Es famosa esta afirmación de Carlos Marx: “Hegel dice en alguna parte que la historia se repite dos veces. Le faltó agregar: primero como tragedia y después como farsa”. Este principio debería modificarse en América Latina en general, y en Colombia en particular, diciendo que acá la historia se puede repetir muchas veces, pero siempre como tragedia.
Y este presupuesto resulta de una importancia crucial a la hora de analizar lo que viene sucediendo con los acuerdos de La Habana entre el Estado colombiano y la insurgencia de las FARC, puesto que nuevamente, por enésima vez, se incumple en forma descarada lo que ha pactado el primero. Esa historia de incumplimientos y traiciones no es nueva, es más que bicentenaria, puesto que se hizo realidad por primera vez en 1781, cuando el régimen colonial español traicionó las capitulaciones que había firmado con el movimiento de los Comuneros y persiguió y asesinó públicamente y con saña a José Antonio Galán, el principal líder popular de ese levantamiento. En ese momento se originó lo que puede denominarse el síndrome del incumplimiento y de la traición por parte del Estado colombiano y las clases dominantes de lo que pactan y acuerdan con sectores de las clases subalternas. Ese síndrome viene acompañado de la persecución y muerte de los opositores políticos, como lo rubrica lo sucedido en los últimos 60 años de la historia colombiana.
En esta perspectiva lo que acontece hoy en día no es inédito, es simplemente la repetición, aparentemente mecánica de algo ya conocido, en cuanto a su resultado. Lo que aparece como diferente estriba en la suposición de una de las partes, las FARC, que esta vez el Estado si iba a cumplir, por las implicaciones que supone poner fin a una contienda armada de más de medio siglo. Los hechos han demostrado que al bloque contrainsurgente existente en nuestro país lo único que le interesaba era desarmar a la insurgencia de las FARC, como lo ha dicho sin disimulo Juan Manuel Santos. Esto quiere decir, sin necesidad de leer entre líneas, simplemente que no se va a cumplir nada de lo pactado y que los acuerdos no pasan de ser letra muerta, papel higiénico. Y a ese orden contrainsurgente le tiene sin cuidado que hasta la Organización de Naciones Unidas (ONU), garante de los acuerdos, critique ese incumplimiento.
Este es un incumplimiento en el que han participado los diversos componentes del bloque contrainsurgente: el ejecutivo, el parlamento, el sistema judicial, las fuerzas armadas, los medios de desinformación, los partidos políticos ligados al establecimiento, e incluso sectores políticos que se supondrían son de izquierda o alternativos (como el Polo Democrático-MOIR y los verdes, con Claudia López a la cabeza)…Todas a una, como en fuente ovejuna, han actuado al unísono, para torpedear lo pactado, que fue solemnemente firmado no en una sino en dos ocasiones, primero en Cartagena, antes del plebiscidio (suicidio plebiscitario) de octubre de 2016, y luego en el teatro Colon de Bogotá, tras introducir un sinnúmero de modificaciones, aceptadas por las FARC, que ya de por sí desnaturalizaban gran parte de lo acordado en cinco años de negociaciones en La Habana.
No se trata en esta reflexión de entrar a discutir –no porque no sea importante, sino porque ese no es el objetivo de este breve escrito– el alcance limitado de los acuerdos firmados en Bogotá en noviembre de 2016, alcance que ha sido presentado en forma exagerada por los voceros de la extrema derecha, desde el uribismo hasta el vargasllerismo, y sus voceros de prensa, encabezados por RCN, quienes sostienen con un cinismo extremo que esos acuerdos representan una entrega del país a lo que ellos denominan el castro-chavismo.
El trasfondo de este enunciado mentiroso, al estilo de Josep Goebbels, no es otro que ambientar el incumplimiento, como lo han logrado con éxito, y sobre lo que no debería haber duda, como lo demuestran algunos de los balances efectuados con motivo de cumplirse el primer año del acuerdo del Teatro Colón. Uno de esos balances sostiene que, en términos cuantitativos, el Estado ha cumplido solamente con un 18 por ciento de lo acordado, mientras que el cumplimiento de la contraparte, de las FARC, ha sido prácticamente del ciento por ciento. En efecto, mientras esta insurgencia ha entregado las armas, concentró sus frentes en zonas fijas, entregó un listado sistemático de sus haberes, los puntos básicos del acuerdo han sido irrespetados por el Estado.
