No es fácil juzgar, con la que está cayendo -se lo aseguro-, opinar libremente acerca de una Sentencia de la relevancia de la dictada por la Audiencia Provincial de Navarra tras el juicio a "La Manada". Un juicio, en el que se ventilaban, sustancialmente, denuncias por cinco delitos continuados de agresión sexual y en la que se ha condenado a los acusados, en esencia también, como autores de delito continuado de abuso sexual con prevalimiento, a la pena de nueve años de prisión de inhabilitación especial para el ejercicio del derecho de sufragio pasivo durante el tiempo de la condena; a lo que se suma el alejamiento de la víctima a 500 metros durante 15 años y 5 años de libertad vigilada.
No es sencillo opinar sobre hechos que se abordan judicialmente ya que normalmente no conocemos los detalles de las pruebas y porque, junto a ello, nos falta el ejercicio complicado y comprometido de su valoración. En este caso, además, no hemos tenido siquiera conocimiento del contenido de las principales pruebas practicadas en el juicio oral, ni de las declaraciones de la denunciante ni de los acusados, ni de otras pruebas de tanta relevancia como los vídeos o las testificales y periciales que con tanto detenimiento analiza el tribunal. Lo que plantea también, en mi opinión, la cuestión de la (in)oportunidad de la celebración del juicio a puerta cerrada.
Pero, en todo caso, resulta que analizamos unos hechos que, como tal y como los ha tenido por acreditados el tribunal, son tremendos. Y a los que califica como delitos continuados de abuso sexual con prevalimiento por entenderse, como ya toda la ciudadanía conoce, que no se produjo ni violencia ni intimidación sobre la víctima -a la cual, ahora ya podemos denominar como tal. Todo ello cuando lo ocurrido, según el propio tribunal determina, fue en resumen: que la joven fue objeto de penetraciones varias -ahorro al lector los detalles-, hallándose "totalmente en shock", con "intenso agobio y desasosiego"; que "le produjo estupor y le hizo adoptar una actitud de sometimiento y pasividad, determinándole a hacer lo que los procesados le decían que hiciera, manteniendo la mayor parte del tiempo los ojos cerrados"; que esto se consumó en un lugar "recóndito y angosto, con una sola salida, rodeada por cinco varones, de edades muy superiores y fuerte complexión", consiguiendo una situación "conforme a lo pretendido y deseado por los procesados y querida por estos". De modo -relata la sentencia- que "la denunciante se sintió impresionada y sin capacidad de reacción". Una denunciante "agazapada, acorralada contra la pared por dos de los procesados", que "expresó gritos que reflejan dolor". "No apreciamos ninguna actividad de ella; estas imágenes evidencian que la denunciante estaba atemorizada y sometida de esta forma a la voluntad de los procesados", concluyen los dos magistrados que optaron por la condena de los acusados.
Es decir, el tribunal ha creído a la denunciante, en toda la extensión de sus declaraciones y de sus sensaciones. "Yo también te creo". Y es precisamente por ello que surgen la incredulidad y el enfado sociales: "Cómo es posible que estos hechos, detalladamente descritos, no constituyan, si no violencia, sí una situación de intimidación -lo que, por otra parte, es lo mismo a los efectos de determinar el tipo penal aplicable-?. La jurisprudencia tiene determinado que constituye intimidación el constreñimiento psicológico, consistente en la amenaza o el anuncio de un mal grave, futuro y verosímil, sin que se exija, en los delitos de agresión sexual, que la intimidación sea irresistible, inevitable o extremadamente grave. Basta con que sea suficiente y eficaz para alcanzar el fin propuesto, paralizando o inhibiendo la voluntad de resistencia de la víctima.
Y en este caso -resulta claro a la luz de los hechos probados- que los acusados han generado en la víctima un miedo tal que acepta en silencio y con los ojos cerrados -esto es verdaderamente revelador: silencio y oscuridad- lo que ellos querían hacer con ella. Y esto, se quiera o no, es intimidación. Y si no ha sido así, habría que absolverlos. Porque lo acontecido, según los hechos determinados por la propia sentencia- no fue una situación de "prevalimiento", como se determina, que se contempla jurídicamente para situaciones de abuso de superioridad digamos que "ordinarias" en el ámbito laboral, familiar, académico....y sin restar gravedad a las mismas. Aquí concurre una situación de intimidación relevante y eficaz capaz de anular la capacidad de decisión de la víctima, como las mujeres entendemos fácilmente.
Por eso gran parte de la ciudadanía considera que la decisión es contradictoria en sí misma; porque los hechos son estremecedores y siguen la versión de la víctima, y pese a ello, no se aprecia siquiera intimidación. ¿Esto tiene alguna explicación? Seguramente más de una. Pero sobre todo, el desconocimiento de las deliberaciones -que por otra parte, y según previsión legal, son secretas-, las cuales podrían arrojar luz sobre si en el fondo no se ha registrado algún pacto incluso para salvar la mínima condena.
