Se dice que, si perdemos la memoria del pasado, nos veremos abocados a repetir los mismos despropósitos que hicieron desgraciados a nuestros más inmediatos predecesores. Pero lo cierto es que se trata de un axioma que continuamente el ser humano se lo pasa por la piedra de la indiferencia. No escarmienta. No otorga a la experiencia de los demás ningún valor regulativo de su conducta. Tiene que meter el dedo en la llaga por sí mismo, si no, no se la cree.
¿Quién ignora que las guerras son la peor barbaridad inventada por el ser humano? Sin embargo, los dirigentes de este mundo siguen llevando a las masas a ellas, teniéndolas como única solución a los problemas geopolíticos que la situación económica genera en sus particulares negocios. El ser humano no es animal racional que escarmiente, y repite una y otra vez las mismas calamidades que perpetraron sus abuelos. Recordamos bien cómo fue la última guerra civil en España y que en Navarra adquirió la forma de exterminio, dado que aquí no hubo frente bélico. ¿Y qué deseamos, seguir glorificando dicha gesta manteniendo un edificio público que encarna tal barbarie como pocos? Porque dicho edificio es eso y no una condena explícita de tal barbarie, por mucha resignificación que se pretenda. Mona vestida de seda, en mona se queda.
Recordar el pasado, al que va adscrita la memoria, no nos preserva de odiar el mal. Porque no tenemos el mismo concepto sobre esta categoría, ni sobre la guerra.
El Monumento a los Caídos, con o sin el afeite de la re significación a la que algunos seguidores de Procusto quieren someterlo, es un signo explícito de la crueldad genocida que produjeron los golpistas en Navarra, carlistas y falangistas. No es un monumento a todos los caídos en la guerra de España y en las sacas de exterminio de Navarra. Lo fue y lo sigue siendo un monumento selectivo, dedicado a quienes auspiciaron la mayor masacre que se dio en Navarra, después de las tres guerras carlistas juntas. El monumento es un insulto, y lo seguirá siendo resignificado o no, a los casi cuatro mil navarros que fueron asesinados, lo mismo que a sus familias que sufrieron una postguerra bárbara y cruel.
Hay personas -gente de izquierdas-, que afirman que si estos espacios tóxicos desaparecieran del espacio público se dañaría la memoria ética del pasado. ¿Sí? Para nada. La memoria ética del pasado no existe. Dicha memoria se sustituye por los posicionamientos ideológicos que uno tenga en la actualidad. Odiar el mal es producto de una conformación ética de la persona, independientemente de su memoria del pasado y de los referentes arquitectónicos de su ciudad.
No hace falta ver un campo de concentración para odiar el fascismo;tampoco, para aceptar lo contrario si uno es fascista. Ahora bien. Atribuir el mismo nivel ético a un campo de concentración y a un edificio destinado a exaltar a unos militares golpistas que se sublevaron contra un gobierno legal y democráticamente constituido, denigra cualquier decoro. Un campo de concentración es una constatación de lo que hicieron unos asesinos y, en cuanto lo ves, te lleva a maldecir tanto las prácticas criminales que se infligieron en él como a quienes las ejecutaron y el sistema ideológico que lo propició y lo justificó.
Cuando, ante un edificio, unos defienden su eliminación (que se cumpla la ley) y otros su resignificación milagrosa en Museo de la Historia o en un Centro Cívico Equis, nos hallamos ante la clara manifestación de una idea distinta de lo que entendemos por el bien y por el mal en términos éticos.
Mantener un edificio que sigue glorificando y exaltando a quienes hicieron el mal y consagra una axiología basada en la guerra y en el exterminio como solución a los problemas políticos y sociales de una sociedad no es ético. Un edifico de esta índole está pidiendo a gritos sordos su desaparición.
Mantener edificios que condenan explícitamente a quienes hicieron de la tortura y de la muerte la solución final a los problemas de un Estado, como campos de exterminio, centros de detención y torturas, cárceles…, es compatible con el cultivo de una ética que salvaguarda la dignidad humana. Porque son espacios que denuncian el mal sin paliativos. De ahí la prisa que se han dado ciertas autoridades en eliminarlos del paisaje. ¿Cuántos campos de exterminio quedan de los que abundaron? ¿Cuántas cárceles y centros de tortura y eliminación quedan como muestra de repulsa e indignación? ¿Por qué no se mantuvo la cárcel de Pamplona resignificada como acicate de la ética ciudadana frente a la barbarie? ¿Por qué la única reforma del Fuerte de Ezkaba que hicieron los militares se cifró exclusivamente en eliminar los muros que acotaban el recinto carcelario y represivo?…
Nadie, contemplando un campo de exterminio, podrá congraciarse con él, ni con el sistema político que lo hizo posible, a no ser que sea un crápula o un demediado éticamente hablando. Decir que el Monumento a los Caídos es un elemento “que nos traslada desde las dos perspectivas hacia la nueva ciudad: desde lo simbólico, porque el monumento representa un elemento ligado a un pasado no muy brillante de la ciudad;y también es un elemento que representa la transición hacia la ciudad nueva que se va construyendo en el ámbito sur” es propio de un diletante que no ha aprendido nada del pasado. Calificar de pasado no muy brillante de la ciudad el tiempo en que se exterminó a casi cuatro mil navarros es un insulto. Si esto es parte de la resignificación que se pretende con dicho edificio, mejor que dejen la semántica política en paz, sin olvidarnos de su cripta, donde se permite que siga en activo la “no muy brillante” Hermandad de Caballeros Voluntarios de la Cruz.
Un genocidio como el del 36 lo pueden resignificar llamándolo Oropéndola, pero nunca dejará de ser un exterminio. Y su símbolo impuesto en Navarra seguirá siendo lo que siempre ha sido.
Víctor Moreno, Carlos Martínez, José Ramón Urtasun, Pablo Ibáñez, Clemente Bernad, Fernando Mikelarena, Carolina Martínez, Ángel Zoco y Txema Aranaz, (miembros del Ateneo Basilio Lacort)
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