Franco ya estaba muerto y enterrado bajo una losa tremenda, la que la historia le destinaba y la piedra que le pusieron los suyos, creyendo que era un honor y en realidad era una metáfora. Franco ya no presidía telediarios ni escuelas, no se oía su voz meliflua ni veíamos su insufrible figura, pero su herencia se había introducido en las neuronas de millones de españoles que de su vida habían hecho un ejercicio cotidiano de angustias y miedos. Vivíamos, sí, temerosos de casi todo, desde el pecado con que se nos amenazaba desde los campanarios de todas las ciudades, al qué dirán los vecinos, a no salirse de madre, a no ser tenido por otra cosa, a no destacar, a no reírse demasiado, a no protestar, a, en definitiva, ver, oír y callar, una de las máximas que los amedrentados padres y maestros inoculaban a los hijos, junto con el consejo de cumplir los preceptos establecidos, llevar bien peinado el pelo y lavados en casa los trapos sucios para que nadie diga nada de uno, nunca, jamás, bajo ningún concepto.
O sea, no era un país para jóvenes.
El telón de acero que protegía España de doctrinas malsanas, como la democracia, la libertad y otras fruslerías estaba en las cabezas de las personas y las blindaba para que no les entrara aire fresco. España era una, la patria, por tanto, era una, la familia, una también, de Dios ya ni hablamos, uno aunque tres personas, pero eso es misterio y de la Santísima Trinidad, la música, una, claro, que lo de fuera es ruido, y la bandera, ah, la bandera, esencia de todo lo que es ser español, naturalmente es una. Una, una, una. Sin discusión, sin duda. La España de los valores eternos, la de la cruzada, el bastión de Occidente sabe lo que quiere y ningún desarrapado ocupará el lugar de la gente de bien, los de toda la vida, los descendientes directos de la Inquisición, los que ocuparán la diestra del padre en el cielo, que será, como es evidente, al gusto de Franco, muy español.
En estas estábamos cuando la vida se desparramó y la gente salió a la calle y preguntó muchas veces por qué, sin miedo ya a los guardianes de los dogmas que nos habían atenazado. Y dijo: me organizaré como quiera, elegiré mis modelos, vuestros libros únicos no me sirven para pensar, traduciré otros o los escribiremos sin censuras, la música no llega del infierno ni la modestia tiene que ver con las piernas. Llevaré el pelo largo, vestiré colores que alejen el gris que ha sido España estos años, cantaré, votaré y colocaré otras banderas en mi corazón porque esto, amigos, no es una herencia maldita que nos ahoga, esto es la vida y va más allá de lo que os obligaron a pensar a vosotros y habéis querido transmitir a vuestros descendientes, sin resultado, afortunadamente. Y dicho esto, salimos a la calle, gritamos primero “Amnistía y libertad” y luego “Autonomía” porque descubrimos que ser muchos es mejor que estar solos, que con otros caminábamos más alegres, que la idea imperial se difuminaba si diecisiete íbamos del brazo, tan distintos, tan ensordecedoramente varios. Y descubrimos que éramos europeos, que la voz se transmitía con la velocidad de la luz, que nada estaba lejos porque nosotros habíamos roto los tabúes de la patria medieval de curas, militares y profesores saludando brazo en alto en una eterna y tediosa forma de concebir la existencia.
