En Navarra padecemos, desde hace décadas, un debate sobre política lingüística tan viciado como frustrante, presidido por una permanente desconfianza sobre los propósitos que esconde cualquier posicionamiento o propuesta al respecto y polarizado en torno a dos posturas extremas. Unos desearían ver al castellano como única lengua nacional, oficial y común, otros al euskera como única lengua nacional, oficial y común, y viven la presencia de la otra lengua como una imposición y su desarrollo como una amenaza. Sí, sé que la inmensa mayoría de la sociedad navarra no comparte esos posicionamientos extremos, nadie admite defenderlos y acepta la convivencia de lenguas, el plurilingüismo y la cooficialidad. Pero, por desgracia, las posiciones extremas siempre están de algún modo presentes para enturbiar el debate, sembrarlo de cizaña, hacer muy difícil el diálogo e imposibles los consensos, aunque solo sea al ser presentadas por sus contrarios como una amenaza real. En general consiguen con sus discursos que la mayoría recele y se coloque en una de estas posiciones, la que considera que cualquier avance en la presencia del euskera en la sociedad, en la Administración, en la enseñanza, es insuficiente, y la que considera que cualquier avance en esos campos es excesivo y peligroso.
Esta situación explica lo complicado que resulta modificar nuestra normativa lingüística, manifiestamente mejorable porque una buena parte de ella, además de obsoleta, es incoherente. Tenemos normas dictadas en tres niveles institucionales: internacional (Carta Europea de Lenguas Minoritarias o Regionales), estatal (Constitución, leyes y reglamentos estatales) y foral (Ley Foral del Euskera, LFE, y reglamentos de desarrollo). Cada uno de ellos parte de criterios, no solo contrapuestos, sino contradictorios. La Carta Europea prescinde de la oficialidad o no oficialidad de las lenguas y solo atiende a la existencia de un cierto número de hablantes de una lengua minoritaria en un determinado entorno que requieren protección (el francés o el alemán también son lenguas minoritarias, depende dónde), incluso fuera del territorio donde se ha hablado tradicionalmente esa lengua. La legislación estatal contempla únicamente la existencia de lenguas cooficiales en determinadas comunidades autónomas (no contempla más de dos lenguas cooficiales, como sucede en Cataluña, o lenguas solo cooficiales en una parte de la comunidad, como sucede en Navarra). La legislación foral parte de una cooficialidad reducida a una parte de su territorio, delimitado legalmente sin atender a ningún criterio expreso, y a un status impreciso en el resto del territorio, abierto a la pura discrecionalidad, por no decir arbitrariedad, de los poderes públicos. Este panorama ocasiona que cualquier medida de política lingüística pueda ser defendida alegando algún precepto jurídico extraído convenientemente del arsenal normativo existente, pero también una situación de inseguridad jurídica en la que cualquier medida pueda ser cuestionada por algún órgano judicial.
La adecuación del régimen lingüístico establecido entre 1982 (Amejoramiento) y 1986 (LFE) a las necesidades presentes y al contexto normativo actual se ha visto impedida por el citado clima de desconfianza y hostilidad. Unos encastillados en que cualquier reforma es peligrosa porque nos acerca a Euskadi, otros en que cualquier reforma es insuficiente porque el punto de partida (cooficialidad limitada por la zonificación lingüística) es ilegítimo y rechazable. Últimamente se ha abierto la posibilidad de reformas parciales de la LFE porque hay una mayoría suficiente para aprobarlas. Sucedió con la Ley Foral 4/2015, de 24 de febrero, que permite la extensión del modelo D en la zona no vascófona, y con la Ley Foral 9/2017, de 27 de junio, que integra más municipios a la zona mixta y cambia la denominación anterior de Ley Foral del Vascuence por Ley Foral del Euskera. Pero no podemos decir que el debate se haya normalizado sino que sigue viciado. La zonificación de la LFE se hizo sin criterios objetivos (algunos municipios de la zona vascófona tenían menos porcentaje de vascoparlantes que otros de la zona mixta, y algunos de la zona mixta menos que otros de la zona no vascoparlante), basada solo en una mayoría parlamentaria coyuntural. Quienes han defendido la LFE y su legitimidad fundamentada en su aprobación por mayoría ahora deslegitiman cualquier modificación por mayoría, o su desarrollo reglamentario por el Gobierno, atribuyéndole diabólicos propósitos apenas encubiertos de acabar con Navarra. Pero algunos que han criticado esas mayorías para encastillarse en el rechazo de la zonificación ahora apelan a otras mayorías igualmente coyunturales (en el Parlamento o en los plenos municipales) para mover las líneas de las zonas. Poco hemos avanzado en un cambio que nos lleve a buscar consensos basados en criterios razonables, objetivos, que nos hagan superar las dinámicas de confrontación continua. Consensos que requerirían tener la mente abierta y no aferrarse a determinados mantras que se entonan apenas se inicia el debate y que contribuyen a sofocarlo. Creo que difícilmente llegaremos a un debate sereno y objetivo sobre política lingüística si unos y otros no están dispuestos a reconsiderar ciertos postulados.
En particular, creo que debieran revisarse posturas como la de suponer que la cooficialidad de una lengua implica imposición de su conocimiento y uso, idea que parte de una errónea interpretación de la Constitución, su redacción también es mejorable, cuando dice sobre la lengua castellana que “todos los españoles tienen el deber de conocerla”. Mi sobrino Pablo, con doble nacionalidad española y australiana, no habla castellano y nadie le puede obligar a ello, y lo mismo sucede con otros españoles que vivan dentro o fuera de España; en cambio, extranjeros que viven en España en edad de escolarización obligatoria sí tienen que aprender el castellano. Ya ha explicado el Tribunal Constitucional que, en realidad, no hay una obligación individual de conocer el castellano que pueda exigirse coactivamente, sino una mera presunción legal sobre su conocimiento. Reconocer el euskera como lengua cooficial en toda Navarra no supondría, como temen algunos o desean otros, obligar a su conocimiento a todos los navarros, sino reconocer el derecho de los ciudadanos a usarlo en sus relaciones con los poderes públicos. Tampoco debiera suponer aplicar la misma política lingüística en toda Navarra, al contrario, sería conveniente modularla en función de la realidad sociolingüística, que es muy distinta en unas y otras zonas de Navarra. En Navarra se viene entendiendo que la zonificación es consecuencia de la cooficialidad solo en parte del territorio, pero cabe perfectamente la cooficialidad en todo el territorio y la zonificación para modular sus efectos. A este respecto, una modificación del Amejoramiento del Fuero para declarar la cooficialidad en toda Navarra sería conveniente que se acompañara de la previsión de distinguir entre zonas de uso habitual del euskera y zonas de uso habitual del castellano, similar a la distinción que contiene el Estatuto de Autonomía de la Comunidad Valenciana de zonas de predominio del valenciano y de predominio del castellano. Cataluña tiene tres lenguas igualmente cooficiales, catalán, castellano y aranés, pero los efectos de la declaración de cooficialidad del aranés no son iguales en el valle de Arán que en el resto de Cataluña, aunque no se diga expresamente, también hay una zonificación lingüística.
Cooficialidad de lenguas en todo el territorio y zonificación de las políticas lingüísticas, no zonificación versus cooficialidad en todo el territorio, debiera ser un nuevo paradigma a debatir. Si realmente queremos debate.
Miguel Izu, en Diario de Noticias
No hay comentarios:
Publicar un comentario