Khashoggi modificara esta siniestra complicidad.
La investigación que se pide a Arabia Saudí es una manera de acelerar el rigor mortis del asesinato y enfriar el escándalo. Únicamente Alemania ha dado el paso al frente de prohibir la venta de armas a Riad, quizás porque le sale barato o porque su opinión pública se horroriza tanto como la de sus socios europeos pero tiene mucha más influencia. Nadie hasta el momento ha secundado su iniciativa.
De vuelta a España se entiende mejor la hipócrita reacción del Gobierno y de buena parte de las fuerzas políticas, agravada en el caso de algunos partidos tan selectivos en la defensa de los derechos humanos que han reducido a dos las dictaduras del planeta: Venezuela y Cuba. En juego están las exportaciones de barcos y armas, la participación empresarial en proyectos faraónicos de infraestructuras, las relaciones fraternales de los Borbones con los Al Saud, siempre dispuestos a regalar un yate o facilitar un préstamo personal y condonable al hoy emérito, y hasta el suministro de crudo que, en un 10%, procede de las dunas saudíes. También lo está la decencia, eso que siempre se valora tan poco y ahora bastante menos, en puertas de unas elecciones andaluzas a las que nadie quiere acudir como el causante de que los trabajadores de la bahía de Cádiz se queden sin empleo.
El dilema por tanto está entre atender a los supuestos intereses nacionales y ocupar los últimos vagones del tren de la dignidad, si es que llega a ponerse en marcha, o rendir homenaje al Quijote y precipitarse lanza en mano contra unos molinos de viento que en realidad son gigantes con chilaba. La cama de la geopolítica está muy sucia y es altamente infecciosa pero estamos vacunados hasta de los espantos.
Juan Carlos Escudier, en Público
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