Sí, creíamos que habíamos ganado la libertad, lo creyó Manuel José García Caparrós, y el 4 de diciembre de 1977 salió de su casa con sus vaqueros, su pelo largo y despeinado, sus 19 años, sus amigos y otra bandera, una que le era más cercana, libre de prejuicios, blanca y verde, que se identificaba con una letra que decía que había que hacer, por Andalucía, más libre España entera y toda la humanidad. Era un sueño hermoso el que llevaba Manuel José García Caparrós cuando salió de su casa esa mañana malagueña, en la que otros salíamos también en Granada, en Sevilla, en Córdoba... Manuel José salió, decía, creyendo que habitaba un país suyo, un presente que le pertenecía y en el que ser feliz, tal vez tener novia, tal vez viajar, tal vez formar una biblioteca, quizá emigrar a Australia y venir con un bagaje de conocimientos que compartir en un bar o en un auditorio, quien sabe como sería su vida, qué futuro le espera a José Manuel García Caparrós, hoy trabajador de una fábrica de cerveza, mañana quizá empresario o inventor o taxista para recorrer una y otra vez su hermosa ciudad... Quién sabe. Pero dejémonos de futuros, hoy es 4 de diciembre de 1977, pedimos una forma nueva de Estado, queremos un federalismo moderno, le llamamos estado de las autonomías porque podemos llamarlo como nos dé la gana, tenemos voluntad de hacerlo, hasta himno y bandera tenemos y mucha gente pacífica sintiendo como nace una nueva forma de gobernarse.
Creíamos que era un país para jóvenes y Manuel José García Caparrós salió a la calle con su bandera blanca y verde, con sus amigos, con un entrañable empeño de demostrar que esto ha cambiado, fuera los miedos, la social, la secreta, abramos las ventanas y que salgan los recelos, que somos otros, por Dios, y creemos que cada cual es libre y todos juntos, también somos libres. Por eso voy a subir a lo más alto de la Diputación, o subirá otro, pero yo estaré allí para aplaudir, vamos a colocar la bandera de la gente junto a la oficial, y porque existimos lo diremos bien fuerte, y porque amamos nos comprometemos, saldremos de nuestras vidas para ir en la calle, codo a codo, siendo mucho más que dos. Por eso, por estos poemas cantados, por la sabiduría antigua que corre por mis venas sin que nadie la frene, yo, Manuel José García Caparrós, voy a la manifestación con mi bandera andaluza y luego nos iremos a tomar unas cañas, y por la tarde oiremos música, que es festivo, o vamos al cine, o nos quedamos en la calle comentando, hablando ahora que ya se puede hablar sin miedo de que te oigan porque este empieza ser nuestro país en vez de la patria de ellos, ésa que nos querían imponer a base de manuales con todas las soluciones establecidas.
Pero no era un país para jóvenes, pese a lo que Manuel José García Caparrós creyó esa mañana, cuando salía presuroso, acabando de ponerse la cazadora que lo protegería del frío suave del medio día malagueño, dejando atrás a las hermanas, más lentas, a los padres, tranquilos en la casa, tienen cuatro hijos y todos en el buen camino, el día ha amanecido sin presagios, no va a pasar nada. Nada, salvo que una bala disparada por la espalda atraviese el cuerpo de José Manuel y lo rompa para siempre. Una bala disparada por alguien, que no salió sola de ningún arma, no había dos ejércitos enfrentados, ni un bando armado al que la policía tenía que repudiar para defenderse. No, al otro lado había chicos, banderas, la alegría de estar en la calle, la exaltación juvenil, que era la exaltación de la democracia, de la normalidad, del tiempo nuevo que algunos, en la otra parte, con pistolas y con ideas más sanguinarias que las pistolas, no querían entender ni aceptar. Por eso dispararon a Manuel José, por eso lo dejaron tirado manando sangre, por eso muchos años después ha sido reconocido como víctima de un acto terrorista, porque no murió por una casualidad, lo mató una forma de entender la vida que quería los relojes parados, la sociedad sumisa y la bandera, como el idioma, como el libro, todo único. Asesinaron a Manuel José García Caparrós, porque la disidencia era la peor falta y no se podía dejar que prosperara. Por eso estaban ahí las fuerzas del orden. Todavía del orden antiguo, todavía armadas contra la democracia.