Así, en cuanto al tema agrario –eje central del conflicto social y armado– no hay nada que permita vislumbrar que se va a efectuar alguna “reforma rural integral” que favorezca a los campesinos y pequeños productores. En cuanto al anuncio de entregar tres millones de hectáreas de tierras y de legalizar los títulos de otros siete millones, hasta ahora lo hecho es, por decir lo menos, absolutamente ridículo: se han entregado unas 69 mil hectáreas, sin saber cuántas corresponden a entrega y cuántas a restitución y “la Dirección de Acceso a Tierras reportó que durante 2016 compró 1.381 hectáreas, correspondientes a 33 predios, para entregarlas a organizaciones campesinas”
Respecto a la política antidrogas, donde se planteaba una solución integral a ese espinoso asunto, que no se concentrara en atacar al productor de hoja de coca y se tocaran los diversos eslabones de ese negocio multinacional, eso no ha pasado del papel. En la práctica se ha reafirmado el viejo criterio de la política anti-drogas hecha en Estados Unidos, y reafirmada ahora por el gobierno de Donald Trump, de golpear a los campesinos, como lo evidencia lo sucedido en Tumaco, con la masacre de pequeños cocaleros, llevada a cabo por miembros de los cuerpos represivos del Estado colombiano. Incluso, como van las cosas, no es de extrañar que en el corto plazo se vuelva a poner en práctica la criminal política de fumigación aérea con glifosato, como lo viene planteando el Fiscal General de la Nación, una ficha del orden contrainsurgente, quien es uno de los principales opositores al cumplimiento de lo pactado con las FARC.
En cuanto a la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP), que fue presentada desde un principio como la “novedad” del acuerdo, y donde se planteaba abordar las responsabilidades de los financiadores de la guerra (los llamados “terceros”, como los empresarios, multinacionales, funcionarios públicos, gobernadores y alcaldes…), ha quedado hecha trizas, y ha terminado siendo un tribunal en donde se va a juzgar de manera exclusiva a las FARC.
Y con relación a la participación política lo hecho es vergonzoso, puesto que no ha habido ninguna reforma política ni tampoco se ha propiciado ni creado el ambiente para la participación no solo de las FARC, sino de otros sectores políticos de las regiones, como lo demuestra la decisión del Paramento (perdón, Parlamento) de negar la aprobación de las 16 Circunscripciones Especiales para la Paz, que debían facilitar la participación de las víctimas.
No se ha cumplido nada en lo esencial. Y no solo eso, lo peor de todo, es que avanza un nuevo genocidio: el de los excombatientes de las FARC. O cómo puede calificarse lo que está en marcha en Colombia, ante la mirada cómplice en algunos casos y complaciente en muchos otros de gran parte de la mal llamada “opinión pública” de este país, del asesinato a mansalva, desarmados y en estado de indefensión, hasta el momento en que se redactan estas líneas, de un poco más de 30 miembros de las FARC, a lo que se suma el asesinato de una decena de sus familiares.
El asesinato del primer miembro desarmado de las FARC, luego de la pretendida puesta en marcha de los acuerdos de La Habana no supuso ningún rechazo, como era apenas obvio, de los voceros del orden contrainsurgente, cuando ese hecho debió concitar la movilización masiva de la sociedad colombiana, para que ese no fuera el comienzo de un nuevo genocidio. Qué diferencia a lo sucedido en Argentina donde la movilización de importantes sectores de la sociedad ha impedido que se vuelva a legitimar la desaparición forzada, que se ha intentado imponer nuevamente como práctica de terrorismo de Estado con el caso de Santiago Maldonado. Es esa acción activa lo que obligó a que en forma relativamente rápida apareciera el cadáver de este dirigente popular, lo que desde luego es una noticia trágica, pero ese mismo hecho no hubiera sido posible sin una movilización que clama en contra de la impunidad de los crímenes de Estado.
