Es lo habitual. Cuando una persona notoria fallece, los discursos suelen centrarse en los recuerdos positivos, en las cualidades y en los valores del difunto. Tras el fallecimiento del obispo emérito de Donostia, José María Setién, se han prodigado en las declaraciones públicas y en los medios las cualidades intelectuales, espirituales y éticas del finado, por supuesto ensalzándolas y en este caso con un cierto carácter de desagravio. José María Setién ha recibido el afecto y la admiración de los representantes de la sociedad guipuzcoana, de la ciudadanía y de quienes conocieron su trayectoria pastoral en los años más duros de las expresiones de violencia. Ya muerto, quienes le difamaron y fabricaron su caricatura abominable aún dejan caer -eso sí, con sordina- la inercia de su odio.
Reconfortan los reconocimientos públicos y la restitución de la admirable memoria del obispo emérito, pero no quiero desaprovechar esta oportunidad para centrar mi reflexión en los antecedentes que derivaron en la trituración por parte de políticos y medios de la imagen del entonces obispo titular de la diócesis de Donostia. Y echando mano de la hemeroteca, hay que recordar la advertencia del entonces candidato José María Aznar avisando a su oponente Felipe González de que estaba dispuesto a utilizar el terrorismo por intereses electorales. Quedó clara esta voluntad del líder del PP cuando, ya presidente electo, el 13 de julio de 1997, ETA asesinó a Miguel Ángel Blanco y se puso en marcha una descomunal estrategia política y mediática contra quienes no se plegasen a su decisión de verdad única, de intransigencia feroz, de crispación permanente, una estrategia que a día de hoy pretenden seguir manteniendo.
Centrada esa verdad absoluta en la perversidad del terrorismo y su derivada nacionalista, con sus tesis de brocha gorda -víctimas o verdugos, ellos o nosotros, conmigo o contra mí-, el PP llevó al PSOE encadenado a la firma del Acuerdo por las Libertades y contra el Terrorismo, documento al que pretendieron -y casi lo lograron- que se sumaran todos los partidos políticos del arco parlamentario, así como las principales instituciones españolas, entre ellas la Conferencia Episcopal presidida por el cardenal Rouco Varela. Ocurrió que la Conferencia Episcopal no se sumó al acuerdo, después de que Setién hiciera llegar a sus compañeros prelados que esta adhesión sería “desacertada porque se trata de un pacto que constituye una ruptura del planteamiento universal del diálogo, tiene un marcado carácter político y selecciona a los participantes para después pedir la adhesión a algo ya realizado”. Poderosas serían las razones de Setién para que una institución entonces tan pusilánime y tan cómplice de la derecha española decidiera rechazar el trágala y no sumarse al acuerdo.
Aquello fue el detonante de una campaña brutal, inclemente y zafia contra Setién, personificando en él todas las perversiones derivadas del terrorismo. Se abrió la veda para el insulto y el desprestigio del obispo hernaniarra. Se dio por hecha su complicidad con los terroristas, su menosprecio a las víctimas y su ceguera nacionalista. Todo ello desfigurando su doctrina, interpretando perversamente sus homilías y haciendo eco a los exabruptos desaforados de la caverna mediática. Repugnaba la barra libre de afrentas vomitadas por los Jiménez Losantos, Alfonso Ussía, Martín Prieto, Carlos Herrera, Jaime Capmany, Luis del Olmo y demás capos de las ondas y los papeles, que cada día escupían auténticos improperios contra un obispo al que acusaban de no distinguir entre el dolor de las verdaderas y únicas víctimas y “las otras”, que era partidario de la alta traición de resolver los conflictos mediante el diálogo.
Fueron crueles, mentirosos, ventajistas y cobardes. A Setién le demonizaron porque discrepó. Hicieron de él un muñeco de feria al que vapulear, con la ventaja de que el obispo jamás les iba a responder, ni se iba a querellar, ni siquiera les iba a tener en cuenta. La derecha española y su caverna mediática se ha dedicado y se dedica con esmero a este tipo de satanizaciones. Lo hizo con Arzalluz, con Idigoras y con Ibarretxe. Lo hace con Otegi, con Puigdemont y con los dirigentes soberanistas catalanes. Y lo hace sin piedad, con el desprecio y la zafiedad que le caracteriza. La Brunete mediática y política que intentó infamar a Setién, desde su opulenta jubilación ya casi ni se acordaba del obispo fallecido. A los nuevos cachorros, que ni de lejos han leído o escuchado sus principios pastorales, les ha quedado el tic, la inercia imbécil de repartirle estopa al obispo, vivo o muerto, porque solo así se explica el obituario del emergente Borja Sémper: “Ha fallecido José María Setién, quien demostró que se puede ser obispo sin creer en Dios”. Y se quedó tan ancho.
Pablo Muñoz, en Grupo Noticias
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