García Caparrós murió en vano. No vale decir que de su sangre se hizo un testimonio, que su muerte sirvió para dejar claro el arcaísmo del régimen del 18 de julio del 36, que empezó matando y matando seguía tantos años después, no sirve ni hay consuelo, porque fue una muerte absurda, criminal, sin sentido, odiosa y canalla como todas las muertes que no son las propias, que son ejecutadas por la perversión de quien se cree con derecho y no es nada, es menos que nada, un simple asesino que cree tener patria y solo tiene un hueco en el corazón y vacía la cabeza. Y una retórica huera como sustento.
Aquella mañana en que cayó fulminado Manuel José García Caparrós no había dos bandos, decía, había una multitud con palabras, banderas y el grito de “Andalucía, Autonomía” y unos fanáticos con provocaciones, unos sinvergüenzas, da igual con qué uniforme, que llevaban pistolas. Los fanáticos y los sinvergüenzas tenían órdenes de romper la manifestación, de frenar en seco la España plural que venía, de hacer algo para que el futuro no se instalase. Se cebaron con un chiquillo indefenso, ingenuo, que participaba cívicamente en un acto cívico. Pero el bando organizado no consiguió, matando, volver atrás, sólo se manchó las manos de sangre una vez más y por eso también serán repudiados.
La bandera blanca y verde acompañó a Manuel José García Caparrós, víctima del terrorismo, hijo, hermano, compañero, cuando fuimos a enterrarlo y todos éramos él, con la cabeza alta y la espalda limpia de balas y de sangre. No, todavía no era un país para jóvenes esta España, pero ya se estaban sentado las bases. Lo malo, lo terrible es que Manuel José García Caparrós no lo vio y hoy tampoco tenemos el consuelo de poder contárselo porque nadie lo ha resucitado. Quizá por eso nos contemos una y otra vez lo que pasó aquel 4 de diciembre y pronunciemos muchas veces el nombre de Manuel José García Caparrós como una suerte de sortilegio que nos ayude a creer que los asesinos no se salieron con la suya, y la bandera andaluza acabó la jornada de reivindicación autonómica ondeando junto a la roja y amarilla, sin complejos y sin tragedia, como ahora está y que no falte.
Epílogo:
Como periodista fui a Málaga desde Sevilla para cubrir la jornada posterior al asesinato. Málaga entera estaba parada: no era un cementerio, era una piña. Al llegar al hotel, un hotel de muchas estrellas, enseguida se me advirtió de que el personal estaba en huelga, que no habría ni servicio de habitaciones ni comida caliente, porque “nos han matado a un compañero y estamos en huelga, solo hay servicios mínimos”. Pocas veces un anuncio así, y ese marco, habrá podido estremecer más a una persona como a mí me estremecieron las palabras dichas en la misma conserjería, para que no quedaran dudas de qué estaba pasando y del tamaño de la respuesta de los trabajadores. Pude dar el pésame al comité de empresa del hotel, se lo di a otros colectivos con los que me fui encontrando, no así a la familia: el pudor me impidió acercarme a ellos. Lo hago ahora, aunque ya no estén los padres, que murieron de pena mucho antes de lo que tenía que haber sido el fin de sus vidas, muertos también de la muerte del hijo, les doy el pésame a las hermanas, tanto tiempo después, con un abrazo y la mayor admiración, porque ellas no se han rendido en estos treinta años de gestiones, idas, venidas y entierros. Ellas, reivindicando al hermano, consiguiéndole el reconocimiento legal de víctima del terrorismo que era de justicia, sin duda han hecho que este país sí vaya siendo para jóvenes, aunque sea para otros jóvenes, otros Manuel José que, despreocupados, pueden ir tirando día a día, sin otros miedos que los propios de estar vivos, compañeros del alma, compañeros.
______________
Pilar del Río, periodista, presidenta de la Fundación Saramago, de la Sociedad de Amigos de infoLibre. El texto fue publicado en un libro homenaje a Manuel José García Caparrós
No hay comentarios:
Publicar un comentario