Pero fallan, además, explicaciones a otro nivel, acerca de lo que ocurre en los poderes públicos, y, singularmente en la judicatura, en la que servimos sin una preparación específica en igualdad de género y en otros terrenos también sensibles. Y resta una reflexión profunda acerca de cómo solventar la brecha demasiado ampla abierta entre la justicia y la ciudadanía. De cómo articular un diálogo efectivo entre ambas como sí lo hay, con más o menos déficits, entre otros poderes del Estado y la sociedad.
Garbiñe Biurrun, en El Diario Vasco
Pero, en todo caso, resulta que analizamos unos hechos que, como tal y como los ha tenido por acreditados el tribunal, son tremendos. Y a los que califica como delitos continuados de abuso sexual con prevalimiento por entenderse, como ya toda la ciudadanía conoce, que no se produjo ni violencia ni intimidación sobre la víctima -a la cual, ahora ya podemos denominar como tal. Todo ello cuando lo ocurrido, según el propio tribunal determina, fue en resumen: que la joven fue objeto de penetraciones varias -ahorro al lector los detalles-, hallándose "totalmente en shock", con "intenso agobio y desasosiego"; que "le produjo estupor y le hizo adoptar una actitud de sometimiento y pasividad, determinándole a hacer lo que los procesados le decían que hiciera, manteniendo la mayor parte del tiempo los ojos cerrados"; que esto se consumó en un lugar "recóndito y angosto, con una sola salida, rodeada por cinco varones, de edades muy superiores y fuerte complexión", consiguiendo una situación "conforme a lo pretendido y deseado por los procesados y querida por estos". De modo -relata la sentencia- que "la denunciante se sintió impresionada y sin capacidad de reacción". Una denunciante "agazapada, acorralada contra la pared por dos de los procesados", que "expresó gritos que reflejan dolor". "No apreciamos ninguna actividad de ella; estas imágenes evidencian que la denunciante estaba atemorizada y sometida de esta forma a la voluntad de los procesados", concluyen los dos magistrados que optaron por la condena de los acusados.
Es decir, el tribunal ha creído a la denunciante, en toda la extensión de sus declaraciones y de sus sensaciones. "Yo también te creo". Y es precisamente por ello que surgen la incredulidad y el enfado sociales: "Cómo es posible que estos hechos, detalladamente descritos, no constituyan, si no violencia, sí una situación de intimidación -lo que, por otra parte, es lo mismo a los efectos de determinar el tipo penal aplicable-?. La jurisprudencia tiene determinado que constituye intimidación el constreñimiento psicológico, consistente en la amenaza o el anuncio de un mal grave, futuro y verosímil, sin que se exija, en los delitos de agresión sexual, que la intimidación sea irresistible, inevitable o extremadamente grave. Basta con que sea suficiente y eficaz para alcanzar el fin propuesto, paralizando o inhibiendo la voluntad de resistencia de la víctima.
Y en este caso -resulta claro a la luz de los hechos probados- que los acusados han generado en la víctima un miedo tal que acepta en silencio y con los ojos cerrados -esto es verdaderamente revelador: silencio y oscuridad- lo que ellos querían hacer con ella. Y esto, se quiera o no, es intimidación. Y si no ha sido así, habría que absolverlos. Porque lo acontecido, según los hechos determinados por la propia sentencia- no fue una situación de "prevalimiento", como se determina, que se contempla jurídicamente para situaciones de abuso de superioridad digamos que "ordinarias" en el ámbito laboral, familiar, académico....y sin restar gravedad a las mismas. Aquí concurre una situación de intimidación relevante y eficaz capaz de anular la capacidad de decisión de la víctima, como las mujeres entendemos fácilmente.
Por eso gran parte de la ciudadanía considera que la decisión es contradictoria en sí misma; porque los hechos son estremecedores y siguen la versión de la víctima, y pese a ello, no se aprecia siquiera intimidación. ¿Esto tiene alguna explicación? Seguramente más de una. Pero sobre todo, el desconocimiento de las deliberaciones -que por otra parte, y según previsión legal, son secretas-, las cuales podrían arrojar luz sobre si en el fondo no se ha registrado algún pacto incluso para salvar la mínima condena.
Pero fallan, además, explicaciones a otro nivel, acerca de lo que ocurre en los poderes públicos, y, singularmente en la judicatura, en la que servimos sin una preparación específica en igualdad de género y en otros terrenos también sensibles. Y resta una reflexión profunda acerca de cómo solventar la brecha demasiado ampla abierta entre la justicia y la ciudadanía. De cómo articular un diálogo efectivo entre ambas como sí lo hay, con más o menos déficits, entre otros poderes del Estado y la sociedad.
Garbiñe Biurrun, en El Diario Vasco
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