El primer insurgente asesinado fue Luis Alberto Ortiz Cabezas, en Tumaco, el día donde fue vilmente ultimado en abril de 2017, solo quince días después de haber salido de la cárcel.
Y como fue una noticia más de la crónica criminal de este país, y una noticia muy secundaria, el asesinato de Luis Alberto Ortiz Cabezas, primer asesinado de las FARC, menos importante que los chismes y trivialidades de los famosos de origen colombiano (futbolistas que se divorcian o que estafan al fisco de diversos estados europeos, cantantes y actrices que exhiben como gran cosa sus asuntos personales en las mal llamadas redes sociales…), eso dio pie a que siguiera existiendo la impunidad plena de esos crímenes y de esos criminales, que directa o indirectamente están ligados al Estado y forman parte del orden contrainsurgente. Y que, además, se suponía que iba a dejar de existir luego de la desmovilización de las FARC. Pero qué va, los hechos han ido mostrando dolorosamente que en este país se sigue aplicando la lógica de la Guerra Fría, que nunca ha terminado en Colombia, de eliminar al que es declarado como enemigo, y no importa que para ello haya que esgrimir los argumentos más rebuscados y traídos de los cabellos, como los presentados recientemente por el Ministro de Defensa (sic) (mejor sería llamar Ministro de Ofensas), Luis Carlos Villegas.
Al respecto este personaje sostuvo que los asesinatos que se vienen dando en Colombia con una terrible asiduidad no son resultado de una persecución sistemática y planificada, sino que en su “Inmensa mayoría” "son frutos de un tema de linderos, de un tema de faltas, de peleas por rentas ilícitas". Dicho de otra forma, el Estado deja de cuidar la vida de los colombianos –que, según los cultores del supuesto “Estado de Derecho” que existiría en Colombia, sería una de sus responsabilidades principales- y expresa con cinismo algo así como que esos asesinados están bien muertos porque se lo merecen, al fin y al cabo, en algo debían andar, como siempre han dicho los asesinos, y sus cómplices mediáticos, cuando se asesina a un estudiantes, un campesino, un sindicalista o cualquiera que esté al margen de los verdaderos dueños de este país. No sorprende que los opinologos de la prensa, como Semana, ese órgano por excelencia del orden contrainsurgente, legitimen los crímenes diciéndoles a las FARC, por ejemplo, como lo hace un tal Mauricio Carradini, que “no abusen de la victoria (sic) y no se vayan a ahogar en la sangre de sus propias batallas”.
Frente a lo que está aconteciendo con el asesinato de ex combatientes de las FARC, que repite además la trágica historia de Guadalupe Salcedo, Dumar Aljure, Toledo Plata y miles de ex guerrilleros asesinados luego de que distintos movimientos insurgentes firmaron acuerdos con el Estado (algo que modernamente comenzó en 1953), sí que resultan aplicables las palabras de Eduardo Galeano, cuando manifestó con claridad meridiana: “La amnesia implica impunidad, y la impunidad estimula el delito, tanto en términos personales como colectivos. No se necesita ser un gran jurista para saber que si yo mato a mi vecino, y todo sigue igual, termino matando al vecindario entero, porque la impunidad tiene un efecto estimulante sobre el delito”.
Lo acontecido en este 2017 con el acuerdo, el haberlo hecho trizas, no es algo de poca monta, porque tiene una trascendencia que va más allá de lo meramente coyuntural. Muestra, de un lado, que está en marcha un genocidio similar, y de pronto peor, que el de la Unión Patriota y A Luchar. Indica, de otra parte, que en este país se repite la historia de incumplimiento y muerte por parte del bloque de poder contrainsurgente, que supone sembrar las semillas de nuevos-viejos conflictos nunca resueltos, es decir, se están incubando nuevas guerras. De eso deben estar tomando nota el ELN, las mal llamadas disidencias de las FARC, y nuevos movimientos insurgentes que puedan formarse en el futuro próximo, para los que queda claro que en este país de cultura traqueta no se respeta la palabra empeñada.
Renán Vega Cantor, en Rebelión
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